JONÁS se sentía aturdido y magullado. Cada latido de su corazón desencadenaba una explosión en su cabeza, reverberante y atronadora, y con cada pequeño movimiento descubría nuevos e insospechados dolores que despertaban en su cuerpo como luces en un mar en tinieblas.
Intentó incorporarse, y descubrió que estaba parcialmente enterrado; sobre él habían caído piedras y una buena cantidad de tierra, pero no lo habían sepultado completamente. Bastó, sin embargo, recordar que podía haber perdido la vida asfixiado bajo la tierra y el polvo para que saltara como un resorte, incorporándose torpemente y con esfuerzo.
Se quedó de pie, jadeando, mirando el hueco que había quedado varios metros por encima de él. Las viejísimas raíces de los árboles asomaban por entre la tierra como complicadas filigranas, retorcidas contra sí mismas y desnudas, desbrozadas, trocadas en garras terroríficas. El polvo flotaba aún alrededor, moviéndose lentamente en direcciones opuestas y olía a tierra húmeda, a sótano, a caverna.
Entonces, abrió mucho los ojos.
¡Merardo!
Lo buscó a su alrededor. La oscuridad y el polvo en suspensión tejían un manto demasiado opaco como para identificar algo. Entrecerró los ojos. Había rocas de todos los tamaños discretamente entretejidas entre toneladas de tierra, y el tronco podrido del árbol en el que estuvo apoyado asomaba como un tétrico signo de exclamación. Vio todo eso, pero fue incapaz de encontrar a Merardo.
—¡Merardo! —exclamó—. ¡Merardo!
Empezó a moverse hacia uno y otro lado, ligeramente agachado y con las manos extendidas, como si temiese perder el equilibrio.
¡Merardo!
Pero su compañero no aparecía por ningún lado. Después de un rato, su mano tropezó con algo que tenía un tacto diferente.
¿Ropa?, ¿ropa?
Se deslizó con rapidez, resbalando con la tierra y notando cómo ésta desbarraba bajo sus pies. El polvo ascendía hasta su nariz, produciéndole accesos de tos. Pero de alguna forma, consiguió determinar dónde estaba su cabeza (palpando la extensión de su pierna) y le alivió comprobar que no estaba enterrada.
—¡Merardo! ¡MERARDO!
Merardo recuperó la conciencia con un sobresalto, como si le hubieran interrumpido en mitad de una agradable siesta.
—¡Qué! ¿Qué pasa?
Jonás se dejó caer a su lado, resoplando.
—Qué susto me has dado —dijo—. Pensé que te habías…
En la oscuridad, Merardo exploraba su nuca con una mano temblorosa.
—Bueno, casi. Me he dado un buen golpe en la cabeza.
—¿Estás bien?
—Creo que sí. Aunque… —movió la lengua por la boca, repasando cuidadosamente la hilera de dientes—. No sé. Probablemente sí. Tengo un sabor extraño en la boca.
—¿Sangre?
—Sangre. Ese sabor… cobrizo, ¿sabes?
—Sí. Una vez me rompieron la nariz. Estuve tragando sangre tres días.
Merardo abrió mucho los ojos.
—Eso suena un poco bestia —dijo—. ¿No fuiste al médico?
—No me gustan mucho los médicos.
Merardo dejó escapar un bufido.
—A mí tampoco —dijo, mientras se incorporaba con cierto esfuerzo—. Son los responsables de la superpoblación mundial. Siguen empeñados en curar gente y extender nuestra esperanza de vida. Alguien debería hacer algo con ellos.
Mientras Jonás intentaba determinar si su nuevo amigo estaba de broma o no, Merardo avanzaba torpemente hacia el área iluminada por el sol de la mañana. Miró hacia arriba, donde el agujero en el techo parecía tan ominoso como inalcanzable.
—¿Qué te parece esto? —dijo.
Jonás estaba ahora llegando a su lado.
—Ha sido un terremoto brutal… —opinó Jonás.
—¿Eres de Málaga, Jonás? —preguntó Merardo.
Jonás pensó que era una pregunta rara, dadas las circunstancias.
—No nací aquí —explicó—, pero llevo viviendo en la ciudad cuarenta años ya.
—Y… ¿A que nunca habías visto o sentido un terremoto semejante?
Jonás no tuvo que pensárselo mucho.
—¿En Málaga? No, nunca.
—Bueno —suspiró—. Es significativo, creo.
Jonás frunció el ceño.
—¿Significativo?
—Demasiada casualidad, me parece. Unas criaturas sacadas de una mala película de ciencia-ficción salen del agua e inician una invasión terrestre; y casi al mismo tiempo, un terremoto sacude una ciudad, que rara vez se ha visto afectada por movimientos sísmicos.
Jonás asintió en silencio.
—Pero ha habido terremotos en otras partes del mundo —replicó Jonás—. Quizá… No sé. Quién sabe lo que ocurre ahí debajo, en las entrañas de la Tierra. Placas de roca del tamaño de Grecia ajustándose unas a otras para compensar todos esos temblores…
Merardo pensó.
—Puede ser. Debe de ser eso. ¿Qué otra cosa podría ser, si no, verdad? ¿Qué piensas tú? ¿Una bomba, quizá? ¿Crees que puede haber sido una bomba, que haya hecho temblar el suelo? ¿Algún tipo de ataque?
—No lo sé… —admitió Jonás—. No sonaba como una bomba cuando se produjo el terremoto.
—Exacto. No había sonido de bombas.
Jonás pensó unos instantes.
—Pero bueno —dijo Merardo—. En cualquier caso —hizo una pausa y se volvió para mirar a Jonás—, deberíamos dejarnos de cháchara y pensar en cómo vamos a salir de aquí.
—Sí —admitió Jonás.
—Los terremotos a menudo tienen réplicas, si es que fue un terremoto. Y si no lo fue, puede volver a ocurrir en cualquier momento. No me gustaría que toda esta tierra nos cayera encima. Además, no debemos olvidar esas cosas negras. Aunque no creo que bajen hasta aquí. Uno trepa a un monte para quedarse arriba, ¿no?
Miraron hacia arriba, pensativamente. Merardo frunció el ceño.
—Vaya, Watson —bromeó Merardo—. Se nos ha escapado otra cosa.
—¿Watson? —preguntó Jonás, confundido.
—Pero mira… Mira esto…
Merardo daba vueltas sobre sí mismo, mirando alrededor.
—Esto es sorprendente —dijo entonces, ahora con un tono de voz más serio.
Jonás miraba, pero no veía nada inusual.
—¿El qué?
—Estas paredes… Este… ¡Este sitio! —avanzó, saltando por encima de las rocas caídas, hasta acercarse a las paredes del agujero—. Es una especie de… caverna.
Jonás miró alrededor, y pensó que sí que parecía una caverna, después de todo. Hacia el fondo, la pared era casi perfectamente circular. Un sinfín de raíces de todos los tamaños asomaban por entre la roca y la tierra, pero estaban cortadas, como si alguien hubiera segado todas y cada una de aquellas cepas; pero por los otros extremos, la oscuridad caía abruptamente y ocultaba un túnel que parecía continuar muchos metros en ambas direcciones.
—¿Qué te parece esto? —dijo Merardo, tocando uno de los brotes con los dedos. Se los llevó brevemente a la nariz, para olisquearlos—. Han sido cortados hace muy poco. La savia aún está húmeda. No. Qué demonios. ¡Aún supura!
—No entiendo… —dijo Jonás, despacio.
—No hay cavernas, ni grutas, en los montes de Málaga. ¡No en el monte de Gibralfaro! Mira estas paredes… parecen rasgadas. No… Espera. No puede ser eso. Es…, —tocó las paredes de nuevo—. Ven aquí. Toca esto…
Jonás se acercó y tocó las paredes de la gruta con una mano indecisa.
—¿Qué opinas?
—No lo sé. ¿Qué tengo que notar?
Merardo cogió una roca del suelo. Tenía una forma alargada, como un estilete de piedra. Empezó a golpear la pared con ella. Al principio le costó bastante, pero después de un rato, la tierra comenzó a deslizarse por el agujero que había practicado, como si escapase apresuradamente de su encarcelamiento.
Merardo compuso una expresión de triunfo.
—¿Lo ves? —preguntó.
—¿Tierra? —balbuceó Jonás.
—¡No! —cogió su mano y le obligó a pasar la palma por las paredes de la caverna—. Toca… ¿no lo notas? —llevó su mano ahora a la tierra caída—. Esto es tierra. Tierra suelta. Esta pared, en cambio, está como cristalizada… Casi como cauterizada.
—Oh —dijo Jonás. Tocó de nuevo y, esta vez, sí tuvo la impresión de que Merardo tenía razón. El tacto era suave, como si acariciara la superficie de un cristal rugoso.
—Ahora lo veo —dijo Jonás—. Pero… ¿por qué?
Merardo no pareció escuchar su pregunta. Miraba ahora a uno y otro extremo de la caverna, con los ojos muy abiertos. Jonás se quedó mirándolo. Con la luz que entraba verticalmente desde el techo y que hacía resplandecer las partículas de polvo en suspensión, tenía otra vez ese aura extraña que tanto le había fascinado la noche anterior. Parecía un héroe que acaba de limpiar de trasgos alguna mazmorra ancestral.
—Pues claro… —dijo Merardo—. Es eso… Creo que no es una caverna. No es un agujero que el terremoto, o lo que fuese, haya provocado. ¿Sabes dónde estamos?
Jonás no dijo nada, expectante.
—¿No notas una ligerísima brisa en el rostro? Es como… como cuando abres una ventana y la puerta de tu casa a la vez. Como estar en mitad de una corriente de aire.
Jonás asintió. Lo había notado, pero pensaba que venía del agujero en el techo. Lo cual, se decía ahora, no tenía mucho sentido.
—Es un túnel, Watson. Eso es lo que es.
—¡Un túnel!
—Un túnel. Por eso la tierra está parcialmente cristalizada. ¿Altas temperaturas? Alguien se ha tomado muchas molestias para hacer este túnel y asegurarse de que el techo no se va a desplomar. Es… Es bastante curioso. Me pregunto de dónde viene, y me pregunto también a dónde conduce.
—A mí lo que me preocupa es cómo saldremos de aquí —dijo Jonás—. El techo está totalmente fuera de nuestro alcance.
—Es una pena que no tengamos una linterna —contestó Merardo como si no le hubiera escuchado—. Me gustaría mucho echar un vistazo. Ver hasta dónde llega.
Jonás miró la oscuridad del túnel, negra como la brea. La oscuridad siempre le había provocado un gran respeto; sólo se encontraba a gusto sumido en ella si era sobre una barca en el mar, porque entonces estaban las estrellas, el aire limpio y el aroma a salitre, y la única sensación que tenía era de libertad. La habitación de su cuarto infantil era diferente. Era claustrofóbica, olía a orines viejos de gato, y las formas de los muebles parecían alargarse a su alrededor, evolucionando hacia él como sombras espectrales que esperaban el momento en que se quedara dormido para robarle su aliento. Un psicólogo lo llamó «terrores nocturnos». Le dio montones de caramelos mientras le explicaba que la oscuridad no era sino la ausencia de luz, que no había nada extraño en ella; que no se diferenciaba del hecho de cerrar los ojos. La oscuridad era parte del ciclo de la vida; era necesaria para que el organismo redujese sus funciones y alcanzase un estado óptimo de descanso que nos permitiera afrontar un nuevo día lleno de energía.
Es como si, de noche, te cambiaras las pilas
, le decía el psicólogo.
Tu madre me ha dicho que tu juguete favorito es el Pegaso de Rico. ¿A que de vez en cuando tienes que cambiarle las pilas? La oscuridad es lo mismo. La oscuridad… la noche… está ahí para tu conveniencia. Es tuya, Jonás. Son tus pilas. La oscuridad no te hace vulnerable. ¡La oscuridad te hace fuerte!
Jonás asentía mientras masticaba sus caramelos con fruición. Hasta entonces no había comprendido por qué lo habían llevado al médico. Su madre lo llevaba al médico constantemente. Si le picaba la garganta, iba al médico. Si le dolían las rodillas su padre decía: «Mujer, son dolores de crecimiento», pero ella lo llevaba al médico de todas formas, así que pasar las tardes en las consultas de diferentes doctores se convirtió poco a poco en una aburrida rutina. Aquella vez, Jonás detectó que su madre deseaba tanto que fuese
normal
, que había gastado una buena cantidad de dinero en un médico caro. Las ropas de buena calidad, el peinado cuidadosamente estudiado del psicólogo y el despacho espacioso y abarrotado de refinados muebles de madera se lo decían. Así que salió de la consulta dando carreras mientras gritaba: «¡Mamá, ya no tengo miedo!» para que ella dejara de gastar dinero en él y se quedara tranquila. Pero cuando cayó la noche, Jonás sufrió en silencio el retorno de los monstruos. Se arrebujaba bajo las mantas intentando no hacer ni un solo ruido, pero respirando trabajosamente mientras las rodillas se golpeaban una contra la otra a medida que su cuerpo se retorcía de puro miedo. Seguían ahí. A él le daba lo mismo lo que el psicólogo hubiera dicho. Él sabía que, en la oscuridad, había
cosas, y
ni todo el dinero del mundo ni todos los caramelos que pudiera comer iban a cambiar eso.
Ahora miraba la oscuridad recordando aquellas viejas sensaciones. Quiso decirle a Merardo que no le parecía buena idea. Se le ocurrió decirle que podría haber agujeros en el suelo; que podrían pisar en falso y caer por algún abismo, que podrían romperse una pierna o algo peor: golpearse la cabeza y partírsela como una sandía madura. Pero no dijo nada. En realidad no le preocupaban los abismos ni los huesos rotos, pero sí los
espectros
. Los espectros te quitan el aliento y te dejan la piel fría como el hielo, y entonces tu corazón se para. Pero sabía por experiencia que no se habla de espectros con adultos.
No porque… porque los médicos no porque las pastillas las pastillas los
Sacudió la cabeza.
—Espera. Quizá esto ayude —dijo Merardo—. Hurgó en el bolsillo y extrajo un teléfono móvil. Casi toda la superficie era en sí la pantalla, y cuando deslizó suavemente el dedo por ella, ésta se iluminó—. Déjame que pruebe algo.
Estuvo unos segundos pulsando con el dedo. Luego avanzó hacia la oscuridad y proyectó el brazo hacia delante. La pantalla iluminaba satisfactoriamente, lanzando una luz difusa y fría.
—¡Esto es bueno! —exclamó Merardo—. Mejor que una linterna, diría yo, que tienden a ser muy direccionales. ¿Qué te parece?
Jonás no contestó.
—He puesto el fondo de la pantalla en blanco y he ajustado el brillo al máximo —dijo Merardo con cierto entusiasmo—. ¡Y mira!
Jonás miró. Ahora se veía claramente cómo el túnel continuaba unos metros hacia delante. El derrumbe no había llegado hasta allí, así que se apreciaba a la perfección que su forma era ovalada, un poco más ancha por los lados.
—Dios mío —exclamó Merardo.
Jonás comprobó con alivio que no le disgustaba tanto. Aunque la fría luz del móvil le daba a la escena una apariencia fantasmagórica y sobrenatural, era cierto que ésta alejaba bastante las sombras y se sintió satisfecho con el resultado.