La hora del mar (50 page)

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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, #Terror

BOOK: La hora del mar
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Intentó tragar saliva, pero tenía la boca seca.

Entonces, otra cosa llamó su atención.

Era la entrada del hospital. Un pequeño grupo de personas se había asomado por las dobles puertas de cristal y miraba con verdadera conmoción toda la escena. Era personal médico, a juzgar por sus batas azules y blancas.

—¡Gramps! —chilló Sapkowski.

Dempsey sacudió la cabeza. Estaba ocurriendo otra vez; la escena del puente se estaba repitiendo, sólo que ahora eran cuatro, y sus cargadores estaban prácticamente agotados.

—¡Gramps! —Ladró, haciendo un esfuerzo por librarse del terror que lo inmovilizaba—. ¡El hospital! ¡El hospital!

Gramps echó un vistazo rápido hacia la entrada del Clearance Meadows, y aún tuvo que girar la cabeza dos y hasta tres veces para comprender lo que estaba pasando. Apretó los dientes y empezó a avanzar hacia las criaturas sin dejar de disparar. Una de ellas había conseguido librarse por completo de los escombros y empezaba a darse la vuelta hacia ellos. Gramps concentró el fuego en ella, obligándola a protegerse con sus desproporcionados apéndices.

—¡Gramps! —gritó Helm. Hizo un amago de avanzar, pero Sapkowski le retuvo, cogiéndolo por el brazo en el último momento.

—¡Suéltame! —bramó—. ¡Gramps!

—¡Corred! —dijo éste.

Dempsey salió corriendo, pero hacia la entrada del hospital. Disparaba desde la cadera mientras gritaba, pero sus ráfagas eran alocadas y ninguna dio en el blanco.

—¡Vuelvan dentro! —gritaba—. ¡Adentro!

El personal obedeció, excepto una persona: una mujer de mediana edad que llevaba el pelo recogido en una coleta. Dempsey llegó hasta ella y la empujó dentro; la mujer trastabilló y casi cae de espaldas contra el suelo, pero al menos consiguió su propósito, quitarla de la vista. Sabía que si las criaturas la veían, irían a por ella. A por todos ellos.

Mientras tanto, Gramps seguía dando pequeños pasos. Tenía la sensación de que sus disparos eran tanto más efectivos cuanto más cerca tenía al monstruo; ahora éste se había encorvado como para ofrecer más resistencia, y mantenía su manojo de pequeñas patas replegadas contra su cuerpo. En cuanto terminó de recorrer el último tramo, se quedó plantado al pie del socavón. Había movimiento por todas partes. Los escombros se sacudían como si tuvieran vida propia, y las criaturas empezaban a emerger en gran número. Gramps supo que, como mucho, contaba con un minuto antes de que fuera incapaz de concentrar sus disparos.

Entonces se dio la vuelta.

—¡Largaos, coño! —gritó.

Dios, nos está cubriendo
, pensó Helm, recorrido por una sensación de inequívoco horror.
Va a cubrirnos para que podamos largarnos.

¿Cómo habían llegado a esa situación? Gramps se había adelantado, pero ¿por qué? Cuando lo hizo, había todavía tiempo para salir corriendo; existían salidas desde esa avenida en todas direcciones. Miró hacia atrás. La calle, por ese otro lado, parecía incluso apacible y tranquila, y por un infinitesimal segundo se imaginó corriendo de nuevo, alejándose del peligro, como debían haber hecho hacía sólo unos segundos. Pero, a la vez, comprendió que sólo conseguirían acabar en algún lugar aún más alejado del resto de la unidad, aún más rodeados y aislados y con todavía menos munición. ¿Era eso lo que había previsto Gramps? Con esa disyuntiva, se encontró a sí mismo dando pequeños brincos inquietos, sabiendo que sólo contaba con unos segundos para reaccionar, pero incapaz de hacerlo.

Sapkowski decidió por él. Había salido corriendo hacia la escalera de acceso al hospital, y Helm se descubrió siguiéndolo. Allí, Dempsey salía ya de nuevo, pero Sapkowski lo retuvo envolviéndolo con su cuerpo.

—¿Qué coño haces? —gritó Dempsey, perplejo—. ¡Suéltame, coño!

Los disparos del veterano llenaban el aire.

—¿No lo entiendes? —bramó Sapkowski—. ¡Gramps se queda! —y repitió—: ¡Gramps se queda! ¡Métete dentro!

Sapkowski, comprendiendo al fin lo que pasaba, dejó escapar una exclamación ahogada. Quiso sacudirse y escapar de su compañero, pero cuando miró por encima de su hombro vio a Gramps apostado sobre el agujero, disparando. Un enjambre de pinzas se proyectaban ya hacia él.

—No…

Entonces, sin que pudiera evitarlo, se vio arrastrado hacia el interior del hospital. Cayó de culo contra el suelo y, todavía conmocionado por lo que estaba ocurriendo, dejó que sus compañeros tiraran de él.

—¿Cómo se cierra esto? —gritó Sapkowski, jadeando por el esfuerzo.

—¡La puerta no está conectada a la energía eléctrica! —exclamó la mujer—. ¡Hay que cerrarla manualmente!

—¡Helm! —llamó Sapkowski.

Dempsey se quedó en el suelo, abrazado a su fusil como si fuera un bebé, mientras sus compañeros empujaban el ventanal de nuevo en su sitio. Todavía veía a Gramps, empapado de lluvia y arrojando su último cargador contra los monstruos; y continuó viéndolo a través del resquicio de la puerta a medida que ésta se cerraba.

Y cuando se cerró del todo y los disparos dejaron de oírse, lo que ocurrió casi al unísono, se volteó hacia un lado y vomitó.

Habían retrocedido hasta la pared del fondo de la recepción y esperaban, agazapados, tras el mostrador de información. Dempsey, sentado en el suelo, había hundido su rostro entre sus rodillas, y permanecía callado, sumido en lúgubres pensamientos. Los demás escuchaban, sin atreverse a hacer ningún ruido.

—Perdonad… —dijo la mujer de pronto. Helm, que había estado mirando las puertas de cristal como si éstas fuesen a estallar en cualquier momento, se estremeció sobresaltado—. ¿Estáis vosotros solos?

Helm miró a Sapkowski, y éste carraspeó suavemente antes de contestar, también en voz baja.

—Nuestra sección está al otro lado del río —explicó.

—Oh… —Contestó ella, y después de unos segundos añadió—. Su sección, ¿vendrá hasta aquí?

—No lo creo, señora.

—¿Por qué no? Tengo unos cuantos pacientes en esta planta que necesitan ser evacuados, además de personal médico.

—Disculpe —dijo Helm, enervado. Estaba señalando hacia la entrada con el pulgar—. ¿Podemos hablar luego?

—Desde luego —contestó la mujer.

Pasaron unos instantes, que ocuparon sobre todo en escuchar. La lluvia seguía cayendo fuera, repiqueteando contra los cristales con un tintineo casi cantarín. Y por debajo de ese sonido, el rumor de la guerra seguía álgido. Sapkowski creía escuchar los atronadores disparos de los tanques entre la algarabía, pero estaban a mucha distancia y los sonidos llegaban distorsionados.

De pronto cayó en la cuenta de algo.

—Mierda, tío… —dijo en susurros—. ¡Las putas luces!

Sapkowski levantó la vista. La luz del corredor bañaba parte de la recepción, y recordó con horror que incluso ellos pudieron ver el resplandor cuando aún se encontraban al otro lado de la carretera. Apretó la mandíbula. Eran, con probabilidad, las únicas luces aún encendidas en varios cientos de metros a la redonda, ¿acaso no atraerían la atención de los monstruos?

—Qué… puta… mierda… —exclamó, marcando mucho la pausa entre palabras.

Gramps habría pensado en eso, se dijo. Seguramente, Gramps habría pensado en muchas otras cosas. Quizá, por ejemplo, habría hecho que la mujer corriera al interior junto con el resto del personal sanitario y buscaran un buen escondite. Quizá.

—¿Qué ocurre? —se atrevió a preguntar la mujer.

—¿Hay forma de apagar esas luces?

—Oh… —exclamó, dándose cuenta de lo que quería dar a entender—. Sí, claro que sí.

—Hágalo. Y las de las habitaciones de la primera planta. Las vimos desde la calle.

La mujer asintió, se dio la vuelta y cruzó el recibidor para alejarse por el pasillo. Sapkowski se concentró de nuevo en la puerta, que seguía tal y como la habían dejado. La lluvia continuaba golpeando los cristales, llenándolos de sinuosas estrías, pero más allá todo parecía estar en silencio.

—¿Crees que siguen ahí? —preguntó Helm.

—No lo sé —contestó.

Miró brevemente a Dempsey, que no se había movido desde que corrieron a ocultarse. Supuso que, después de la derrota de toda la escuadra, la muerte de Gramps había sido la gota que necesitaba para colmar el vaso.

—Mierda… no soporto que sean tan silenciosos. En las putas películas siempre chillan como ratas acorraladas. Como aquella película del bicho con cabeza de polla.

Sapkowski asintió.

—Sabes… Creo que les importamos una mierda —respondió.

—¿Por qué dices eso?

—Porque… —meditó sus palabras unos instantes—. Cuando nos atacaron, tío. Creo que fue por mi culpa.

Helm arqueó una ceja, y cuando respondió, lo hizo bajando todavía más el tono de voz.

—¿Qué dices, tío?

—Que sí, coño —soltó Sapkowski, evitando su mirada—. Estaba allí, meando, y vi algo en el agua. Eran algo así como tentáculos… aunque después no vimos nada parecido en el ataque. Bueno, me puse nervioso. Empecé a… Empecé a disparar.

—¿Y cuando empezaste a disparar nos atacaron?

Sapkowski asintió.

—Hostia… —exclamó Helm. Pensó en ello durante unos segundos, y luego añadió—: De todas formas, esas cosas nos están aniquilando por todas partes. Acuérdate del
briefing
en el centro de despliegue. Aquellos vídeos, tío. Aquellos vídeos. Así que… No te agobies, ¿vale? Creo que nos habrían atacado de todos modos. Quizá te adelantaste, y eso fue bueno. Quizá si les hubiéramos dejado que se arrastraran bajo nuestras propias narices más tiempo, habría sido mucho peor.

—Quizá —respondió Sapkowski.

Después de eso, no dijeron nada durante un rato. Apenas fue medio minuto, pero a ambos les pareció mucho más, embargados como estaban por una mezcla de sentimientos y, sobre todo, por un temor tan profundo y encallecido que casi parecía despedir un olor propio, el del sudor rancio y antiguo. Al cabo, la luz del pasillo se extinguió, como todas las demás, y la recepción se sumió en una oscuridad prácticamente total. Rodeados de tinieblas, los soldados pestañearon varias veces para forzar los ojos a acostumbrarse al nuevo nivel de luz, y después de un rato empezaron a distinguir los volúmenes esquivos de las cosas.

—Dempsey… —susurró Helm—. ¿Estás bien, tío?

Dempsey no contestó, pero Sapkowski debió ver algo; algún gesto quizá, porque contestó:

—Está bien… Está bien.

De pronto, una especie de llanto lejano llegó hasta sus oídos, débil pero audible. Tenía una cualidad lastimera y una cadencia que consiguió ponerles los pelos de punta. Poco a poco, el llanto fue convirtiéndose en un lamento angustioso, y Helm se puso tenso. Que aquellos monstruos no hubieran irrumpido ya en el hospital le parecía algo inexplicable. Incluso haber apagado las luces cuando llevaban encendidas desde el principio le había rechinado un poco; podía haber sido un motivo suficiente para que esos seres se sintieran inclinados a investigar, si es que en sus molleras de cangrejo tal cosa era posible. Pero quizá Sapkowski tuviera razón, se dijo, y aquellos monstruos no tuvieran interés en ellos.

Pero si no les interesamos, ¿qué demonios quieren?

En todas las guerras que había conocido, el objetivo prioritario era siempre conseguir la rendición del enemigo, y si ésta no se producía, entonces sólo quedaba la aniquilación sistemática. Una vez el enemigo había sido destruido en el máximo porcentaje posible, la guerra se consideraba ganada. Eran reglas simples, y así había sido desde los tiempos en que los primeros primates armados con palos y piedras peleaban por cuestiones territoriales, alimentos o hembras, y así seguía siendo en todo el mundo.

¿Entonces qué quieren, joder? ¿Qué quieren?

Sacudió la cabeza, inquieto. Pero justo cuando estaba a punto de saltar para callar por sus propios medios a quien quiera que estuviese sollozando, escucharon una segunda voz que susurraba en un tono amable y tranquilizador.
Sssh. Sssh
. El lamento fue apagándose, hasta desaparecer casi por completo. Helm experimentó una sensación de alivio, y a su lado, Sapkowski soltó un bufido.

En ese momento, Helm, que finalmente empezaba a acariciar la idea de que, contra todo pronóstico, estaban a salvo, quiso preguntar hasta cuándo tendrían que estar allí vigilando, pero una voz masculina rompió de nuevo el silencio.

Una voz llena de urgencia y… no, no se equivocaba, terror.

—¡D-doctora Lynn! ¡Ti-tiene que ver e-esto, d-doctora Lynn! ¡E-están detrás, detrás del hoooospital!

—¡Por el amor de Dios! —masculló Sapkowski, sobresaltado.

El ruido de unos pasos apresurados llegó por el pasillo hasta ellos. Helm bizqueó, intentando enfocar la silueta oscura que había aparecido en el marco del pasillo, pero estaba demasiado oscuro para ver nada. Su cabeza iba y venía hacia la puerta mientras rezaba en su fuero interno para que ninguno de los monstruos hubiera escuchado nada.

—D-doctora Lynn… —dijo la figura entre jadeos, ahora en un tono de voz más bajo. Parecía encorvada sobre sí misma y Sapkowski pudo ver claramente que mantenía la cabeza ladeada, como si estuviera intentando orientarse en la oscuridad—. Sooon ci-cientos, miles, d-doctora Lynn. Y hay o-otras cosas. O-otras cosas.

Y Helm, que había empezado a sentir cómo su estómago se endurecía como una piedra, dejó que esas palabras levantaran ecos cavernosos en su cabeza mientras una nueva oleada de pánico le recorría la columna vertebral.

Cientos, doctora Lynn. Miles. Detrás del hospital.

25 - Conspiración desenmascarada

Se celebraba una reunión de control cada hora en punto, y ésta siempre llegaba tan rápidamente que el general Abras empezaba a pensar que alguien estaba jugando con los malditos relojes. Sin embargo, las noticias que cada país, sus jefes de Estado y los expertos en Inteligencia aportaban, contenían tanta información nueva que el general podía dejar una meada a medias para no llegar tarde cuando éstas empezaban.

La sala de reuniones hervía ya de actividad cuando Abras cruzó las grandes puertas dobles. La conexión internacional estaba a punto de iniciarse y en las pantallas aparecía un contador digital que iba descontando segundos. El presidente del Gobierno estaba también presente, por supuesto, ya que las decisiones de urgencia debían ser ratificadas por él. Sin embargo, se sentaba en la tribuna superior, donde tenía acceso a un canal directo con los dirigentes de otros países. Al general, eso le parecía bien. Los presidentes iban y venían, pero eso no le cualificaba para saber una mierda de cómo manejar la situación.

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