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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, #Terror

La hora del mar (45 page)

BOOK: La hora del mar
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Pero la ventana estaba cerrada y los visillos colgaban inertes. Y Rebeca estaba sola.

—¿Estás bien? —preguntó.

Ella tenía la expresión desencajada.

—¿DONDE ESTABAS? —gritó entonces. El biólogo se congeló, incapaz de responder nada—. ¡Estaba sola! ¡Me dejaste sola!

—Rebeca… —consiguió decir, y se le ocurrieron varias cosas que añadir:
Estaba echando una meada
, pensó decir. Pero luego pensó en algo menos soez:
Estaba en el lavabo. Estaba aquí mismo. Te tomé la temperatura y parecía que estabas bien. Hasta tiré de la cadena, porque un hombre civilizado debe hacer lo que debe hacer incluso si está en una ciudad abandonada
. Pero finalmente calló. Nada parecía apropiado cuando ella le miraba como una de las arpías que atormentaban a Fineo el ciego en su isla de Tracia.

En ese momento hubo otra explosión. Rebeca saltó como si la hubieran atizado con un hierro candente. Lo hizo de una manera tal que hasta hubiera resultado cómico de no haber sido por las circunstancias. Acabó de pie en la cama, mirando alrededor como si las mismas paredes fuesen a lanzársela encima en cualquier momento.

—¿Qué ha sido eso? —gritó. Su voz era ahora aguda y estridente—. ¿Qué ha sido eso?

—¡Tranquilízate! —Bramó Thadeus. De repente, necesitaba que se callase, que dejase de chillar como una sirena enloquecida. Se lanzó hacia ella e intentó atraerla hacia sí—. ¡Rebeca, sólo son explosiones, explosiones lejanas!

—¡Explo…! ¡Explosiones!

—¡Rebeca, son explosiones muy lejos de aquí!

Rebeca chilló. Thadeus la sujetó de los brazos.

—¡Están lejos! ¡Están muy lejos! —gritaba Thadeus. Luego no podría recordarlo, pero la zarandeó hasta conseguir captar su atención. Ella se lo quedó mirando como si hablara en otro idioma—. ¡Son explosiones producidas por nuestros soldados, Rebeca! ¡Eso es bueno! ¿Me oyes? ¡Es bueno! ¡Están luchando con esas cosas!

Ella pestañeó. Sus ojos se humedecieron y sus labios describieron una curva en forma de media luna. Luego, arrancó a llorar. Thadeus se sintió incómodo, pero la atrajo hacia sí y la abrazó. Rebeca no le correspondió: siguió llorando con los brazos caídos, como si fuese una marioneta a la que han cortado los hilos, pero apoyaba su cabeza en su hombro y se deshacía en un llanto sincero. El biólogo pensó que eso era bueno; el llanto era una buena forma de descargar tensión, y habían acumulado suficiente como para desquiciar a cualquiera.

Ella se retiró primero.

—Lo… Lo siento —dijo.

Thadeus sacudió la cabeza.

—No pasa nada —se apresuró a decir—. Me alegro de que estés mejor. Es una situación que superaría a cualquiera…

Otra explosión. Ella se encogió como un conejillo en su madriguera. Estaba temblando; lo notaba en sus brazos.

—Es el ejército —explicó él, intentando sonar animado—. Deben de estar dando guerra no muy lejos de aquí. ¡Imagínate nuestros tanques, todas esas armas que hemos inventado, contra ese puñado de cangrejos! Deben de estar dándoles de lo lindo.

Ella asintió, con los ojos brillantes. De repente, torció el gesto.

—¿Estás mejor? —preguntó él.

—Sí… No —contestó ella—. La pierna. Me duele.

—Hay que lavar la herida —dijo Thadeus—. Luego te encontrarás otra vez mejor. Hagamos eso, ¿quieres? Luego podemos desayunar algo, y ya veremos qué opciones tenemos.

Ella asintió.

La herida tenía peor pinta de lo que había esperado. Se había hinchado, y los bordes de la hendidura se mostraban violáceos y supurantes. Thadeus mintió y le dijo que tenía buen aspecto, pero olía como la cera vieja. Aun así, la limpió lo mejor que pudo, puso desinfectante en ella y la volvió a vendar tan primorosamente como supo. Se dijo que la limpiaría más a menudo.

Una de las primeras cosas que hizo fue otear desde la ventana; quería saber cómo estaban las cosas. Estaría el resto de la jornada más tranquilo si descubría que los monstruos habían pasado de largo. Para su sorpresa, la calle estaba otra vez vacía, pero su aspecto era lo suficientemente sobrecogedor como para no sentir alivio ni alegría. De hecho, parecía uno de esos viejos vídeos de ciudades que sufrieron los horrores de la segunda guerra mundial.

El asfalto estaba arañado, como cuando una excavadora arrastra la cuchara por el suelo y sus dientes de acero dejan pequeñas marcas blancas. Los coches habían sido retirados a un lado, y algunos yacían vueltos sobre su costado o boca abajo; pero la mayoría estaban abollados en mil pequeños puntos. También las paredes de los edificios mostraban graves raspaduras; la pintura había caído al suelo y había polvo del cemento viejo en pequeños montones. Las puertas de metal de los comercios estaban hendidas y arañadas y los cristales que quedaban a la vista, rotos. Era como si, a su paso, las criaturas hubieran ido arañándolo todo con sus caparazones y enormes pinzas.

Y había aún otra cosa.

Tirada en mitad del asfalto había una de esas criaturas con una de las pinzas aprisionadas debajo del voluminoso cuerpo. La otra estaba extendida hacia delante, como si fuera un artista callejero pidiendo unas monedas. No se movía en absoluto, y los tentáculos que eran sus patas estaban lánguidos como las raíces de una planta que alguien hubiese dejado secar al sol.

Ha muerto por el camino, Dios sabe por qué motivo, y la han dejado allí.

Como biólogo, tuvo el impulso de bajar y examinarla. Aún le resultaba sorprendente que tuvieran esa capacidad para adaptarse al aire libre, y si realmente venían de las profundidades abisales, quería saber cómo habían conseguido solucionar el problema de la presión. Quería saber qué tipo de distribución interna les permitía mover esas pinzas enormes con tanta fuerza, y examinar qué clase de cerebro anidaba en esa armadura oscura. Quería saber todo eso, pero luego su lado más humano se impuso. Bajar ahí abajo podía significar ser descubierto. Podía haber centinelas retrasados que aguardaban entre los edificios, ocultos en las tinieblas de los locales vacíos, silenciosos y vigilantes.

Mientras pensaba en todas esas cosas se entregó a la tarea de preparar un desayuno. Este consistió principalmente en cereales con leche y algo de chocolate, aunque también encontraron manzanas frescas que partieron en trozos y añadieron al plato principal. Ella no comió demasiado, pero Thadeus tenía mucho apetito, y repitió varias veces hasta quedar satisfecho. Las explosiones, mientras tanto, continuaron. Después de un tiempo, ella dejó de estremecerse, aunque a veces todavía la sorprendía echando miradas furtivas a la puerta.

Acabaron sentados en el sofá del salón, escuchando la guerra lejana. Thad había descubierto que las explosiones más grandes, las que hacían que los cristales se sacudieran en sus marcos, eran rítmicas: se producían aproximadamente una vez cada minuto, más o menos. Eso le indicaba que debía tratarse de un bombardeo constante, y no de una contienda donde los disparos han de ajustarse a los objetivos.

Naturalmente que no hay objetivos
, se dijo.
Son un puñado de bichos. Deben estar soltándole todo lo que tienen directamente encima, y su única respuesta será rellenar los huecos que dejan sus cadáveres con nuevos soldados. Como las hormigas.

Se levantó del sofá, intranquilo, y empezó a dar vueltas. De vez en cuando todavía consultaba la cobertura de su móvil; al fin y al cabo, si las cosas empezaban a mejorar y estaban atacando a las criaturas a nivel de costa, era probable que en territorios del interior estuvieran aún bien. Además, ¿esas cosas no funcionaban por satélite, por el amor de Dios? Guardó el móvil en el bolsillo, un tanto molesto, y distraídamente abrió un pequeño panel del mueble donde estaba enclaustrado el televisor. Se encontró mirando varios libros de naturaleza, rutas de senderismo, una cámara Nikon y unos prismáticos en una elegante funda negra; le llegó el olor a plástico nuevo.

Una amante de la naturaleza y los animales, además
, pensó con satisfacción. Pero luego, sin poder evitarlo, se descubrió pensando que hubiera deseado haberse quedado atrapado con la propietaria del piso y no con aquella joven extraña. Sintió sus ojos clavados en él y tuvo la reacción de cerrar el panel de nuevo, como si ella pudiese leer en su mente y le hubiera sorprendido.

Carraspeó y siguió dando vueltas por la habitación.

—¿Cómo sientes la herida? —preguntó después de un rato. Intentaba sonar lo más natural posible, pero lo cierto es que estaba preocupado: la había visto intentando rascarse por encima de las vendas y disimulando muecas de dolor a cada poco.

Ella se encogió de hombros.

—La siento —dijo—. Supongo que eso es bueno.

—Aja —opinó Thadeus—. Seguro que sí.

Pasaron unos instantes sin que ninguno dijera nada.

—¿Qué pasará si no puedo andar hoy? —preguntó ella, de repente.

Era una buena pregunta. Aunque se esforzaba por no pensarlo de una manera consciente, Thadeus ansiaba reunirse de nuevo con Marianne y Jorge. Por lo menos, quería saber si estaban bien; no le gustó en absoluto la masa de gente que se formó cuando empezaron los bombardeos. En esas circunstancias, las personas pueden caer al suelo y ser pisoteadas o algo igualmente peligroso, como le pasó a Rebeca. ¿Y si Marianne estaba herida? O Jorge… ¿Cómo se las habría apañado Marianne para tirar de su voluminoso cuerpo?

¿Y si están en el piso de enfrente, como nosotros? ¿Y si no pudieron salir de la nube de polvo de los derribos? ¿Y si donde están no hay comida ni agua?

Ella, mientras tanto, había detectado el cambio de expresión en su rostro. Se había puesto serio y había empezado a mover la pierna derecha, nervioso.

—Entiendo —dijo entonces.

Thadeus pestañeó, saliendo de su ensimismamiento.

—Perdona —dijo—. Estaba pensando en mis amigos.

—Quieres reunirte con ellos —dijo ella. Su tono de voz había bajado sensiblemente.

—Sí, naturalmente… —dijo Thadeus con prudencia.

Ella empezó a jugar con su muñeca, dando vueltas al puño cerrado. De repente cambiaba de mano y repetía sus movimientos, pero a la inversa.

—¿Cuándo te irás? —preguntó ella—. ¿Cuando vaya al cuarto de baño? ¿Desaparecerás cuando no esté mirando?

—¿Qué? —preguntó Thadeus. Una señal de alarma acababa de encenderse en su cabeza—. ¡No!

—¿Voy a tener que vigilarte en todo momento? —preguntó ella, despacio.

Thadeus abrió la boca para responder, pero la mirada de ella lo dejó mudo y paralizado. Sus ojos reflejaban sensaciones encontradas, quizá una mezcla de tristeza y algo más profundo, más oscuro: quizá ira, o amenaza. Por un instante, el biólogo se preguntó dónde quedaba la belleza que había creído ver cuando la encontró por primera vez, tendida en el suelo, con el pecho subiendo y bajando por la respiración agitada.

—No, dime —insistió ella—. Prefiero saberlo.

Thadeus inspiró despacio y luego soltó todo el aire de sus pulmones antes de responder.

—No voy a abandonarte —dijo—. Y me ofende que pienses esas cosas después de lo que he hecho por ti. No voy a dejarte, no soy esa clase de persona. Pero como no me conoces, no me enfadaré, aunque pensé que había quedado claro anoche. Sugeriría que olvidemos esto. Es posible que tengamos que pasar varios días juntos, y si hacemos la convivencia agradable, pasarán rápido; si no, nos volveremos locos. —Hizo una pausa. Aunque no le miraba, ella al menos parecía estar escuchándole, y eso ya era algo—. Esto es lo que pasará: cuando estés mejor, te ayudaré a llegar a donde sea que hayan desplazado a la gente. Habrá soldados; con ellos estaremos a salvo. Y luego no tendrás que verme más, si no quieres.

Rebeca se quedó callada, y el silencio cayó sobre la habitación. Pasaron unos interminables segundos, y Thadeus sintió unos desesperados deseos de poner espacio de por medio. Pensó en retirarse al dormitorio, pero quería demostrarle que no la dejaría sola, y sobre todo, quería intentar poner algo de su parte para tranquilizarla.

Entonces ella rompió a llorar.

Thadeus no se lo esperaba. Intentó comprenderla; se dijo que la situación era horrible, y se dijo algunas otras cosas, pero él estaba relativamente tranquilo y sólo quería…
esperaba
, que ella dejase de jugar a la montaña rusa emocional con él.

—¡Lo… lo siento! —soltó ella, ahora entre balbuceos. Se tapó la boca con la mano para ahogar un sollozo descontrolado.

—Oye… —empezó Thadeus, pero lo cierto era que no sabía cómo reaccionar.

¿Qué se suponía que era lo mejor? ¿Debía abrazarla? ¿Lo malinterpretaría, como todo lo demás? Se quedó sentado, ligeramente encorvado hacia delante, esperando que ella diera el primer paso.

Y éste fue lanzarse hacia sus brazos.

Thad la aceptó. La recogió en su pecho y la rodeó entre sus brazos, y dejó que llorara. No dijo nada, pero pasaba una mano cariñosa por su espalda.

—Por favor, ¡no me dejes nunca! —dijo ella—. ¡No me dejes sola!

—Tranquila… —exclamó él casi sin pensar.

Luego quiso añadir algo, unas palabras que la reconfortaran y la hicieran sentirse mejor; quizá algo así como «No lo haré». Quería decirlo, sí, pero por alguna razón que ni él mismo pudo determinar, se quedó callado.

Unas horas más tarde, las cosas parecían ir mejor. Rebeca seguía sentada en el mismo sitio, aunque no había dicho gran cosa en todo ese tiempo. El ruido de las explosiones distantes había cesado, y aunque Thadeus se mostró muy entusiasta con ese hecho, lo cierto es que lo hacía para que Rebeca no se derrumbara otra vez. No sabía qué pensar; podía ser una buena señal, pero también podía ser todo lo contrario.

Descubrió entonces que el ominoso silencio de la ciudad le asfixiaba; era como si estuviera a las puertas de un cementerio gigante. En un momento dado, se quedó mirando el cadáver de aquella criatura, pensativo. La fachada daba a la parte posterior a la autovía, lo cual era bastante inoportuno. Le hubiera gustado comprobar si aún circulaba gente por allí. Si no era así, a lo mejor tendrían alguna oportunidad de encontrar un coche y trasladarse por la carretera hacia el norte. Si encontraba un todoterreno, era posible que pudieran desviarse en cualquier punto y avanzar sin problemas, alejándose de la ciudad. Dudaba mucho que aquellas criaturas se aventurasen por campo abierto, un campo por lo demás tan falto de agua y donde el sol castigaba con sus rayos con una intensidad tal, que la sensación térmica podría muy bien estar rondando los cuarenta grados. No, no creía que aquellas criaturas venidas de las gélidas profundidades del océano pudieran soportar algo así.

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