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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, #Terror

La hora del mar (43 page)

BOOK: La hora del mar
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Allí, un millar de pinzas trabajaban afanosamente en desmontar el castillo. Empujaban, golpeaban, cortaban, desmenuzaban, desarmando la antigua fortaleza como si de un complicado juguete de construcción para niños se tratase. Las antiquísimas torres caían con estrépito, las murallas perdían altura a un ritmo frenético y las piedras que sobraban eran arrojadas ladera abajo, donde tronchaban los antiguos árboles, haciéndolos caer. El estruendo era insoportable, pero no quedaba nadie allí para atestiguarlo. En los lugares donde los trabajos estaban más avanzados, las Rocas Negras empezaban a describir círculos similares a los que las abejas emplean para comunicar a sus compañeras la existencia de un nuevo y prometedor vergel de flores. Por fin, cuando alguna encontraba su hueco, se encogía sobre sí misma y se replegaba, regresando al estado inmóvil que recordaba tanto a los primitivos monolitos de piedra. Lo hacían de tal forma que quedaban como soldadas, sin huecos entre una y otra.

Poco a poco, las criaturas así apiñadas iban conformando una suerte de nueva fortaleza, sólo que ésta era oscura como la obsidiana y aún más dura, y empezaba a recortarse contra el horizonte como una ciudadela monstruosa, deforme e imposible. Muy bien pudiera haber sido aquélla la pesadilla arquitectónica que Tolkien vislumbró entre sueños para el país de Mordor, donde Sauron tejía oscuros planes de conquista.

Las criaturas construían, sí, pero con qué finalidad era algo que nadie, en todo el mundo, sabía todavía.

La contienda al norte de la ciudad no iba muy bien. Pese al esfuerzo de la artillería y los vehículos blindados, la línea de ataque avanzaba lenta pero inexorablemente.

Habían tenido que reducir el ángulo de disparo varias veces, porque el enemigo había superado la autovía. Esta había quedado reducida a un montón de bloques de hormigón, asfalto triturado y hierros retorcidos, pero eso parecía no detener a las criaturas. ¿A cuánta distancia estaban ahora?

Trescientos metros, todo lo más. Eso son doscientos veinte metros antes de que perdamos la capacidad de usar nuestros proyectiles
. Desde su privilegiada posición, Benjamín Fraguas (Ben para los amigos,
Obi Wan
para su círculo de colegas más íntimos) oteaba ese dantesco horizonte con sus prismáticos. Sólo Dios sabía cuántos de aquellos monstruos habían sido reducidos a un montón de pedazos viscosos bajo el castigo destructor de los proyectiles y las ametralladoras, pero aun así seguían apareciendo más. ¿Cuántas toneladas de munición se habían invertido? ¿De cuántas disponían todavía? Y lo que más le preocupaba: ¿cuántos de aquellos bichos quedaban aún en la trastienda?

—Grupo Foxtrot, ajusten menos tres grados —dijo a su comunicador.

—Foxtrot, menos tres grados. Roger —contestó una voz.

Ben se llevó los prismáticos a la cara y volvió a echar un vistazo. A su lado de defensa, los chicos de la Legión esperaban apostados. Se habían pertrechado tras algunos de los carros y habían dispuesto rudimentarias trincheras donde aguardaban, cuerpo a tierra, con sus fusiles y rifles. Ellos eran la línea de defensa en caso de que el enemigo consiguiera traspasar el fuego de los morteros y los carros blindados. Tenía un par de amigos en el cuerpo y sabía que habían sido entrenados a conciencia: tipos duros, adiestrados psicológicamente para ejercer de fuerzas de choque y enfrentarse al peligro de la muerte, pero no le gustaría estar en su pellejo cuando tuvieran que enfrentarse a las pinzas y todo lo demás.

En ese momento, los morteros caían sobre la caterva de bichos con las correcciones que había encargado. Las descargas los hacían explotar como si fueran de porcelana.
¡Bingo!
, canturreó en su mente. Una de las monumentales pinzas cayó en primer término sobre su línea de visión y se quedó clavada en el suelo, donde se sacudió durante unos segundos como un signo de advertencia o una amenaza de muerte.

Ben tragó saliva. Miró un poco más lejos, y entonces dio un respingo. Allí, entre el humo, le había parecido ver una especie de serpiente moviéndose entre los edificios. El polvo y la distancia apenas le habían permitido vislumbrar la escena, pero estaba bastante seguro de lo que había visto.

Sólo que, de ser cierto, teniendo en cuenta la distancia, la serpiente debe de medir unos cuantos cientos de metros… No. No es una serpiente
, se dijo a continuación.
Es un tentáculo. Es un jodido tentáculo.

Ahora lo vio pasar otra vez, moviéndose con rapidez entre los edificios: apenas una mancha gris que…

No, espera. No es un tentáculo. Es… ¡Es un puto camión!

Ben apartó los prismáticos de la cara. Por un momento pensó que el casco le estaba friendo los sesos. Demasiado calor, y eso que la mañana no había avanzado demasiado todavía. Se había hidratado como le habían enseñado, pero obviamente algo iba mal porque los camiones no…

Un proyectil de aspecto metálico salió volando por entre la neblina. Ascendió hacia el cielo describiendo una órbita elíptica y comenzó a ganar velocidad a medida que caía de nuevo. Mientras evolucionaba en el aire, acercándose, Ben tuvo que contener un grito de asombro: era sin ningún género de dudas un camión, un modelo antiguo con el compartimento de carga integrado. Mientras caía, tuvo tiempo para fijarse en detalles como que el frontal de la cabina estaba abollado, y que la rueda delantera sobresalía hacia fuera. Con febril fascinación, pensó que se parecía a un diente tronchado después de un golpe.

Luego, el camión se estrelló.

Impacto directamente contra una batería de cañones montados sobre vehículos oruga. Los poderosos tubos se colapsaron, desapareciendo literalmente bajo el amasijo de hierro como si un mago los hubiera ocultado bajo su sombrero. Después explotaron violentamente. Trozos de las formas y tamaños más dispares salieron despedidos envueltos en brillantes llamaradas, alcanzando otros vehículos. Las explosiones en cadena se sucedieron alrededor.

Ben se puso en pie instintivamente. En una situación de combate normal, ese acto reflejo podría haberle provocado la muerte instantánea, pero en aquella batalla no había disparos por parte del enemigo.

Miró en dirección a ellos.

Por lo menos hasta ahora.

Y como para subrayar ese pensamiento, tres proyectiles más sobrevolaron la zona intermedia hacia los tanques desplegados. Uno al menos era una furgoneta y los otros eran más pequeños: utilitarios normales. Mientras se precipitaban por el aire, los blindados empezaron a maniobrar, haciendo funcionar sus orugas. Ben sabía que, mientras se movían, no podrían disparar, y si bajaban el ritmo con que habían estado castigando a sus enemigos, éstos avanzarían aún más rápido.

—Oh Jesús… —dijo, sin poder contenerse.

Y mientras uno de los coches aplastaba un grupo de legionarios que salían corriendo hacia retaguardia haciendo brotar una fina lluvia roja como si la hubieran rociado con un pulverizador, Ben notó que una lágrima resbalaba por su mejilla.

El general de brigada Estévez se giró para ver qué era lo que estaba causando tanto revuelo entre sus hombres. No llegó a tiempo para ver cómo lanzaban el camión, pero sí vio las explosiones. Y desde luego, vio también cómo los coches volaban por el aire. No daba crédito a lo que ocurría.

Unos dos años antes estuvo destinado en un campamento de experimentación en Inglaterra. Estaban experimentando con una rudimentaria catapulta que pesaba unas cuarenta toneladas en total y contaba con un peso muerto de veintitrés toneladas. Fue algo que hicieron más como diversión para los muchachos que como prueba científica, por supuesto, pero el cacharro cumplió su propósito. Lanzaron todo tipo de cosas mientras bebían Shandy, ponche caliente y cerveza tibia, y fue un estupendo día de asueto para unas tropas que habían estado entrenando duro durante semanas.

Algunas de las cosas que lanzaron fueron unos coches que alguien hizo traer de un desguace. Debían de pesar unos mil trescientos kilos, pero sólo pudieron hacerlos llegar a unos cuarenta metros de distancia, como máximo. Resultó que los coches no estaban diseñados para ser lanzados: eran demasiado ligeros y tendían a perder velocidad rápidamente cuando giraban en el aire y el techo ofrecía resistencia. Un poco más tarde, sin embargo, lanzaron un bloque de hormigón armado de unos mil kilos. Para sorpresa de todos, el bloque ascendió hasta una altura similar a la de un edificio de dieciséis plantas; aún recordaba las bocas abiertas y los ojos estupefactos a medida que el fenomenal bloque ascendía a toda velocidad. Cuando cayó, levantó una nube de polvo tan grande que el oficial al mando ordenó cesar los lanzamientos.

Aquellos coches, sin embargo, volaban como auténticos misiles. Pequeños trozos de carrocería y partes mecánicas que se desgarraban de los bajos salían despedidos y se quedaban atrás en el aire, debido a la intensa fricción. Estévez sabía que el ejército había estado trabajando en armas sofisticadas, tan avanzadas que aún eran ciencia-ficción. Cosas como los cañones Gauss, basados en electroimanes, y los de Riel, que funcionaban con campos magnéticos, tenían una fuerza y un alcance realmente impresionantes, pero no creía que fuesen capaces de obrar un prodigio semejante.

Pero entonces, los coches cayeron con un estrépito infernal, y lo hicieron directamente sobre sus hombres. Estévez abandonó sus ensoñaciones dando un brinco. Abrió la boca para proferir un grito, pero su garganta no emitió ningún sonido. El metal extendió los cuerpos de los legionarios sobre la tierra como si fuesen mantequilla, rebotó hasta seis veces y, finalmente, se incrustó en la tierra como lo hubiera hecho un meteorito.

Ya no tenía que creer nada. Sencillamente, estaba pasando. Entonces respiró hondo, se caló el casco con una mano, y empezó a dar órdenes.

El teniente Guerrero estaba viendo cómo los cañones se entregaban a la tarea de escupir fuego con una cadencia pavorosa. Un humo negro y espeso empezó a brotar de las llamas, creando una columna oscura que empezó a cubrirlo todo. El olor llegó hasta él con extraordinaria rapidez: olía a gasolina, pero también a plástico quemado. No podía creer lo que estaba pasando. Se había frotado los ojos hasta que la evidencia resultó tan obvia que no pudo evitarla más. ¿Había sido un camión? ¿Les habían tirado un camión?
¡Un puto camión de mierda!
Aquellos… Aquellos cangrejos prehistóricos no podían ganarles con argucias tan primitivas y estúpidas. No lo consentiría, de ninguna de las maneras.

Giró la cabeza para mirar al puesto de oficiales. El gilipollas del general estaba mirando los fuegos artificiales con la boca abierta, como si esperase que alguien se la cerrase. Deseó estar allí para enrollar el puto informe y metérselo directamente en la garganta.

Rechinó los dientes.

Bien, él sí sabía lo que había que hacer.

Se acercó corriendo a la batería de tanques Leopard que esperaban alineados en varias hileras, separados unos de otros. El oficial a su cargo estaba dando instrucciones para que se separaran aún más, pero sin dejar de ofrecer su extraordinario arco de fuego. Las maniobras iban bien: los tanques aprovechaban los momentos de recarga de los potentes cañones para ajustar su posición.

—¡Teniente, orden prioritaria! —exclamó. El oficial se giró para mirarle, con gesto de incredulidad.

—¿Cómo ha dicho?

—¡Orden de ataque inmediata! —gritó Guerrero—. ¡Movilice sus tanques!

—¿De qué está hablando? —preguntó el oficial—. Nadie me ha…

De repente se calló. Mientras hablaba, el teniente Guerrero se había acercado tanto que había invadido su espacio personal. Intentó retirarse un par de pasos, pero Guerrero había adelantado una mano y la extendía ante él. El oficial miró hacia abajo, como si esperase encontrar allí algún tipo de hoja de órdenes. Pero en lugar de eso, se descubrió mirando algo que no esperaba.

Era una pistola.

—¿Qué…? —empezó a decir, lleno de confusión. Por unos instantes, el oficial pensó que le estaba entregando el arma, pero luego otra idea se abrió paso en su mente.

Levantó la cabeza, iluminado por un destello de comprensión.

—Qué está haciendo —musitó. El tono de su voz estaba desprovisto de toda inflexión.

—Ordene a sus hombres que lancen el ataque —dijo Guerrero—. Toda su brigada. O le ejecutaré sumariamente por traición.

El oficial miró alrededor. Ninguno de sus hombres parecía reparar en la escena: todos estaban demasiado ocupados con sus protocolos y las órdenes que acababa de impartir. Unos daban instrucciones a los conductores de los tanques, moviendo los brazos en el aire, y otros daban órdenes por radio. Otros miraban cómo algunos coches de tipo convencional describían un vuelo espeluznante a través del campo de batalla con rumbo a los legionarios apostados en primera línea. Él mismo se quedó mirándolos como si fueran proyectiles con cabezas nucleares y todo estuviera a punto de explotar por el aire.

—¡Vamos! —exclamó Guerrero—. ¡Ordene el ataque!

El oficial pestañeó y se lo quedó mirando.

Los coches cayeron, segando la vida de varios soldados.

—Está loco… —soltó de repente.

Los cañones en el margen más oriental de la línea de defensa tronaron con las explosiones de sus disparos y, de pronto, el teniente abrió mucho los ojos. Se quedó así unos instantes, hasta que éstos empezaron a humedecerse. Luego miró de nuevo hacia abajo. De allí brotaba ahora un delicado humo de color blancuzco, transparente y débil como los cabellos de una anciana. Y había algo más…

Su camisa. Su camisa de oficial estaba manchada de sangre.

De repente ya no estaba de pie. Estaba de rodillas, y el cañón de la pistola le apuntaba ahora entre los ojos. El oficial percibió el olor aceitoso de su tubo caliente. Y luego ya no supo nada más.

Guerrero guardó otra vez su arma y pasó por encima del cuerpo sin vida del teniente. Se acercó al segundo oficial, que estaba supervisando los movimientos de los Leopard.

Afortunadamente, pensó Guerrero, era un sargento. Un sargento no dudaría de su rango, y eso… Bueno, eso haría las cosas más fáciles.

El cielo se llenó de proyectiles. Algunos eran vehículos: un Audi, un Opel de color verde, un Seat Toledo. Pero luego empezaron a caer grandes trozos de edificios: desde peñascos de hormigón armado hasta porciones de fachadas por donde asomaban trozos de vigas de acero. Todas estas cosas crearon una algarabía de mil demonios.

Los legionarios se vieron obligados a retroceder, abandonando sus puestos de defensa. Corrían desmañadamente en direcciones encontradas. Un par de tanques reventaron bajo el peso de los proyectiles: las orugas se quebraron y lanzaron una densa polvareda alrededor. Las ametralladoras montadas sobre vehículos oruga podían reaccionar más rápido, y se encontraron maniobrando para intentar esquivar los salvajes ataques. Algunas lo consiguieron. Otras fueron derribadas y lanzadas por el suelo como inofensivos juguetes a los que un niño malhumorado les hubiera dado un puntapié.

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