La hora del mar (41 page)

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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, #Terror

BOOK: La hora del mar
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Ahora, el horror le había sorprendido en España, a donde había ido para participar en unas conferencias con algunos de sus seguidores. Aunque éstas habían sido un éxito (con personas venidas de diferentes puntos del país, e incluso de Francia e Inglaterra) ahora se sentía desvalido, incapaz de volver a su país. Al menos había sido una suerte que la evacuación de la ciudad le pillara con los asistentes a la conferencia. La mayoría habían seguido juntos, y ahora contaba con ellos para la tarea que tenía por delante, pero su número aún se le antojaba insuficiente. Si todo hubiera ocurrido mientras aún estaba en su país, habría podido reunir bastante gente capacitada: otros chamanes, discípulos con cierta preparación, y un buen número de entusiastas seguidores. Y lo más importante, hubieran podido utilizar su enorme Temazcal para empezar con los trabajos. Habrían reunido fruta y agua en abundancia para luchar contra la deshidratación y el esfuerzo de las sesiones, y habrían ido más rápido.

Ahora estaban construyendo uno. Era rudimentario, y aquel erial no era precisamente uno de los Puntos de Poder del mundo, pero tenía que bastar. Sólo necesitaba reencontrar la tranquilidad que había perdido, sosegar su espíritu, recuperar el niño interior. Necesitaba hacer dos cosas. Una era llamar a Madre, y para hacerse oír, era preciso estar en armonía. El primer paso para comenzar a trabajar con un Temazcal, después de todo, era consagrar el evento, el lugar y los participantes, y no podría hacerlo si la sombra del miedo danzaba en su corazón.

La segunda cosa era la más importante, porque si fracasaba en ello, no conseguiría su primer objetivo: no podría conseguirlo solo. Necesitaba enviar un mensaje.

Cerró los ojos. El sol se filtraba a través de sus párpados, cegador, y llenaba su frente de sudor. Sentado en el suelo con las piernas recogidas y la espalda erguida, empezó a hablar con su voz grave y profunda.

—Esperanza, hija de la paciencia y de la eterna conciencia. No venzo ni convenzo; me rindo. Soy el espacio vacío, infinito, donde todo tiene cabida. Me empapo. Me impregno. Me disuelvo.

Empezó a respirar. Inspirar. Espirar. El Zumbido quedó, poco a poco, aislado de su cabeza. Las exhalaciones eran cada vez más hondas, más largas, más pausadas. El ritmo de su corazón se ralentizó. Se concentró en el sonido de su propia respiración y en el movimiento sosegado y rítmico que brotaba de su pecho, en la brisa que le revolvía el pelo, en el calor que despedía la tierra agostada. Todas esas cosas le inundaron, le embriagaron hasta tal punto, que olvidó para qué estaba allí y qué se proponía.

Y entonces, sólo entonces, dejó de percibir todo eso.

Didier Blanchard despertó sobresaltado en su casa de La Bazalgette. Había tenido un sueño o, más bien, una revelación.

Didier era un periodista de investigación, una celebridad en su círculo; sus trabajos eran traducidos a más de doce idiomas y de ellos se hacían documentales que luego se pasaban por televisión o se vendían en DVD con bastantes beneficios. Antes de que el mundo se bloqueara por los acontecimientos desquiciantes que estaban teniendo lugar, estaba preparando un artículo sobre la Teoría de Cuerdas y su interpretación, casi siempre inconsciente, por chamanes de todo el mundo. Lo veía como una suerte de comunión entre lo místico y lo científico, y eso le resultaba enormemente fascinante. Su agente intentó avisarle: Didier, ¡es un terreno pantanoso! Estás jugando con tu credibilidad, pero con más de doscientos trabajos a su espalda, lo veía como un reto en su carrera. Lo sencillo era ser políticamente correcto, emular a Carl Sagan y reírse de ciertos temas desde un prisma estrictamente científico, pero lo que él iba a hacer era poner de relieve ciertos aspectos de la ciencia que se entremezclaban de una forma neblinosa con ritos esotéricos ancestrales que ya existían miles de años antes de que el hombre descubriera siquiera la teoría heliocéntrica.

La Teoría de Cuerdas, para empezar, era una teoría elegante que explicaba el universo de una forma inaudita, muy en contraposición con el universo armónico, estable y newtoniano que se manejaba hasta su formulación. Demostraba que el universo era dinámico, que la materia estaba compuesta por cuerdas y que cada una de éstas tenía un tono específico. Leyendo sobre eso, Didier pensó en el universo como una monumental orquesta, coordinada por la batuta cósmica de algún director sobrenatural, pero por muy descabellada que esa imagen pudiera parecer, ésa era la parte que la ciencia aceptaba y la parte donde su agente quería que se detuviera.

—Tienes once putas dimensiones, joder —había dicho su agente cuando le presentó las primeras pruebas del trabajo. Le llamaba desde su oficina en París, demasiado temprano para su gusto—. ¿No puedes escribir sobre eso?, ¿no es bastante para ti? Hasta tienes eso de que el Big Bang surgió por el pliegue de una de esas cuerdas… ¡Vamos! Es fantástico. No necesitas toda esa mierda sobre todos esos gurús esotéricos.

—No son gurús esotéricos. Son chamanes.

—¿Cómo se llamaba aquel tipo con el que estuviste la semana pasada? ¿Aguila Magnética Azul?

—Águila Magnética. Sólo Águila Magnética.

—Vamos, Didier. ¿Es que no lo ves? Nadie va a tragarse nada de un tipo que se hace llamar Águila Magnética, por mucho que por sus venas corra sangre cherokee. ¡Y puede que precisamente por eso!

—A mí me parece interesante —respondió Didier distraídamente. Por entonces, estaba bastante decidido a hacerlo, y su agente lo sabía; pero supuso que, al menos, tenía derecho a una pataleta.

—¿Y qué coño es un Aguila Magnética?

La Teoría de Cuerdas era la parte que la ciencia aceptaba, y donde su agente quería que se detuviera. Pero lo que Didier había aprendido era que la Teoría de Cuerdas parecía casar bastante bien con las Líneas Ley que el arqueólogo Alfred Watkins pusiera en la palestra en 1921. La leyenda de estas Líneas de Poder comenzaba en el folclore druídico, que denominaba
wyvern
a la energía de la tierra. Los druidas creían que esta energía recorría el planeta en forma de líneas; líneas de energía, líneas espirituales, sendas de luz… todos esos nombres se referían a lo mismo: alineaciones de energía que se localizan en vórtices magnéticos en ciertos lugares sagrados del mundo, desde los círculos de piedra a monumentos megalíticos levantados por pueblos prehistóricos sin que nadie supiera muy bien con qué propósito o finalidad. La unión de esos puntos formaba líneas… líneas telúricas o vías espirituales similares a las líneas que entretejían el universo.

Teoría de Cuerdas. Cuerdas de Energía.

Según muchos de los chamanes con los que había hablado, esas líneas eran pura energía; la manifestación misma de la vida sobre la Tierra, pero también el origen de su fertilidad, la encarnación de la misma Gaia. A Didier eso le pareció interesante. Le parecía significativo que la ciencia hubiera encontrado un sentido, una musicalidad en el universo que no habían sabido ver aquí, en la Tierra.
En Gaia.

—No puedes hablar de Gaia desde un punto de vista científico —soltó su agente.

—Ahora eres tú el que está exagerando. La teoría de Gaia está perfectamente aceptada —se defendió Didier—. Define al planeta como un sistema autorregulador que tiende al equilibrio. Hay un montón de modelos científicos que lo definen. Esas energías son su representación.

—Vale, ¿quién capta esas energías? —explotó el agente—, ¿cómo se miden?, ¿en kilovatios, en calorías, en julios? Ah, y otra cosa —ruido de papeles moviéndose al otro lado de la línea—: He visto tu diagrama con las líneas uniendo un montón de sitios significativos…, ¡Por Dios, Didier! Puedo trazar líneas rectas entre cualquier punto. Entre dos puntos cualquiera se puede dibujar una línea recta. Entre tres puntos, tres líneas, entre cuatro, seis. ¿No lo ves?

—Es un documental. Sólo cuento lo que hay. No voy a intentar convencer a nadie. Sólo dejaré que la gente saque sus propias conclusiones exponiendo algunos hechos significativos.

Pero la conversación no avanzó ni en un sentido ni en otro. Didier le hizo saber a su agente que iba a seguir adelante de todos modos, y éste le contestó que no estaba seguro de poder vender algo así a la gente de la BBC o del
National Geographic
. Didier lo mandó a la mierda. No era la primera ni sería la última vez. Su agente colgó sin decir nada, y Didier se alegró de que lo hiciera.

Luego, unos dos meses más tarde, las cosas cambiaron. El teléfono ya no funcionaba, y la luz iba y venía continuamente. Si las cosas continuaban por ese camino, era bastante posible que su agente tuviera razón: la BBC no iba a comprar ese documental, ni ningún otro.

El sueño que acababa de tener esa mañana había sido extraño. Una especie de indio de piel oscura, completamente desnudo, le miraba desde una posición unos diez metros por encima del suelo. Su pelo era negro como la noche, largo y brillante. Tenía un aspecto surrealista, como si fuese una pegatina que alguien hubiera estampado en el cielo de una forma desmañada. El indio levantaba una mano con un gesto solemne.

—¿Escuchas eso? —preguntó.

Didier asintió. Hasta ese momento no se había dado cuenta, pero en el sueño se escuchaba el mismo sonido que se estaba escuchando en casi todo el sur de Francia desde hacía un par de días. Un sonido desagradable, constante, como el de un motor metálico que está a punto de pasar a mejor vida.

—Es el lamento de Gaia —dijo el indio.

Didier era consciente de que estaba inmerso en un sueño, así que asintió medio divertido, sobre todo por el hecho de que acababa de darse cuenta de que también él estaba desnudo.

Luego, el indio le había pedido que lo ayudase con la construcción de un
Inipi
. Si había estado siempre ahí, Didier no se había fijado, pero detrás del indio se levantaba una estructura con forma de caparazón de tortuga. Era similar a la que había visto en el pequeño campamento hippy de Águila Magnética, pero mucho más grande. Didier le dijo que sí, que le ayudaría, pero entonces el indio (¿o era mexicano?, era difícil decirlo, toda esa gente le parecía igual) extendió la mano y le dijo que no quería que le ayudase con
ese
Inipi. Lo que quería era que hiciese
otro
Inipi. Didier iba a decir algo, pero entonces el indio empezó a cimbrear y se alejó como una estrella fugaz hacia el horizonte, sin dejar de mirarle en ningún momento.

Didier había investigado algo sobre los Inipis para su artículo. El propio Águila Magnética le había hablado de ellos. Para muchos, eran una especie de herramienta de purificación espiritual, y para otros, un elemento que entraba más en las pantanosas aguas de la santería y la curación. El propio Águila Magnética pareció volverse algo hosco cuando Didier le habló de esa faceta de los Inipis.

—La enfermedad no existe —dijo, con cierto desdén.

No. Águila Magnética usaba el Inipi en soledad, casi siempre para comunicar con la Madre Tierra, de una forma íntima. Según él, éste era el motivo por el que el ritual fue diseñado en sus orígenes.

—Muchos de nosotros han olvidado esto —dijo—. Olvidar es la maldición del hombre. Cada vez más alejados de la simiente original, del propósito fundamental. Pero algunos preservamos, y vigilamos.

Estos orígenes, explicó luego, se asentaban mucho antes de lo que Didier había imaginado en un primer momento. Al parecer, la tradición era indígena y se remontaba a los tiempos de los mayas, los toltecas y los aborígenes norteamericanos, y había recibido muchos nombres según la cultura: Casas de Sudorización, Inipis, Temazcallis… Diferentes nombres para una misma cosa. Incluso el proceso se había mantenido más o menos intacto a lo largo de los siglos. Didier no recordaba muy bien los rudimentos exactos del ritual, pero tenía que ver con una serie de puertas y de piedras que se iban desplegando en un sentido concreto, que en teoría representaba el sentido en el que giraba el universo.

Ahora, sin embargo, su sueño le había traído una idea.

El extraño ruido seguía allí, igual que cuando se acostó. Ni más fuerte, ni más bajo. Era, simplemente, igual en todas partes.

El lamento de Gaia.

Se levantó de un salto. Había decidido ir a ver a Águila Magnética, y puede que de camino recogiera a unos cuantos amigos, si es que a esas alturas no habían huido al interior del país. Estaba a unos cuatrocientos kilómetros de distancia de donde Águila tenía su granja hippy, pero tenía grandes planes.

El Inipi
, pensaba.
Me pregunto si tres veces más grande será suficiente.

Ringsted, Dinamarca.

Soren Wadskier estaba amontonando sacos de tierra cerca de la avenida Sorovej cuando, de repente, se quedó como congelado.

—¿Soren? —preguntó su compañero cuando reparó en ello.

Soren parecía una escultura, ligeramente inclinado y con el saco de casi quince kilos entre los brazos. Una gota de sudor resbalaba trabajosamente por su frente. Su compañero empezó a asustarse; la escena casi hubiera resultado cómica de no ser por todo lo que estaba ocurriendo. Últimamente esperaba cualquier cosa, incluso seres humanos que de repente se convertían en una especie de estatua.

—¡Soren!

Soren pestañeó. Se lo quedó mirando como si, de repente, no supiera quién tenía delante.

—¿Qué? —preguntó al fin.

—¿Estás bien? Te habías quedado como… ido.

Soren miró el saco que tenía entre las manos y, por fin, lo colocó en su sitio. Estaban levantando una buena barrera alrededor de todo el pueblo, por si las cosas salidas del mar llegaban tierra adentro. No sabían si eso las detendría —Soren pensaba que no—, pero era una bonita manera de mantenerse ocupados.

—Sí. Creo que… Creo que me he quedado dormido —contestó.

Su compañero soltó un bufido, a medio caballo entre la sorpresa y la risa nerviosa.

—¿Dormido, dices? Parecías de piedra.

Soren pestañeó. Tenía los ojos profundamente oscuros; una herencia de su madre, que había nacido en México.

—He soñado con un indio —soltó, confuso.

—¿Un qué? ¿Cómo que has soñado?

—Con un indio —repitió.

Su compañero sacudió la cabeza brevemente y decidió seguir amontonando sacos. Aquello había sonado raro, y tal y como era costumbre en su país, era mejor no prestar demasiado atención a ese tipo de extravagancias.

Después de unos instantes, sin embargo, Soren volvió a detenerse. Tenía el ceño arrugado cuando preguntó:

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