—Pero si consigues llegar…
La chica lanzó un sonoro bufido.
—Oye, ¿por qué no me dejas aquí y sigues tú? Lo entiendo, de verdad. ¡No pasa nada!
Thadeus pestañeó. Toda la determinación inicial de la joven parecía haber desaparecido de repente. Era aún peor: se había transmutado, había cogido una vía rápida y se había trasladado al extremo opuesto.
Miró hacia la autovía. Aún tenía que localizar a Marianne y a Jorge. Su cabeza intentó convencerle de que, probablemente, seguirían juntos, en alguna parte.
Seguro que sí. Jorge la ha cogido de la mano y han sabido apartarse de esa locura. Me están esperando junto al arcén, en alguna parte.
Jorge era un viejo león de mar, sabría apañárselas solo y lo haría bastante bien por añadidura, pero Marianne era diferente. Si por algún motivo se habían separado, como le había ocurrido a él, quizá la química estuviera en algún apuro. La Marianne profesional, la científica que conocía tan bien, era distinta de la persona. Las multitudes la abrumaban, y cuando no estaba concentrada en su trabajo, solía apagarse poco a poco, como una vela al viento. Cuando estaban en alguna campaña en mitad del océano y los chicos organizaban la ocasional fiestecilla para distenderse y olvidar el trabajo durante unas horas, ella solía retirarse temprano. Disfrutaba más con tripulaciones pequeñas que con grandes dotaciones de personal, cuando el proyecto requería un buque mayor y muchos profesionales. Entonces, recordaba ahora, se volvía esquiva y su tema de conversación se limitaba, casi exclusivamente, al trabajo.
Excepto, quizá, con él.
Ese pensamiento le golpeó como una revelación inesperada. Era como si el cielo se hubiera abierto y lanzado una especie de rayo providencial. ¿Cuántas veces le había buscado en la cafetería para el tentempié de medianoche y habían charlado de mil cosas diferentes?
Sólo conmigo.
Sacudió la cabeza para sacarse la idea de la mente y miró a la chica a los ojos.
—No voy a dejarte aquí —anunció con seriedad—. La maldita ciudad se está cayendo a pedazos.
—¡Pues es que me duele! —bramó ella. A poca distancia, un sonido atronador hizo retumbar el suelo que pisaban, seguido de un ruido característico, como el que produce una carretilla de ladrillos que alguien hubiera lanzado por un acantilado. El aire olía a polvo de derribo y sus brazos, cubiertos de sudor, estaban rebozados de una película desvaída y gris.
—Está bien… —masculló Thadeus—. Puedo… Creo que puedo llevarte a caballito. ¿Qué te parece?
La joven le miró con sorpresa.
—No pareces demasiado fuerte —dijo despacio.
—Aún puedo llevarte. Puedo.
La joven miró hacia atrás. Una nube evolucionaba hacia ellos, sucia y opaca, como si se hubiera filmado a cámara lenta. Avanzaba por entre dos maltrechos edificios claramente en su dirección. Arriba, en la autovía, se oían gritos de pánico.
La chica balbuceó algo incoherente mientras miraba hacia atrás una y otra vez. La nube era tan densa que no estaba segura de que fueran capaces de respirar si les alcanzaba. Estaba poniéndose más y más nerviosa.
—¡No hay tiempo! —exclamó Thadeus al fin. Deslizó los brazos para mover la pequeña mochila hacia delante y se agachó junto a ella, ofreciéndole su espalda.
Por fin, la joven se decidió. Se acomodó sobre su espalda y Thadeus se incorporó sin darle tiempo a acabar de colocarse. Ella pesaba más de lo que había calculado al principio, pero no había tiempo para quejas: la tormenta de polvo avanzaba ahora con más ímpetu y estaba a punto de engullirles. Afianzó sus manos debajo de sus muslos y empezó a avanzar.
Thadeus resoplaba. Cada paso parecía costarle un poco más que el anterior. Notaba el pelo de la chica contra su cabeza cuando ella se giraba para mirar hacia atrás. Quería preguntarle si la nube estaba ya muy cerca, pero el corazón latía con fuerza en su pecho y, de todas maneras, qué importaba; sólo podían seguir. Si les alcanzaba, intentaría no perder el rumbo (eso era importante) y aguantar la respiración cuanto pudiera.
Una voz protestó en su cabeza.
¿Contener la respiración? Estás hiperventilando, amigo mío. Jadeas como el perrito que conoce su primer celo, ¿y tú quieres aguantar la respiración?
Diez pasos. El carril que ascendía a la autovía parecía aún lejano, ¿y no era ahora más pronunciado que antes? Al menos parecía mucho más pronunciado que al principio. Ahora se repetía una sola palabra en la cabeza:
Continuar
. Dar un paso y otro más. Ignorar la presión horrible en los dedos sudorosos, ignorar que los muslos de ella parecían resbalar como si los hubieran enjabonado y él fuera una superficie metálica inclinada. Ignorar el olor de su piel y su sudor alrededor de su cuello, caliente y rancio.
La chica se sacudió para afianzarse. Eso hizo que tirara de su cuello hacia atrás, oprimiéndole la garganta durante unos segundos, pero al menos ahora ya no resbalaba tanto. No, ya no resbalaba, pero seguía pesando tanto como un caballo.
Si al menos supiera si la nube estaba cerca…
—¡Oye, tío! —exclamó ella.
Thadeus quiso contestar, pero entre los resoplidos sólo alcanzó a pronunciar algo que se asemejaba más a un graznido.
—¡Tío, a la derecha, por ahí!
Thadeus miró en la dirección que ella le indicaba con insistencia. Se alejaba del carril de incorporación pero estaba mucho más cerca. Sin pensarlo, viró de dirección.
Y entonces lo vio.
La nube estaba ahora tan cerca y era tan densa y terrible que parecía que habían borrado la realidad con una vieja goma, sucia y desgastada. En su lugar sólo había un borrón macilento y sepia. Súbitamente, el biólogo se supo tan asustado que el peso de la chica desapareció por unos segundos. Las piernas, en cambio, parecían pesar el doble o el triple y estar hechas de cemento armado. Y sin embargo, aceleró.
La chica jadeaba junto a su oído, produciendo un sonido sibilante, pero además había otro sonido de fondo, una especie de siseo en crescendo con una ominosa vibración embebida. Notaba el aire desplazado, insoportablemente caliente, en el lateral del cuerpo.
La joven chilló.
La nube llegó, como una marea. Thadeus se encontró andando a ciegas, con los ojos tan apretados como le era posible. Inconscientemente, había abierto la boca para poder respirar, pero esto le trajo sabor a tierra y una sensación de ahogo. La piel acusaba los millones de pequeños corpúsculos, tan calientes que casi quemaban al contacto con el cuerpo.
A pesar de ello, Thadeus siguió andando. Intentaba avanzar en línea recta. Si conseguía no desviarse, todavía tenía una pequeña posibilidad de salir de allí y conservar un resto de pulmones. Éstos explotaban, como si los hubieran rellenado con vapor caliente. El esfuerzo, además, le hacía necesitar demasiado oxígeno, y ahora reclamaban con una vehemencia extraordinaria, imperiosos, demandantes. Alrededor, todo era un torbellino de arena y tierra. Se le metía en los oídos, en la ropa. Los notaba golpeando sus párpados cerrados.
Un poco más. Un poco más.
A su espalda, la joven empezó a toser. Sabía que después de eso, el cuerpo le exigiría recuperar algo de aliento, pero intentar respirar era como intentar beber arena. La nariz sería incapaz de filtrar semejante cantidad de tierra; se le llenaría la garganta de polvo y acabaría asfixiada. El reloj acababa de adelantar varios segundos hacia la marca final.
¡Sólo… un poco… más!
Finalmente, notó que la tormenta de arena empezaba a castigarle menos la piel. Ahora era capaz de sentir aire limpio acariciándole el pelo, o quizá sólo se lo parecía; no sabía decir si estaba saliendo de ese infierno o su cuerpo era ya incapaz de registrar tantos estímulos. Pero no… hasta la temperatura parecía diferente: ¡Lo estaba consiguiendo! Tambaleante, se obligó a dar unos cuantos pasos más, sólo para asegurarse. El pecho reventaba, notaba las pulsaciones de su propio corazón en las sienes y los músculos de los brazos le dolían tanto que parecían a punto de romperse. Pero cuando se sentía desfallecer y abrió la boca cuanto pudo, una bocanada de aire fresco penetró en sus pulmones.
Fue como una descarga sensitiva. Hasta ese momento, con los ojos cerrados, no se había dado cuenta de cuánta falta le estaba haciendo el oxígeno. Pero al abrir los ojos, distinguió la negrura de la inconsciencia disipándose en los márgenes de la visión; había estado a punto de desmayarse. Sus piernas fueron incapaces de sostenerle por más tiempo, y cayó de bruces hacia delante. El peso de la chica le aplastó, y entonces notó otra cosa: estaba recobrando audición. El sonido de la tos profunda y grave de la chica se abría paso en su cabeza, ganando intensidad.
Thadeus tosía también. Tenía arena en la boca, y tuvo que pestañear varias veces para mitigar el escozor que sentía en los ojos. Por fin, la chica rodó hasta quedarse tendida en el suelo, a su lado.
El biólogo miró entonces alrededor. Había llegado a donde pretendía, y era posible que eso le hubiera salvado la vida, pero la nube de polvo estaba perdiendo intensidad, de todas formas. Se disipaba lentamente. El suelo, sus manos, su ropa… todo estaba parcialmente cubierto de una fina capa de tierra. Hasta el pelo de ella.
—Oye, ¿estás bien? —preguntó Thadeus, jadeando.
La joven seguía tosiendo. De repente, abrió los ojos y se giró sobre sí misma para volverse a un lado, dándole la espalda. Produjo un sonido espantoso y pareció vomitar algo.
Thadeus hurgó en su mochila. Aún tenía una pequeña reserva de agua: media botella de las pequeñas, que había estado reservando por si las cosas se ponían realmente feas.
—Ten… bebe un poco de agua.
La chica se volvió y dio un sorbo pequeño, pero pronto empezó a beber con avidez. Mientras tanto, Thadeus se había fijado en su pierna. El polvo y la tierra habían formado una costra de un color borgoña alrededor de la herida, que estaba totalmente rebozada.
—¡Espera! —exclamó Thadeus—. ¡No te la bebas toda!
La chica se detuvo, mirándole con un gesto suplicante. El agua había limpiado sus labios y tenían ahora, en contraste, un color vivo y saludable. Thadeus robó esa imagen mientras tomaba la botella de su mano; luego echó todo el contenido sobre la herida. Ella torció el gesto. La herida no quedó limpia del todo, pero ahora tenía mucho mejor aspecto.
—Ahora no ha quedado nada para ti… —dijo ella.
—No importa —dijo Thadeus en voz baja—. ¿Mejor?
La chica asintió.
—Me llamo Rebeca —dijo despacio—. Pero todos me llaman Rebs.
—Yo me llamo Thadeus, pero puedes llamarme Tad.
—Guau —dijo ella—. Ése sí es un nombre raro.
—Mi padre era americano. Es el nombre de mi abuelo.
Ella asintió, pero no dijo nada. Thadeus miró alrededor. La parte superior de la autovía no era visible todavía: el polvo se había quedado flotando en el aire, creando una suerte de niebla de un color indefinido, pero el carril que subía hacia ella se distinguía en la distancia. Pensó en continuar, pero incluso si llegaban arriba, ¿qué les esperaba después? La autovía se alejaba describiendo una suave curva que se prolongaba varios centenares de metros, probablemente kilómetros y kilómetros bajo el sol del mediodía. Dudaba de que alguien fuese a echarles una mano, de todas formas. Entonces, ¿cuáles eran sus posibilidades?, ¿podría caminar con ella recolgada de su brazo? El último esfuerzo le había exigido demasiado: la mano le temblaba cuando la extendía ante sí, y los músculos de las piernas se habían hinchado tanto que parecían pesar toneladas.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Thadeus.
Rebeca sacudió la cabeza.
—No lo sé —dijo. Y después de unos instantes, repitió—: No lo sé.
—Descansamos un poco… —dijo Tad, pensando en voz alta—. Descansamos un poco, ¿vale? Y luego intentamos continuar. No hay otra alternativa. No… No nos podemos quedar aquí.
Miraron hacia atrás. Los rumores del bombardeo parecían haber cesado y la ciudad estaba sumida en un silencio sepulcral, roto tan sólo por el jaleo que llegaba desde la carretera: gente que corría, que hablaba. Había alguien gritando cuya voz se superponía a todas las demás. Buscaba a alguien llamado Fran. «¡Fran, Fran, Fran!» Thadeus supuso que habría muchísima gente en su misma situación. Familias separadas, gente aislada que había sido incapaz de volver a casa. Y gente que se había quedado sin ella. Bajó la vista y se miró las manos, tan sucias como impotentes.
—Ha… Ha parado —musitó ella.
Thadeus asintió.
—Me alegro —murmuró Rebeca—. Me está empezando a doler la cabeza. Bastante.
—Deberíamos irnos a ese portal, al menos —dijo Tad, señalando uno de los edificios que quedaban a su espalda, a pocos metros. La puerta estaba abierta y el interior, aunque oscuro, parecía confortable—. Hay mucho polvo flotando en el aire, y está cayendo sobre tu… Tu herida. No creo que sea buena idea.
Rebeca asintió, y Tad la ayudó a levantarse. Le costó más que la primera vez, bastante más. Al día siguiente tendría agujetas, probablemente, aunque una parte de su mente deseó en secreto que para entonces ése fuera el mayor de sus problemas. Ella tampoco parecía estar mejor. Se arrastraron, apoyándose el uno en el otro, y terminaron por llegar al portal.
Rebeca se dejó caer en el suelo y recostó la cabeza contra la pared. Estaba presionando algún punto entre los ojos con el dedo índice, y ése era un gesto que Thadeus conocía bien; su madre solía hacerlo para sobrellevar las migrañas. Aprendió que, cuando hacía eso, prefería el silencio y un rato de descanso, sin hacer nada, hasta que terminaba por encontrarse mejor. Era así cada domingo. Así que se sentó a cierta distancia y dejó reposar los brazos y las piernas un momento.
Sólo un momento.
Abrió los ojos dando un respingo. Pasada la confusión inicial, descubrió con cierto horror que se había quedado dormido. Se incorporó con rapidez, frotándose la cara con la mano para despejarse.
La luz del sol había cambiado. Era completamente crepuscular. Miró la hora en su reloj de muñeca y comprobó que eran las nueve de la noche. ¡Habían dormido toda la tarde! No le extrañó demasiado, al fin y al cabo había estado sin dormir demasiado tiempo, y las peripecias de la última jornada habían sido suficientemente intensas y agotadoras. Sin embargo, le molestó comprobar cuan bajo estaba su nivel de alerta. Estaban bombardeando la maldita ciudad, por el amor de Dios, ¿cómo había conseguido quedarse dormido, y cómo había conseguido dormir tanto?