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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, #Terror

La hora del mar (47 page)

BOOK: La hora del mar
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Thadeus apretó los dientes. Pensó en toda la gente que debía haber muerto en el ataque, cayendo sin remedio entre los derrumbes o por las explosiones que luego debieron sucederse, o víctimas de la violencia de aquellas criaturas. No sabía cuántos habitantes pudo haber tenido la ciudad, pero cualquier cifra en la que pensara era suficiente como para hacerle estremecer. ¿Trescientos mil habitantes? ¿Quinientos mil? ¿Algo más que eso? Experimentó un mareo repentino, como si la cifra le hubiera golpeado en la cabeza. Y luego, cuando consideró que eso mismo podría estar pasando en todo el mundo, se dio cuenta realmente de la magnitud de lo que estaba ocurriendo. Era abrumador, demasiado para que pudiera soportarlo. Tuvo un flash con una imagen neblinosa que se perfiló en su mente: un viejo cuadro del artista Peter Brueghel llamado
El triunfo de la Muerte
. Su obra le gustaba casi tanto como la de El Bosco, pues sus estilos eran muy parecidos. Su cabeza había hecho la conexión inesperadamente; sólo tuvo que cambiar al esqueleto arquetípico de la Parca por unas criaturas negras provistas de unas descomunales pinzas.

Sus rodillas se doblaron, y tuvo que sentarse en el suelo para no caer. El aire mismo abrasaba, como si estuviera incendiado; le costaba respirar. Las lágrimas brotaron abundantes, y el biólogo, que había dedicado su carrera al estudio de la Vida, se entregó a un llanto silencioso y desconsolado en mitad de un páramo de muerte.

No tuvo forma de saber cuánto tiempo había permanecido allí sentado, pero después de enjugarse las lágrimas, comprobó que tenía la frente y las mejillas ardiendo. También el cabello, que empezaba ya a ralear en la coronilla, estaba demasiado caliente. Entonces se incorporó, y dedicó un tiempo a inspirar y respirar profundamente. Comprobó que ahora se sentía mejor. Había sido duro, claro que sí, pero el llanto le había hecho mucho bien.

Se encontró mirando la cubierta de los prismáticos, que colgaban inertes de su cuello. Entonces se incorporó, y se enfrentó otra vez a aquella desolación espantosa. Al menos, se dijo, no había a la vista ninguno de aquellos horrorosos bichos. Si podía asegurarse de que era así en todo el perímetro alrededor del edificio, quizá podría construir alguna especie de muleta para Rebeca y aventurarse a caminar hacia el norte, siguiendo la autovía.

Se llevó los prismáticos a la cara y oteó el horizonte. Tuvo que morderse el labio inferior para no sentir de nuevo la desazón, porque ahora podía espiar todos los tenebrosos detalles que escondía aquel panorama horrible con pavorosa minuciosidad. Vio un brazo sobresaliendo inerte del interior de un coche. La sangre había resbalado hacia el dedo índice y dejado un pequeño charco oscuro en el suelo. Vio miembros amputados y trozos sin forma que podían haber sido
carne
, pero que el sol había oscurecido hasta hacerlos irreconocibles. Vio muchas otras cosas horribles, hasta que ya no pudo más y tuvo que levantar la vista para buscar más lejos, en la línea del horizonte.

Y entonces se topó con ello.

Al principio malinterpretó lo que veía, y su corazón se encogió como si un puño de hierro invisible lo hubiese apresado. Era una especie de montículo que sobresalía en el centro de la ciudad, sólo que era oscuro como el caparazón de un escarabajo y tenía su misma textura. Además,
cimbreaba
, como si tuviera vida propia. Pero no se trataba de un espectacular insecto gigante, como había temido, sino de centenares, probablemente miles de ellos, salvajemente apilados unos sobre otros. Nervioso como estaba, hizo un esfuerzo por mantener el pulso estable y recurrió a la barandilla para apoyar los codos, luego se concentró en la imagen.

Definitivamente eran aquellas cosas, las armaduras negras, los artrópodos demenciales, formando una especie de montaña. Luego descubrió que en realidad estaban encaramados en un monte que ya existía, porque vio árboles y vio una ladera todavía descubierta. Eso le tranquilizó. Un poco.

Frunció el entrecejo mientras movía los prismáticos hacia uno y otro lado, intentando comprender lo que pasaba allí. Era como observar un montoncito de azúcar que uno ha dejado inadvertidamente en el suelo; se llena de hormigas tan por completo que el azúcar desaparece bajo la masa oscura. Allí pasaba lo mismo.

¿Qué hay allí que les interesa tanto?
, se preguntó.

Sabía, por su formación, que algunos animales se amontonaban unos sobre otros por pura sociabilidad, y que algunos insectos hacían lo mismo para protegerse del entorno, ofreciendo desde la distancia una forma heterogénea que despistaba a depredadores como los pájaros. Pero también sabía que ciertos comportamientos escapaban aún a la comprensión del ser humano. Uno de esos grandes enigmas que existían todavía en el estudio del comportamiento animal, como, por ejemplo, el modo en que los grandes grupos de peces y aves se sincronizan cuando forman bandadas. ¿Cómo decidían los grandes bancos de peces a dónde iban? ¿Cómo conseguían los estorninos aquellos increíbles vuelos, formando fantásticas figuras en grupos de miles de ejemplares, para dirigir su coreografía?

Y cabía otra posibilidad.

Esa idea le sobrevino como si le hubieran abofeteado. Quizá estaba dando por supuesto que se enfrentaban a animales inferiores, desprovistos de inteligencia, o al menos, de una inteligencia tan desarrollada como la de los seres humanos. No había podido evitarlo; era algo cultural, heredado de millones de años de pura egolatría, pero… ¿y si no era así?

¿Y si siguen un plan?

Sintió un escalofrío.

—Bueno, eso complicaría las cosas —dijo de pronto.

Su propia voz le hizo pestañear. Solía hablar solo cuando estaba embarcado en alguna campaña marina, sobre todo en las largas y solitarias sesiones de trabajo en los laboratorios; era una forma tan buena como cualquier otra de preservar algo de cordura. No recordaba, sin embargo, haberlo hecho nunca en tierra firme, pero supuso que las circunstancias lo excusaban.

Miró de nuevo, intentando descubrir algo más. La distancia que le separaba del monte era grande, y la visibilidad no era buena, ni siquiera con prismáticos. Había cierta calina, y el polvo en suspensión tras los derrumbes impedía ver con nitidez, pero aun con todo descubrió también una especie de tubos oscuros que parecían pulsar lentamente, como si respiraran. Los edificios en primer plano también le impedían ver, pero parecía que aquellos tubos surgían desde el nivel de la calle y luego se extendían por la falda del monte.

—Fascinante… —exclamó.

Siguió uno de esos tubos hasta arriba, y entonces se quedó mirando fijamente, casi sin atreverse a respirar para no perder lo que estaba enfocando. Miró y miró, y tardó todavía un rato en comprender lo que estaba viendo.

—Oh, Dios mío…

Eran paredes verticales. Las criaturas las recorrían de arriba abajo con movimientos frenéticos y por eso se le había pasado por alto, pero eran paredes perfectamente verticales, hechas de un material asombrosamente parecido al de las propias criaturas. Y en su parte superior, sustentada por una serie de contrafuertes, se empezaba a esbozar lo que podría ser una especie de cúpula. Una cúpula de unas dimensiones considerables.

—Están construyendo algo —dijo al fin, perplejo, pero su voz sonó demasiado grave y extraña; justo cuando se proponía carraspear para aliviar la sequedad de su garganta, una explosión blanca anegó todo su campo de visión.

¡BUM!

Thadeus dejó caer los prismáticos y luego se derrumbó hacia un lado; se golpeó contra la barandilla y rebotó hasta el suelo, donde su cabeza golpeó con un sonido escalofriante.

Y luego no supo más.

24 - Clearance Meadows

Los disparos restallaban en medio de la oscuridad, llenando la noche de fogonazos blancos. Los casquillos vacíos saltaban por los aires, calientes, y caían al suelo produciendo un tintineante ruido metálico. El retroceso de los fusiles ametralladores golpeaba en los hombros de los soldados como pequeños martillos hidráulicos, y la lluvia resbalaba desde sus cascos, dificultándoles la visión.

El sargento Josh Cothran estaba sufriendo una crisis. Había comprobado cómo las Rocas Negras ganaban progresivamente terreno, tanto delante como detrás, y de alguna forma, convencido de que no había nada que él o sus hombres pudieran hacer, se había desconectado de la realidad. El avance de los invasores era de hecho lento pero constante. Los que caían iban tapizando el suelo con sus cuerpos, pero sus compañeros los superaban sin problemas pasándoles por encima.

Estas criaturas son todas idénticas—
, pensó.
Es el comunismo integral.

El puente estaba bloqueado y no había forma de regresar hasta la línea cero, así que había instruido a sus hombres para que abrieran fuego. Ahora, simplemente, disparaba (sin mucho tino) y esperaba que todo terminara, con una extraña sensación de irrealidad velándole todo pensamiento consciente. Como profesional en la carrera militar, había leído muchas veces las palabras «Morir por la Patria», pero ahora que se le presentaba la oportunidad, estas mismas palabras parecían brillar en su mente con letras ígneas, tan vividas que casi podía sentir su intenso calor.

Pero entonces, la voz de uno de sus soldados le sacó de su suicida ensoñación.

—¡Detrás! ¡Vienen por detrás!

Los soldados se giraron, descubriendo con infinito horror que un elevado número de aquellos monstruos se acercaba a ellos. Parecían trotar mientras se desplazaban, descendiendo a través de la carretera y las zonas verdes, y cubriendo sus cabezas hendidas con aquellas pinzas espantosas. Con los contrastes de la noche, su aspecto era todavía más amenazador, y sus pequeños ojos rojos parecían brillar con una intensidad espeluznante.

—¡Detráaas! —gritaban unos y otros.

—¡Cubrid la puta retaguardia, coño!

El jaleo fue tremendo. Los soldados intentaban cubrir ambos flancos y se giraban continuamente. Como resultado, las criaturas que habían estado conteniendo empezaron a avanzar más rápido.

—¡Los tenemos encima! —bramó Sapkowski, y tanto Helm como Dempsey, que estaban a su lado, descubrieron que esa afirmación era una pavorosa realidad.

—¡Sargento! —chilló alguien.

Cothran, que estaba todavía disparando como un autómata, pestañeó. Tenía a aquellos seres tan endiabladamente cerca que se sorprendió fijándose en detalles como los pequeños bultos que poblaban sus caparazones; eran similares a los de algunos cangrejos que solía cazar cuando era niño, sólo que entonces los metía en un viejo cubo de plástico y los cocían para la cena.

¿Me dolerá?
, se preguntó de pronto. Y la pregunta, que había aparecido misteriosamente en su mente, le hizo envararse.
Cuando esas pinzas corten, ¿dolerá? ¿Será rápido? Y si me cortan un brazo o una pierna y me dejan desangrándome en el suelo, ¿cuánto tiempo durará la agonía? ¿Y si me pasan por encima, cuánto pesan esas cosas?

—¡Sargento, tenemos que salir de aquí! —chilló Dempsey.

Cothran asintió, pero sin mucha energía. Dempsey debió ver algo en su expresión, porque empezó a sacudirle del brazo.

—¡Sargento! ¡Sargento! ¡Allí, sargento! ¡Allí hay una salida!

Confuso, Cothran miró donde le señalaba, y entre las tinieblas de su bloqueo mental, vislumbró una especie de boca oscura y ominosa que se abría entre dos edificios, húmeda y amenazante. Sólo que no era una boca, sino un callejón estrecho que se le había pasado por alto completamente. De pronto, su corazón dio un salto en su pecho.

—Replegaos —graznó. El agua de la lluvia resbaló desde sus labios—. Re… ¡Replegaos!

Sapkowski asintió complacido. Había empezado a pensar que habían perdido al sargento.

—¡Mooooveos! —gritó—. ¡Replegaos, replegaos hacia el callejón!

La orden se propagó entre los soldados. Algunos de ellos no lo tenían tan claro: si dejaban de presionar con sus ráfagas y echaban a correr hacia el callejón, los monstruos se les echarían encima. Los habían visto correr en los vídeos que les pusieron en el cuartel, antes de la movilización general. El oficial a cargo del
briefing
había estimado que podían correr a una velocidad digna de un campeón olímpico.

—¡Son demasiados! —gritó alguien.

—¡Los tenemos encima!

—¡Replegaos, coño! —Chilló Sapkowski.

Caos.

Algunos de los soldados abandonaron sus puestos y echaron a correr, otros empezaron a retroceder sin dejar de disparar, y algunos se quedaron inmóviles donde estaban. Estaban chillando, pero sus gritos no se percibían con los atronadores sonidos de las ráfagas.

Uno de los soldados, que apenas contaba veintidós años, se quedó lívido cuando el fusil reaccionó con un sonoro
click
. Ése había sido el último cargador. Miró hacia delante y sus piernas flaquearon cuando se encontraron con la enorme mole de uno de los monstruos. Casi podía percibir el olor a marisma y el rebufo del aire que su movimiento generaba cuando avanzaba. Al dejar de disparar, la Roca Negra apartó las pinzas de su cuerpo y un par de ojos enloquecedores, de un tono rojo intenso, brillaron como las agonizantes estrellas en el cielo.

El soldado dijo algo, pero un rápido movimiento ahogó sus palabras trocándolas en un cloqueo ininteligible. Las pinzas se cerraron en torno a su cara con un crujido desgarrador. El casco salió despedido hacia arriba, como el corcho de una botella de champán, y la espuma roja manó abundantemente.

—¡Replegaos! —bramó Sapkowski.

Un tirón del brazo le hizo mirar hacia atrás. Era Helm, con los ojos despavoridos y una expresión de terror grabada en su rostro.

—Corre, estúpido —escupió.

Sapkowski miró hacia la línea de contención por última vez. Sus compañeros empezaban a caer. Las armaduras golpeaban, embestían, y las pinzas cortaban con una facilidad inexplicable. Una de ellas lanzó su formidable pinza hacia delante, como un ariete monstruoso, y se introdujo en el tórax de uno de los hombres. Emergió, triunfante, por la espalda. Luego, la criatura agarró las caderas del soldado con la pinza libre, cerrándola alrededor como una demoniaca tenaza, y levantó el brazo con un movimiento despiadado, como el de una catapulta. El soldado se partió literalmente en dos. El sonido del desgarro hizo que Sapkowski se encogiera sobre sí mismo. Lo conocía bien. Se llamaba Gunnar y tenía dos hijos, dos varones pelirrojos atiborrados de pecas. Sapkowski se quedó mirando ambos trozos, con la mandíbula inferior tan distendida que parecía unida al cuello: estaban conectados por una ristra de intestinos que relucían lúgubremente bajo la lluvia como un extraño cordón umbilical, y por ellos resbalaba toda suerte de fluidos vitales.

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