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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, #Terror

La hora del mar (48 page)

BOOK: La hora del mar
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Había visto demasiado.

Sapkowski echó a correr hacia el callejón, con Helm a su lado. Sus compañeros trotaban delante, moviendo las piernas tan rápido que parecían las aspas de un hidropedal. Divisó a Dempsey entre ellos, y aunque se daba cuenta de que allí faltaban la mayoría de los compañeros, no se detuvo.

Cothran acababa de municionar. Estaba viendo cómo sus hombres caían uno tras otro, pero seguía descargando un infierno de balas sobre los monstruos. A su alrededor, la noche se inflamaba con ruidos escalofriantes, sonidos de desgarro y de huesos crujiendo. Y gritos. Sus hombres gritaban mientras morían de formas horribles, y las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Mientras disparaba retrocedía lentamente, paso a paso, aunque era perfectamente consciente de que en cualquier momento le sorprenderían por detrás. Sin embargo, quería proporcionarles toda la cobertura que fuera posible a los pocos hombres que quedaban. Ni siquiera dejaba de gritar la orden
¡Retirada, retirada!

Las criaturas se acercaron a él y lo rodearon. Era el último hombre de su escuadra que quedaba: todos los demás habían huido o habían muerto. Se quedó mirando cómo acortaban la distancia, y a medida que lo hacían, se revelaban más y más grandes y amenazantes. Pensó que algunos de aquellos monstruos debían de alcanzar los dos metros de estatura.

La criatura más cercana, que se acercaba a él bamboleándose, tenía una monstruosa salpicadura de sangre cruzándole el pecho que la lluvia iba haciendo resbalar poco a poco. Cothran disparó por última vez y las balas arrancaron pequeñas chispas de su abdomen, pero antes de que pudiera darse cuenta, el arma voló fuera de su alcance; salió despedida, describiendo una parábola en el aire. El sargento Cothran ni siquiera supo qué había pasado hasta que intentó protegerse con los brazos: estaban limpiamente cercenados. Dos borbotones de sangre, finos como el chorro de una fuente, salían despedidos de los muñones.

Luego… luego tuvo la sensación de que volaba. No, estaba volando de veras. Vio a las criaturas atrapadas en el suelo mientras él ascendía por el aire y se alejaba. Sonrió, mientras escapaba en mitad de la lluvia, y quiso gritar, soltar una carcajada. Pero entonces cayó de nuevo al suelo y rodó: una confusa sucesión de planos donde veía alternativamente el asfalto, el cielo estrellado, los monstruos dándose la vuelta, un árbol.

Tras rodar innumerables veces, la cabeza cercenada de Josh Cothran se detuvo, y lo hizo casi al mismo tiempo que su cuerpo, algunos metros más lejos, se doblaba por las rodillas y caía al suelo como un burdo fardo. Sus ojos abiertos se llenaron de lluvia, y su sonrisa se quedó grabada en su cara sin vida.

—¡Corred! ¡Corred!

Sapkowski gritaba, pero no sabía si lo hacía por alentar a sus compañeros o a sí mismo. Corrían tanto que las piernas parecían moverse con independencia del resto. Los cuerpos se doblaban hacia delante y a veces, entre la oscuridad y la lluvia, parecían una manada de lobos avanzando a cuatro patas.

Su corazón estaba a punto de desbocarse en su pecho, de todas maneras. Casi se arrepentía de haber gritado de aquella manera; estaba seguro de que si seguía corriendo a aquel ritmo, iba a necesitar todo el aire que pudieran almacenar sus pulmones.

Helm iba en último lugar. Nunca había sido bueno corriendo, tenía las piernas demasiado cortas y se cansaba pronto. Pero ahora corría por su vida, no porque un instructor le chillara, y el dolor en el bazo era algo que podía ignorar.

A veces se atrevía a mirar atrás. La última vez que giró la cabeza, las criaturas estaban empezando a avanzar por el callejón. Era apenas un hueco miserable entre edificios, con poco más que un par de destartalados cubos de basura, y eso jugaba a su favor, porque los monstruos apenas podían avanzar por allí más que en hilera de a uno. Cuando terminaron de recorrer ese callejón, doblaron a la izquierda por otro corredor algo menos angosto, y a partir de ahí perdió la cuenta de las veces que habían girado a uno y otro lado; habían estado tomando calles al azar, siempre intentando conseguir que las criaturas les perdieran la pista.

Ahora era él quien estaba perdiendo la pista a sus compañeros. Creía que era Dempsey quien corría delante de él, pero cada vez estaba más lejos. Sencillamente, corrían más que él, y no había forma humana de conseguir que su cuerpo aguantara ni un segundo más.

—¡Esperad! —gritó.

Ahí va mi último aliento
, pensó.
Si no me han oído, estoy bien jodido
. Entonces cayó de rodillas al suelo. En el último momento pudo proyectar los brazos hacia delante para no hundir la nariz en los charcos del suelo. Respiraba de una manera salvaje, la cabeza le daba vueltas y notaba los latidos de su corazón palpitando en las sienes.

Miró hacia delante y, en silencio, dio gracias al cielo: Dempsey se había detenido, estaba mirando hacia él y llamando a los otros.
Oh, gracias, Señor, por los pequeños favores
. Sentía un poco de vergüenza, pero se animó pensando que con que le dieran tan sólo un par de minutos, podría hacer acopio de fuerzas y correr quizá otros cinco o diez minutos. Hasta podría correr media hora si bajaban el ritmo; y si se deshiciese de la puta mochila, el arma y todo lo demás, podría estar moviendo las piernas hasta el amanecer, si ellos querían.

Sí, estaban dando la vuelta.

Pensó también que eso era bueno. Quizá de manera inconsciente, no había echado ni un vistazo atrás. ¿Para qué? Si esos bichos les pisaban los talones, de todas formas, no podía hacer una mierda. Tanto le daba que se le acercaran por la espalda y le abrieran una nueva vía en el pulmón. Pero si los muchachos estaban volviendo, entonces significaba que lo habían conseguido.

¿Lo hemos conseguido? Ahí vienen tres… no, cuatro hombres. Cuatro hombres, joder. ¿Dónde está el resto? ¿Dónde están los demás? ¿Dónde están Coleman, Johnson, Murray? ¿Dónde están Reitman y el puto sargento?

Sapkowski fue el primero en llegar, pero no dijo nada. Le sobrepasó y se colocó detrás de él, con el fusil pegado a la cara y las piernas ligeramente entreabiertas.

Dempsey llegó a continuación.

—Eh, tío —dijo, resollando.

—Joder… —soltó Helm.

—¿Qué pasa, tío? —preguntó—. ¿Estás bien?

Helm se incorporó, pero se quedó sentado apoyado en sus rodillas. Todavía no se sentía capaz de ponerse de pie. Miró hacia arriba y dejó que la lluvia le cayera en el rostro unos segundos. El agua entraba en su boca entreabierta y resultaba agradable y refrescante.

—No puedo más… —soltó—. Sólo… Sólo un segundo.

—Joder, Helm!

Sapkowski retrocedió unos pasos hacia ellos.

—Creo que los hemos despistado —dijo.

Los otros hombres llegaron. Gramps se colocó junto a Sapkowski, con el rifle preparado. Era el más veterano y el de mayor edad en el grupo

—¿Todo bien? —preguntó.

—El mariconazo de Helm está hecho polvo —explicó Sapkowski.

—¡Sólo necesito un segundo! ¿Vale?

Pero Dempsey miraba a Gramps, que estaba controlando el perímetro utilizando la mirilla del rifle. Gramps era un hombre por el que sentía respeto. Era un veterano, de los de verdad, alguien al que sólo Sapkowski se le podía comparar. Sólo Dios sabía qué hacía en esa compañía de novatos después de tantos años de servicio. Quizá tuviera que ver con su carácter un poco especial; o con que no tenía ningún interés en ninguno de los puestos de mando. Lo suyo era el combate y obedecer órdenes. Cosas simples que pudiera manejar. Cosas con las que pudiera disfrutar sin complicarse la vida.

Gramps miró a ambos lados y controló también los edificios de alrededor. No había señales del bombardeo; pero tampoco había signos de vida. Las calles estaban vacías, no había ninguna luz en las ventanas, y aparte del repiqueteo de la lluvia contra el suelo y el rumor apenas audible de disparos y explosiones lejanas, un silencio sepulcral les envolvía.

—¿Creéis que los hemos despistado? —preguntó Sapkowski al fin. Lo hizo en voz baja, como si pensara que pudieran escucharle.

—Quién coño sabe —dijo Gramps.

—Qué hijos de puta.

Mientras tanto, Helm empezaba a incorporarse. Estaba empapado, las piernas habían estado metidas en un charco y tenían el aspecto de haber salido de una piscina.

—¿Cómo salió tan mal? —preguntó Sapkowski—. ¿Qué pasó, tíos? ¡Nos rodearon! ¿Cómo pudo pasar algo así?

Gramps se encogió de hombros.

—El sargento la cagó. Eso es todo.

—Espera… —dijo Dempsey—. ¿Ya está? ¿Qué quiere decir «eso es todo»?

Nadie contestó. Sapkowski miraba su rifle, mojado por la lluvia, y Gramps seguía mirando hacia el callejón por el que acababan de doblar, escrutando con sus ojos hundidos.

—Tíos… ¿es que no vamos a volver? —volvió a preguntar, ahora en un tono de voz más bajo.

Buscaba la mirada de sus compañeros. Quería leer en sus ojos que nadie tenía realmente la intención de reorganizarse y regresar, ni de comprobar si las criaturas seguían allí o, por el contrario, habían tomado el puente. Por lo que a él se refería, aquellos bichos bien podrían haber vuelto al agua para seguir su camino, a donde quiera que fueran. Ellos no les interesaban; ni siquiera les habían perseguido. Si se habían marchado, quizá estuvieran a tiempo de salvar a alguno de los muchachos. Algunos podrían estar vivos. Malheridos, pero vivos. Si se apresuraban, quizá podrían salvarles la vida todavía.

Fue Helm quien respondió primero.

—¿Volver a dónde, Dem?

Dempsey pestañeó. Se quedó mirándole hasta que él apartó la mirada.

—Tíos… —murmuró, lleno de un creciente horror.

—Demasiados —masculló Sapkowski, negando con la cabeza. Hizo un ruido con la garganta y escupió un gargajo espeso como un puré—. Harían un buen picadillo con nosotros.

—Pero… tenemos que volver…

—Calla la puta boca, Dempsey —soltó Gramps. Había levantado un dedo hacia él—. Que te calles. ¿Que si volveremos? Claro que volveremos; estamos tras las líneas enemigas, y eso no es bueno. Pero daremos un rodeo. No volveremos por el mismo sitio, porque por lo que hemos visto hoy… esos jodidos bichos son cualquier cosa menos los bichos estúpidos que nos dijeron que eran. Y nos estarán esperando. No, daremos un rodeo y miraremos cómo están las cosas. Desde la distancia.

Sapkowski asintió.

—A mí me parece un buen plan —dijo—. Creo que deben estar conteniéndoles en el puente, ¿no oís los disparos? Así que acercarse allí ahora no me parece una buena opción. Coño, ése debió ser siempre el plan: quedarnos al otro lado. Ahora no estaríamos de mierda hasta el cuello. Me pregunto a qué gilipollas de arriba se le ocurrió otra cosa en el último momento.

Pero Dempsey ya no le escuchaba. Se había llevado la mano a la boca y parecía horrorizado. Sin embargo, empezó a mover la cabeza lentamente en señal de asentimiento casi sin darse cuenta de lo que hacía.

Gramps le estaba diciendo algo. Dempsey pestañeó, esforzándose por prestar atención.

—¿De acuerdo, entonces? —decía.

Dempsey se apresuró a sacudir la cabeza de nuevo. Estaba pálido, respiraba por la boca y sus ojos estaban inusualmente abiertos, dándole el aspecto de un pez fuera del agua.

—Y otra cosa —dijo Gramps—. Soy el hombre con más antigüedad, así que técnicamente soy el oficial al mando.

Sapkowski levantó ambas manos.

—Ningún problema.

—Claro, tío —corroboró Helm.

Gramps asintió.

—Pues pongámonos en marcha. Formación de a dos, dispersos, y sin hacer ruido. Esos bichos podrían haber dejado un par de centinelas por aquí, y por lo que he podido ver, son silenciosos como bailarinas. No les demos lo que quieren, ¿vale? ¡En marcha!

Los cuatro hombres se pusieron en marcha, caminando bajo la lluvia. Un momento después, el callejón se quedó tan solitario como lo había estado antes, lleno del sonido lejano de los disparos y las explosiones, y del agua repiqueteando en los charcos.

Frank E. Weidler, natural de Lawrenceville, Georgia, estaba mirando por la ventana. ¡Cómo llovía! Alguien debía haber abandonado su puesto en el sistema de drenaje pluvial, porque las alcantarillas ya no tragaban agua, sino que la escupían. Demonios, las condenadas tapas flotaban encima de un borbotón de espuma blanca, sacudiéndose como al ritmo de un son invisible. Eso, naturalmente, complicaba aún más las cosas. La lluvia le gustaba casi tanto como todas sus otras cosas favoritas: el helado frío sobre una galleta caliente o los descuentos de fin de semana de Simply Save, pero aquella noche hubiese preferido que todo estuviera en calma, porque la lluvia… Bueno, la lluvia lo complicaba todo.

La doctora Lynn Jones se acercó a él.

—¿Cómo va eso, Frank?

—¡Los dis-disparos siguen sonando, do-doctora!

—Vaya —dijo la doctora—. ¿Crees que eso es algo bueno?

—Bu-bueno, doctora. ¡Debe de serlo! Los mo-monstruos no disparan. E-eso lo sabe cu-cualquiera.

—Sí, Frank. Tienes razón —contestó ella, sonriendo. Puso una mano sobre su espalda y le dio un par de palmadas.

A Frank le gustaba cuando la doctora Lynn sonreía. Uno podía tener uno de esos días malos en los que las cosas no salen como a uno le gustaría, pero cuando la doctora Lynn sonreía, ¡vaya!, era como si un cielo plomizo se abriera de repente y desparramara los rayos de sol más bonitos que el señor hubiera creado jamás, y a partir de ese momento, las cosas empezaban a mejorar tan rápido que uno casi podía sentir mariposas en el estómago. Así era la doctora Lynn.

También era la mujer más valiente que hubiera conocido jamás. Cuando las cosas se pusieron mal y todo el mundo que pudo caminar empezó a irse, ella se quedó. Luego vinieron las ambulancias y se llevó a la mayoría de los otros pacientes, y para entonces el treinta por ciento del personal sanitario se marchó también. Por último, trajeron autobuses. No era la mejor solución, pero al menos era un transporte. Plegaron los asientos y acomodaron muchos de los sueros que algunos de esos pacientes necesitaban, y con ellos se fueron gran parte de los que aún quedaban. Pero no todos.
Vendrán más ambulancias a por el resto
, dijeron. Pero no dio tiempo. Aquella misma tarde, los monstruos empezaron a bombardear la ciudad por el este, en la línea de la costa, y el pánico estalló en toda la ciudad como fuegos artificiales.

La calle se llenó de gente que huía. Frank no había visto nada parecido en los cincuenta y seis años que llevaba dando tumbos por el mundo, y eso que había visto una o dos cosas dignas de mención. Corrían como si estuviesen compitiendo en una de esas carreras urbanas, pero se empujaban unos a otros, y cuando algunos caían al suelo, ya no se les volvía a ver. A Frank le dolió mucho ver todo aquello. Las lágrimas escaparon de sus pequeños ojos y resbalaron por sus mejillas color café.

BOOK: La hora del mar
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