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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, #Terror

La hora del mar (49 page)

BOOK: La hora del mar
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Después de eso, el hospital se quedó prácticamente vacío. Todavía quedaban dieciséis pacientes, y sólo seis profesionales al cargo. La doctora Lynn era la única doctora, los demás eran estudiantes, anestesistas y enfermeros de primer y segundo año, pero todos eran buenas personas; siempre tenían palabras amables para Frank. La doctora los reunió y les dijo que podían irse si querían, dadas las circunstancias, pero todos dijeron que se quedarían hasta que el hospital quedase vacío. Frank se puso muy contento, porque hasta un negro tonto como él podía ver que eso era lo correcto.

Después hubo mucho trabajo que hacer. Movieron a todos los pacientes a la planta baja, cada uno con todos los aparatos, sueros y tubos que precisaban. Algunas de las conexiones no eran posibles, porque la planta baja se usaba generalmente como ala de urgencias y carecía de las entradas adecuadas para las máquinas de soporte vital que les eran tan esenciales, pero Frank hizo un buen trabajo, ¡vaya que sí!, cortando manguitos y tendiendo cables por la fachada. Trabajó duro, y cuando hubo terminado, todavía quedaron cosas que hacer; ajustó los generadores que se ponían en marcha cuando la electricidad fallaba y que también eran su responsabilidad, entre otras cosas, limitando el circuito a las zonas que la doctora le indicaba. Con eso consiguió dejar el resto del edificio sin corriente. Frank explicó a la doctora Lynn que eso haría que los soportes vitales estuvieran funcionando al menos dos o tres días más sin que tuvieran que preocuparse del combustible, y la doctora Lynn sonrió, radiante. Le felicitó y hasta le dio un abrazo, y aunque Frank se daba cuenta de que no volvería a ver un sobrecito con su paga como todas las semanas ni volvería a comprar en Simply Save, no le importó en absoluto.

—A lo me-mejor es la policía —aventuró Frank.

Le hubiera gustado pensar en otras posibilidades, decir algo
inteligente
que impresionara a la doctora, pero no se le ocurría ninguna otra cosa. Frank no era bueno pensando. Eso era algo que su santa madre (que se fue al cielo a reunirse con el señor Weidler hacía ya la friolera de quince años) le dejó bien claro desde los días de colegio.

Frankie, no sé qué fue mal en el horno de tu madre, pero saliste con media sesera, y por si eso no fuese bastante malo, me temo que esa media sesera es la única herencia que recibirás de tu padre, que nunca fue demasiado brillante tampoco. Así son las cosas y así lo quiere el Señor. Así que tendrás que espabilarte si en el futuro quieres tener un plato de comida caliente y un retrete donde enviarla de vuelta al mar. Voy a sacarte de esa escuela y enviarte a que aprendas un oficio sencillo, pero honrado. Trabajarás con las manos, ya que el señor no ha querido que te ganes la vida con la cabeza.

—¡Bueno, ya veremos! —dijo la doctora, sacándole de sus recuerdos—. Si alguien se abre paso hasta aquí aunque sea a tiros, será bienvenido, y si ese alguien consigue sacarnos a todos, entonces hasta podría decir que ha sido un buen día, después de todo.

Frank asintió con gravedad.

—Gracias otra vez, Frank. Eres un encanto. Voy a ver cómo están los pacientes. ¡Luego te veo!

Frank quiso decir algo, pero las palabras se le agolparon en la garganta y fue incapaz de decir nada. Su tartamudeo ya era malo en circunstancias normales, pero cuando se ponía nervioso degeneraba hasta el extremo de dejarle prácticamente mudo. Tragó con esfuerzo y se limitó a mirar cómo la doctora se alejaba por el corredor, sonriendo.

Se quedó allí, mirando a través de los cristales esmerilados de lluvia. La calle oscura y vacía estaba preñada de cierta nostalgia, y por unos momentos, Frank disfrutó de la escena sin pensar en nada más.

—Que me jodan —soltó Sapkowski, detenido al final del callejón que habían venido siguiendo desde hacía unos minutos. Gramps se adelantó hasta él y echó un vistazo para averiguar de qué estaba hablando.

Se trataba de un hospital. Así lo atestiguaban unas enormes letras blancas que llenaban la marquesina sobre el porche de la entrada. Decían:
«Clearance Meadows Hospital
». Unas anchas escaleras de tres peldaños (con la reglamentaria rampa) conducían a dicha entrada, donde se vislumbraba algo de luz a través de los cristales de la puerta. Luz eléctrica, sin duda, nada de velas; y había luz también en algunas de las ventanas del primer piso.

—¿Qué pasa? —preguntó Gramps.

—Un hospital —dijo Sapkowski—. Y mira, tienen luz.

—Es un hospital, coño —exclamó Gramps—. Deben tener generadores propios.

Sapkowski chasqueó la lengua.

—Ah, joder.

Helm y Dempsey se unieron a ellos y echaron un vistazo rápido. Helm, con su pequeño tamaño, tuvo que desplazarse a un lado para poder ver lo que ocurría.

—¡Un hospital! —exclamó Dempsey.

—Un puto hospital, sí —masculló Gramps.

Pero estaba ya escudriñando la escena para ver qué ruta tomarían. La calle era ancha y delante de la puerta del hospital el asfalto formaba una especie de badén donde el agua se arremolinaba tumultuosa. Las alcantarillas ya no eran capaces de drenar más agua y ésta escapaba bulliciosa, desplegando un sonido burbujeante. Una de las tapas había sido arrastrada por el agua y había quedado tendida varios metros más allá. Tendrían que tener cuidado, se dijo, si no querían caer por uno de esos agujeros.

—¿Habrá gente dentro? —preguntó Dempsey.

—No lo creo —opinó Sapkowski. La ciudad fue evacuada. Imagino que las autoridades transportaron a los enfermos.

—¡Seguro! —dijo Helm.

—Pero igual todavía queda alguien —musitó Dempsey.

—¿A quién coño le importa? —gruñó Gramps, torciendo el gesto. Cuando se ponía así, el labio superior se plegaba y adquiría un aspecto canino—. No es nuestro puto problema.

—Vamos, Gramps —dijo Sapkowski en voz baja—. Dale un respiro.

Dempsey, con ese mínimo apoyo, vio la oportunidad de plantarse.

—Diría que nos enviaron aquí para garantizar la seguridad de la gente —exclamó.

—Oye —saltó Gramps—. Me parece que esa parte de la misión pasó a la historia. No recuerdo que quedara nadie en el puente cuando los cangrejos nos hicieron un sandwich. Así que fin de la misión. Ahora vamos a reunimos con nuestra unidad, y eso es todo lo que vamos a hacer hoy.

—Podríamos echar un vistazo —opinó Sapkowski—. Sólo echar un vistazo. Nos aseguramos de que no queda nadie, tío, y nos vamos.

—¿Y si queda alguien, niño listo? —bramó Gramps, acercándose a él. Unas finas partículas de saliva volaron por el aire, pero se confundieron rápidamente con el agua de lluvia—. ¿Qué hacemos, nos lo llevamos con nosotros?

—Si queda alguien, tomamos nota e informamos cuando volvamos con los nuestros. Alguien se ocupará de ellos.

Gramps pareció tranquilizarse con ese comentario, al menos un poco. Se quedó quieto, resoplando bajo la lluvia, barajando sus posibilidades. La idea no le gustaba en absoluto, pero podía percibir que sus tres compañeros no iban a desistir. Seguramente, era algo que querían hacer como expiación por haber salido corriendo en la contienda del puente. Algo que necesitaban.

—Tengo un mal presentimiento —susurró.

—Tú siempre tienes malos presentimientos —exclamó Sapkowski. Helm agachó la cabeza para reír por lo bajo.

—Coño —soltó Gramps después de unos segundos. Sacudió la cabeza y, sin añadir nada más, arrancó a andar hacia el hospital. Caminando tras él, Dempsey recuperó su sonrisa.

Frank frotó sus pequeños ojos de color madera. ¡Bueno, si había habido algún momento en los últimos años en los que había necesitado que alguien le pellizcara, era ése! Si no se había quedado dormido contemplando la lluvia, juraría que estaba viendo a un hombre cruzar la calle. Y no un hombre cualquiera. A juzgar por el arma que llevaba en las manos y el casco, era un soldado.

¡Un soldado del ejército americano, un marine!

Frank empezó a balbucear. Muy rápidamente, otros tres hombres aparecieron en escena, y entonces experimentó una repentina sensación de euforia. ¡Estaban llegando, por fin venían a por ellos!

Se alejó por el pasillo para dar la noticia, y a pesar de su edad, uno hubiera podido jurar que trotaba.

—¡Do-doctora L-lynn, doooooctora Lynn! —gritaba Frank—. ¡Y-ya v-vieeenen!

La doctora Lynn se apresuró a salir a su encuentro. La mayoría de los pacientes estaban dormidos o sencillamente descansando, y muchos de ellos lo habían conseguido por medios naturales, sin sedantes. La doctora tenía la opinión de que el cuerpo trabajaba mejor cuando se le dejaba actuar sin nada que entorpeciera su labor curativa natural.

—¿Qué pasa, Frank? —preguntó. Tenía las dos manos levantadas con las palmas expuestas.

—Do… doctora Lynn —dijo Frank, que había reconocido el gesto y bajado un poco el tono de voz—, ¡ma-maaarines a-americanos!

—Cálmate, Frank—pidió la doctora, confusa—. ¿De qué marines estás hablando?

—¡Loo-os he visto p-por laa ca-calle, d-doctora! —explicó Frank, lleno de entusiasmo—. ¡Vi-vienen hacia a-aquí!

La doctora abrió mucho los ojos, intentando asimilar la información. Puso una mano en el pecho de Frank (que lucía su habitual mono verde de trabajo) pero no dijo nada; se limitó a dirigirse hacia la salida del pabellón dando grandes zancadas, llena de expectación. Para cuando llegó a la entrada principal, seguida de algunos de los otros internos que había ido encontrándose por el camino, casi esperaba encontrar a un grupo de sonrientes soldados, vestidos con impecables uniformes y arrastrando inmaculadas camillas blancas. Pero allí no había nadie. Las puertas de cristal estaban delante de ella, recorridas por surcos de agua, pero solitarias y frías, como bañadas por un lastimero tinte gris marengo.

—Vamos… —susurró la doctora, con la cara todavía iluminada por una chispa de esperanza.

Pero las cosas, como suele suceder, se desarrollaron de una forma muy diferente a como se habían dibujado en su cabeza.

Al principio no supieron de dónde vino el sonoro crujido; fue Dempsey, viendo cómo evolucionaba el agua arremolinada en el asfalto, quien comprendió en primer lugar que algo iba mal. Fue como si alguien hubiera quitado un tapón: la piscina empezó a desaparecer rápidamente, levantando un sonido parecido al de una cascada.

—¡Que me jodan! —fue todo lo que alcanzó a decir.

Gramps se detuvo en el acto, encogiéndose sobre sí mismo. Rápidamente se había llevado el rifle a la cadera, preparado para disparar, pero no se preparó para la amenaza que se le venía encima.

Por fin, un segundo crujido hizo que gran parte de la calle se estremeciera. Gramps, que estaba más cerca de la piscina, tuvo que proyectar sus manos hacia delante para no caer; en el último momento pudo clavar la rodilla en el suelo, que protestó de forma dolorosa emitiendo lo que le pareció una explosión blanca. Unos segundos después, parte del asfalto y la tierra que lo sustentaban cedían estrepitosamente. El agua se deslizó en cascada hacia el nivel inferior: una especie de túnel ancho que quedó al descubierto tras el derrumbe.

Helm dejó escapar un grito ahogado.

—¡Me cago en la puta!

Estaba incorporándose y ajustándose el casco sobre la cabeza (porque le venía un poco grande, como todo lo demás) cuando Gramps, sin previo aviso, empezó a disparar.

Lo que quedaba del personal del Clearance Meadows se detuvo ante la puerta, sobrecogidos por el ruido que acababan de escuchar. El sonido había sido lo suficientemente inesperado y fuerte como para que se encogieran sobre sí mismos, con el corazón galopando en sus pechos; había sonado como si una de las fachadas de algunos de los edificios se hubiera desplomado delante de la entrada del hospital.

La doctora Lynn contuvo la respiración, pero después de unos segundos se adelantó para abrir la puerta.

—¡Por Dios, no! —exclamó una de las enfermeras. Lynn la miró brevemente por encima del hombro y vio al momento que el pánico danzaba furibundo en sus ojos, pero ésta terminó su movimiento de todas maneras y empezó a empujar las puertas.

—¿Pero qué…? —empezó a decir Dempsey, pero tan pronto siguió con la mirada la línea de disparos de Gramps, el sonido de su propia voz se ahogó en su garganta.

Era uno de esos monstruos, moviéndose trabajosamente entre la tierra y los escombros, como si el derrumbe le hubiera pillado desprevenido. Los proyectiles arrancaban pequeños chispazos de la coraza, y aunque la lluvia la limpiaba rápidamente, ésta se encontraba tan completamente cubierta por una película cenicienta que casi parecía una criatura diferente.

De pronto, un sonido cercano le hizo dar un respingo. Eran Sapkowski y Helm, que habían empezado a abrir fuego, y las ráfagas empezaron a tronar en la quietud de la calle. Las ráfagas eran bastante certeras, pero el monstruo, aparentemente indiferente a los proyectiles, seguía emergiendo poco a poco de entre los restos del derrumbe, apartando las rocas caídas como un coloso. Dempsey quiso unirse a ellos, pero entonces percibió algo entre la lluvia torrencial; algo más se movía en el socavón, haciendo estremecer la tierra.

—Mierda. —Soltó Sapkowski—. ¡Mierda!

Dempsey ya había vivido esa escena antes, en la granja que su padre tuvo durante algún tiempo, cuando era pequeño. En verano, las hormigas llegaban a ser un auténtico problema y él contribuía jugando a localizar sus pequeños agujeros y destruyéndolos, hurgando con un palito. A menudo pasaban unos segundos de aparente triunfo, pero invariablemente, los pequeños insectos terminaban emergiendo, asomando sus diminutas cabezas por entre la tierra, sucias y empolvadas.

Allí estaba pasando lo mismo. Era como si un palo invisible hubiera descubierto un hormiguero, y las Rocas Negras estuvieran abriéndose camino para salir a la superficie.

Sólo que no es un hormiguero
, pensó en un momento de revelación.
Sino cloacas. Se mueven por las cloacas, y sospecho que ahora sé el motivo por el que ya no tragaban más agua…

Miró al suelo que pisaba, y de pronto tuvo la sensación de estar sentado sobre un barril de pólvora. La alcantarilla que había quedado al descubierto trazaba una línea recta hacia su posición, justo debajo de la carretera. Era como si, en cualquier momento, ésta pudiera derrumbarse también, arrojándolos a un hervidero de pinzas y enloquecedores ojos rojos. Su imaginación le mostraba escenas que le hacían quedarse congelado de puro pavor; casi podía ver esas arterias subterráneas llenas de criaturas que caminaban silenciosas bajo la ciudad, avanzando veloces por las áreas medio inundadas con algún destino desconocido.

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