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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, #Terror

La hora del mar (12 page)

BOOK: La hora del mar
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Para cuando el piso entero se vino abajo, dañado en sus estructuras principales, un viejo maletín de color crema, lleno de papeles y sueños mojados, flotó mansamente por las cascadas de agua que caían entre las ruinas, y se alejó por la calle, cabalgando sobre las olas que lo invadían ya todo.

El primer terremoto, que ocurrió a ochenta kilómetros al sur-suroeste de la isla de Okinawa, al sur de Japón, tuvo en su origen una magnitud de 8,8, con el foco sísmico localizado a veintidós kilómetros bajo tierra. Era más del doble de la profundidad de las fosas abisales más hondas del planeta. Pocos segundos más tarde, en el mismo océano, a noventa kilómetros de la ciudad chilena de Concepción se produjo un segundo sismo, esta vez de 9,2 y treinta y cinco kilómetros de profundidad.

Apenas se detectaron, se temió el efecto tsunami, pero los terremotos fueron profundos y los efectos de las fallas se amortiguaron sin alcanzar la superficie. Aun así, olas de nueve metros de altura alcanzaron las costas de Chile causando una gran conmoción y miles de muertos.

Apenas veinte minutos más tarde se produjo un tercer movimiento, esta vez emplazado en las deshabitadas islas Sandwich, en el Atlántico Sur. La falla provocó un escarpe submarino de casi treinta metros de desnivel a lo largo de varios cientos de kilómetros, y esta vez, el mar se encrespó como un puño terrible y colérico.

Movimientos sísmicos similares ocurrieron en cadena, en lugares apartados unos de otros, muchos de ellos cerca de las zonas de desastre. Algunos, con hasta siete réplicas registradas, duraron algo más de un minuto. A nadie se le escapaba ya, a esas alturas, que los temblores parecían estar relacionados de alguna manera extraña con los lugares del planeta donde existían fosas oceánicas, y la teoría del aumento de temperatura y las filtraciones de gases nocivos, que habían sido dejadas de lado cuando los barcos empezaron a ser atacados, se pusieron de nuevo sobre la mesa.

Los efectos fueron devastadores en numerosos puntos del globo terráqueo, como en Grecia. Los medios no podían hacerse eco del gran número de daños que se registraban por todas partes, casi simultáneamente. Aunque el efecto de los maremotos apenas tuvo consecuencias para las frágiles construcciones humanas, condenadas a arruinarse con el mero paso del tiempo, la psicosis de desastre estaba ya en la mente de todos, y los efectos fueron terribles. La gente comenzó a desplazarse lejos de las costas, hacia el interior. En masa.

Pero si bien muchos intuían ya lo que causaba los terremotos a nivel global, casi nadie parecía atreverse a expresar sus temores en voz alta, como si temiesen conjurar al diablo. Lo peor quedaba por venir; los días del hombre estaban condenados.

8 - Las rocas negras

La vibración, aunque suave, se dejó sentir en la terminal del aeropuerto de Málaga a las dos menos cuarto de la mañana. Para entonces, Marianne, Thadeus y Jorge todavía continuaban esperando al resto del equipo. En medio del panorama que habían vivido el último día, el vuelo irregular de una mosca podría haber sido motivo suficiente para poner nervioso a más de uno, por lo que el ligero temblor sísmico, si bien no consiguió ni derribar los vasos de las mesas, despertó gritos de pánico entre la gente.

Para entonces, el aeropuerto era como la antesala del infierno. La gente no sabía qué hacer, no había información acerca de cuándo podrían tomar otro vuelo y si sería pronto o tarde. Tampoco nadie parecía ser capaz de decirles por qué el espacio aéreo se había cerrado. Aquel mismo invierno había ocurrido algo parecido, pero todo el mundo supo entonces que se debía a las cenizas de un volcán de nombre impronunciable, y la gente esperó pacientemente a que la situación se normalizara. Ahora, sin saber si habría posibilidad de reanudar sus planes pronto, los grupos de turistas y veraneantes españoles continuaban llenando el vestíbulo, acarreando sus pesados equipajes de un lado a otro.

—¿Funciona ya el móvil? —preguntó Jorge.

Thadeus negó con la cabeza. A veces parecía que la cobertura se recuperaba un poco y se iluminaba débilmente la señal correspondiente en la pantalla, pero cuando intentaba telefonear, la llamada siempre resultaba rechazada.

—Deberíamos pensar en irnos a la ciudad —dijo Marianne, quien acusaba ya el cansancio en su rostro— y buscar un hotel donde dormir. Esto no parece que vaya a solucionarse hoy. Mañana será otro día.

—Toda esta gente —añadió Jorge, mirando alrededor— terminará por hacer eso mismo, y más nos vale salir de aquí antes que ellos, o tendremos que dormir en algún banco.

—Pero ¿y los otros? —insistió Thadeus, mirando todavía la pantalla de su móvil.

—Estoy seguro de que se buscarán la vida —dijo Marianne.

—Hace… casi cinco horas que tenían que haber llegado.

—¡Encontrarán algo, hombre! —exclamó Jorge mientras se levantaba de la silla. Había estado bebiendo cerveza, una tras otra, y cuando se puso en pie, su vientre pareció bambolearse brevemente.

—Está bien.

Recorrieron el vestíbulo en dirección a las puertas, donde reinaba una febril actividad. Algunos pasajeros dormitaban por las esquinas, arrebujados contra sus maletas, pero la mayoría seguía intentando obtener alguna respuesta de los responsables de información. A Thadeus le pasó por alto que mucha gente miraba con ofuscación sus teléfonos móviles, incapaces también de establecer comunicación.

—Todo esto es raro de cojones —comentó entonces.

—Parece que los ánimos están bastante caldeados —dijo Jorge.

A su derecha, rodeado por cierta cantidad de personas, un hombre de aspecto glamuroso, vestido con un traje blanco, le chillaba en la cara a un atribulado joven que levantaba ambas manos como si quisiera calmarlo. En su camisa llevaba una tarjeta de identificación de alguna compañía aérea. El hombre tenía unos papeles en la mano, arrugados y vencidos bajo la presión del puño con el que le amenazaba.

Cuando aún intentaban decidir, expectantes, si debían intervenir, un coro de voces se elevó por encima del murmullo constante que imperaba en la sala. Una mujer gritó con un agudo chillido.

—¡Por Dios! —exclamó Marianne.

Se trataba de la masa que estaba reunida alrededor del televisor. Otras personas corrieron desde distintos puntos a ver qué ocurría. Algunos brazos se levantaban por encima de las cabezas para señalar la pantalla. Thadeus sintió en ese momento que un pitido agudo se abría camino en sus oídos, como si una pequeña señal de alerta se activara en su cabeza. En las últimas horas había asistido al triste espectáculo de enfrentarse a un mar de pescado muerto, sobrevivido a un misterioso ataque submarino y comprobado que los aeropuertos estaban cerrados a pocas semanas del mes de vacaciones por excelencia, agosto.

Raro de cojones. Joder que sí.

Pero cuando atisbaron las pantallas de televisión, por enésima vez aquel día, su fortaleza se derrumbó. En ellas, los informativos empezaban a hacerse eco de los efectos de los innumerables tsunamis que estaban llegando a las costas. La costa Este de Estados Unidos, desde Florida hasta Nueva Escocia, se mostraba en un tosco diagrama con las áreas afectadas marcadas en un rojo fluorescente. Intercaladas con la imagen, una cámara montada en un helicóptero ofrecía un espectáculo dantesco: playas y paseos marítimos anegados, edificios costeros que parecían haber sido restregados varios kilómetros por un pulgar gigante y embarcaciones de recreo que habían sido brutalmente arrojadas contra puentes en mitad de una autopista. Había coches volcados y gente que corría por los tramos de carretera elevada que aún se mantenían en pie. La isla de Cuba, las Bahamas, Puerto Rico y toda la zona del Caribe aparecían en el mapa con exuberantes iconos de olas coronadas por una cresta de espuma, y después… después el mapa se amplió hasta mostrar todo el mundo y empezaron a aparecer más y más iconos paulatinamente: en Inglaterra, en Noruega, en Australia, en el sur de España. Ponían imágenes de todas partes, pero que tenían un común denominador: la destrucción de las costas en mayor o menor medida. La gente enmudeció, súbitamente sobrecogida.

—¿Cómo que…? —dijo Jorge, sin poder terminar la frase.

De pronto todas las voces se volvieron a activar, como si alguien hubiera conectado de nuevo el sonido del mundo. La noticia se propagó entre los distintos grupos como una llama en una alfombra de pólvora, provocando todo tipo de reacciones. La más común era echar mano al móvil; la gente que tenía familiares y amigos en las zonas afectadas quería saber cómo estaban, pero ninguno parecía funcionar.

—Es imposible… —dijo Thadeus, cubriéndose la boca con ambas manos. ¿Habían desconectado el aire acondicionado? Creía que sí… comenzaba a notar el sudor en su frente y sus sienes. La camiseta de la Universidad de Cádiz que llevaba puesta se le pegaba al cuerpo en la zona del pecho y las axilas.

—Todas las imágenes… son de tsunamis… —corroboró Marianne.

—Tenemos que escuchar las noticias con sonido —apremió Jorge a su vez.

En la pantalla de televisión, un cámara acompañaba a una unidad de Emergencias en Lisboa, intentando avanzar por entre los restos de lo que parecía haber sido un complejo turístico. El agua les llegaba a la cintura. Las altas palmeras se encontraban derribadas y flotaban a duras penas en el agua de mar.

—Para que lleguen olas de ese tamaño a las costas… a casi todas las costas quiero decir —dijo Marianne—, tendrían que haberse producido movimientos sísmicos en muchísimos puntos del planeta.

—Y todos a la vez.

—Siguen produciéndose… —comentó Thadeus sin apartar la vista de la pantalla—. Mirad.

En el improvisado mapa del mundo que la cadena había confeccionado a toda prisa, nuevos iconos aparecían demarcando la línea de la costa; esta vez en el imperio del Sol Naciente y otros países de Oriente. A medida que miraban con incredulidad el diagrama y la cadena iba recibiendo información actualizada, unos gráficos con ondas expansivas de un ominoso color rojo aparecían en varios puntos del Pacífico norte, sur y oeste, y después cerca de Nueva Zelanda, al suroeste de España y en muchos otros lugares más. Las ondas indicaban, en definitiva, los hipocentros de los movimientos sísmicos.

—¿Veis lo que decía?

—Eso es imposible —repitió Thadeus—. ¿Ninguno de los epicentros está localizado en zonas no sumergidas? Vamos… ¿qué posibilidades hay de que eso ocurra?

Pero en medio de la conmoción, a la que se había sumado el personal del aeropuerto (tanto de limpieza como miembros del equipo de seguridad), la pantalla cambió para mostrar ahora un gráfico revelador. Sin sonido, muchos no entendían lo que sus ojos veían, pero el personal científico del
Vizconde
, que habían estudiado Ciencias del Mar como base de sus respectivas especialidades, lo supo inmediatamente.

La imagen mostraba un corte transversal de la fosa oceánica Challenger, ubicada cerca de las islas Marianas en el Pacífico oeste. Tenía más de once kilómetros de profundidad. En ella, un nuevo gráfico con ondas expansivas en movimiento marcaba su zona más profunda como punto neurálgico de los maremotos de aquella zona.

Marianne dejó escapar una exclamación ahogada.

En toda la costa sur mediterránea de España, el efecto de las olas de gran tamaño fue mínimo. El epicentro estaba localizado al oeste de la Península, y Portugal y la zona de Galicia se llevaron la peor parte, con diferencia. Allí, el mar irrumpió casi un kilómetro en el interior arrasando con todo lo que encontraba a su paso. A esa hora, las playas y las zonas turísticas estaban rebosantes de vida nocturna; gente joven que salía a lucir sus cuidados bronceados y disfrutaba de las terrazas, los bares y las discotecas de las zonas más pobladas. Todos ellos fueron arrastrados por un torrente descomunal de agua salada y espuma de mar, y perecieron ahogados o aplastados por los vehículos que el océano manejaba a su antojo.

Jonás, en cambio, vio cómo el mar se encrespaba furiosamente y arremetía, con una cadencia demoledora, contra la playa y los muros del paseo marítimo. Arrancó grandes trozos de calzada y derribó el pequeño puente que Jonás tenía a escasa distancia, arrastrando los escombros como si fueran trozos de corcho de embalaje que desaparecen por el cauce de un río.

—¡Hosssstia! —exclamó.

Estaba dentro de su coche, lo bastante cerca como para ver la escena con todo lujo de detalles, pero aun así, suficientemente lejos como para no sufrir ningún daño. No obstante, el agua llegó hasta las ruedas y desplazó el vehículo casi diez centímetros a un lado.

No sabía muy bien por qué, pero tras pasar la tarde viendo las noticias en televisión, Jonás había sentido el impulso de volver a la playa, quizá para mirar el mar un rato. De alguna forma sentía cierta fascinación por la extraña luz; una especie de atracción que no podía explicar con facilidad. Sentía que el asunto de los barcos hundidos debía estar relacionado de alguna forma con lo que Miguel y él habían visto en la barca. Las noticias habían sido muy parcas con referencia a ese tema, pero todo el mundo sabía cómo funcionaban esas cosas. Como en el 69, cuando los americanos anunciaron a todo el planeta que iban a conquistar la luna. Él era aún pequeño por aquella época, pero recordaba haberse quedado despierto para asistir a la transmisión (propiciada por Radio Caracas Televisión), y recordaba el retraso final de casi dos horas, que amenizaron poniendo una película.

Cuando la transmisión comenzó y el astronauta anunció que iba a pisar el suelo lunar descendiendo de aquel vehículo (que a Jonás le parecía hecho de papel de aluminio) no pudo dar crédito a lo que veía.
Ya había otro hombre
en la luna con una cámara para grabar las imágenes del descenso al suelo, y el astronauta Armstrong, con voz solemne, anunciaba ser el primero.

Jonás se sintió estafado.
«¡Mentira!
», chilló en la oscuridad del pequeño salón familiar donde sus padres, que habían intentado resistir despiertos para el evento, dormitaban desde hacía ya un buen rato. No pudo evitar ponerse en pie de un salto, con la cara roja de rabia y los puños apretados, colgando a ambos lados de su cuerpo. Sobresaltado por el grito, su padre se desperezó en su butaca.

—¡Papá! —protestó Jonás, pero era tal la rabia que sentía, que fue in capaz de añadir nada más. El sonido del chirriar de sus dientes era casi audible.

—Ah… los americanos… —dijo su padre.

—Papá, ¿quién graba esas imágenes? Si es el primer hombre sobre la luna, ¿quién graba al primer hombre?

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