La hora del mar (63 page)

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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, #Terror

BOOK: La hora del mar
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—¡Nos envían de nuevo aquí! —continuó el soldado—. ¡A la misma batalla que acabamos de perder! ¡A todos!

Hubo miradas de suspicacia. Algunos miraban alrededor, sobrecogidos todavía por el espantoso panorama. Casi todos eran hombres jóvenes. Dos de ellos tenían mujer e hijos, y el resto planeaba usar la carrera militar como puente para un futuro mejor. Uno de ellos esperaba ganar suficiente dinero en un período de diez años como para montar una empresa de seguridad privada. Le habían dicho que había mucho dinero que ganar en urbanizaciones de alto
standing
en la Costa del Sol.

Pero ahora tenían la sensación de ser carne de cañón. Era demasiado evidente que la operación de la mañana se parecía demasiado a las misiones suicidas que hizo tan famoso al ejército japonés.

Pero Zamora se agachó y cogió el gancho con fuerza.

—Voy a tirar —exclamó—. Voy a arrastrar a este hijo de puta hasta allí, porque eso nos va a dar algún tipo de ventaja mañana. Y si eso puede ayudar a que las cosas vayan mejor, joder, voy a hacer el trabajo. Quien quiera hacerlo, que me ayude ya, porque estar aquí expuestos y mirando alrededor como conejos asustados no va a hacer que cambie una mierda.

Algunos de los hombres miraron hacia el suelo. Zamora cogió el gancho y empezó a tirar. Sus músculos se marcaron bajo la camisa y en su cuello surgieron tendones tan tensos que parecían a punto de estallar, pero aun así no consiguió desplazar el cuerpo ni un solo centímetro.

Al instante, dos de los hombres se lanzaron a echarle una mano, y cuando ya tenían los ganchos cogidos en sus puños, el resto volvió al trabajo. Nadie dijo nada.

Con titánico esfuerzo, consiguieron superar los ciento cincuenta metros que les separaban del vehículo oruga. Llegaron jadeando y sudorosos, pero habían conseguido lo que pensaron que sería imposible, y alejarse de la visión del campo de batalla les hizo sentirse mejor. Allí se arriesgaron a usar el motor del
winch
para subirlo al contenedor de carga, porque de lo contrario hubieran necesitado desplegar una energía que iban a necesitar para arrastrar los otros seis cadáveres. Mientras el motor funcionaba, Zamora y otro compañero vigilaban desde el montículo; esta vez, agazapados. El hecho de que el lugar pareciera tan abandonado como lo encontraron al principio empezaba a insuflarles renovados ánimos.

—Pasan completamente de esta mierda —dijo su compañero.

—¿No es significativo? —preguntó Zamora.

—¿Qué?

—Quiero decir… O bien se han marchado, o quizá no están interesados en defender lo que han conquistado —discurrió Zamora—. Piénsalo. Éste es el borde, la línea que marca la toma de la ciudad. Cualquier ejército habría mantenido esta línea o la habría hecho crecer. Es mucho mejor utilizar los primeros edificios como puesto de vigilancia y controlar el valle. Pero allí no hay ni un alma. No han conquistado una mierda. Sólo querían… echarnos.

—Bueno, tío, Málaga es muy grande. Quizá no tengan recursos para controlar todos los malditos flancos. ¿Y si mañana no atacamos por aquí, sino por el este? O por el oeste.

Zamora negó con la cabeza.

—Yo habría puesto centinelas, al menos. Alguien que me pudiera alertar del movimiento del enemigo antes de que se me metiera en las calles. Allí puede ser un infierno. Imagínate si entramos y tomamos las calles. Ellos tienen
pinzas
, tío. Nada de armas a distancia, sino combate cuerpo a cuerpo, como en la época de las cruzadas contra los moros. La guerrilla en los edificios nos daría una seria ventaja. Podríamos montar telemetría, torretas, morteros. Esos putos mierdas no se imaginan lo que podríamos hacer.

—¡Bueno —exclamó su compañero—, pues tanto mejor para nosotros!

—Pero… Sospecho que esto sólo puede querer decir dos cosas.

Su compañero pareció pensar en ello unos instantes.

—No lo pillo.

—Pues una posibilidad es que no les interese mantener la ciudad. No es eso lo que buscan. Son bichos con pinzas. Putos cangrejos monstruosos con esteroides. Nos han barrido y se han ido a otra parte.

—Aja. ¿Y la otra?

—Tal vez tomaran la ciudad para hacer algo y, fuera lo que fuese, tal vez ya esté hecho o estén a punto de acabar.

Su compañero asintió, pero no contestó nada. De repente, se sentía demasiado acongojado como para hacerlo.

Eran las cuatro y veinte de la mañana cuando el sexto cadáver era arrastrado ya al remolque del vehículo oruga. Para entonces, los hombres estaban tan exhaustos que los músculos de los brazos pulsaban dolorosamente, pero lo cierto era que habían hecho el trabajo en apenas dos horas; ya hacia el final habían conseguido desenvolverse a buen ritmo y habían encontrado formas más eficaces de enganchar y tirar de los ganchos, de modo que todo había ido más rápido.

El hecho de estar a punto de concluir y el haber estado trabajando sin interrupciones estaba dando nuevas esperanzas. Empezaban a pensar que la batalla del día siguiente podría desarrollarse de una forma diferente a como habían imaginado: la plaza parecía rendida.

—¡Vamos, vamos! ¡El último!

Gruñían y tiraban al ritmo de «uno, dos…» y empezaban a abandonar la zona de cadáveres cuando, de pronto, el sonido de una explosión les hizo encogerse sobre sí mismos. Un par de hombres se tiraron al suelo, embarrado de sangre de sus compañeros. Zamora fue el primero en levantar la cabeza, a tiempo para ver una nube de humo evolucionar a apenas veinte metros de donde ellos estaban.

—¡Dios mío! —graznó un soldado.

Todos empezaron a hablar a la vez, mirando alrededor con rápidos movimientos de cabeza.

—¿Qué ha sido eso?

—¡Parecía una granada!

—Pero ¿cómo?

—¿Una granada que no explotó en su momento?

—¿Pudo explotar por un cambio de temperatura?

—¡Callaos! —gritó Zamora.

Zamora notaba algo. Lo sentía en la piel, en la conexión de los cabellos rizados con la base de la nuca, lo sentía en la electricidad del aire y en sus músculos tensos. Era algo invisible, una percepción apenas, una especie de sexto sentido que le gritaba al oído una sola palabra: «¡Corre!» Pero en ese instante, captó algo con la vista periférica: algo evolucionando en el aire. Instintivamente, flexionó las rodillas y miró hacia arriba, esperando ver la enorme mole de algún coche acercándose a él; pero en el cielo estrellado no había nada.

De repente, una segunda explosión levantó una lluvia de tierra húmeda, esta vez demasiado cerca de su posición. La tierra cayó sobre ellos con una furia espantosa, crepitante. Ahora estaba claro que no había sido accidental y se apresuraron a descolgar los fusiles que llevaban sujetos a la espalda por los cintos.

Con un movimiento rápido, Zamora miró hacia atrás. Allí estaba el montículo que les separaba del vehículo oruga, de donde estaba seguro que habían salido las granadas. El segundo tiro había corregido el primero, y si había un tercero (y estaba seguro de que así sería) probablemente sería disparado con más acierto.

Iba a gritar a sus compañeros que se dispersaran cuando, de pronto, empezó a sentir una fuerte vibración en las piernas.

—¿Qué coño pasa? —gritó alguien.

Súbitamente, la tierra empezó a temblar. El barro empezó a vibrar como la arena en un cedazo, y al instante siguiente, se abultaba como la masa de un pastel lleno de levadura que se calienta en el horno. Sólo entonces, consiguió Zamora llenar de aire sus pulmones y gritar:

—¡Corred!

Alguien como Thadeus les habría advertido antes. Alguien como Thadeus les habría hablado de los cangrejos de arena, que se entierran, entre otras cosas, para soportar mejor el frío nocturno o mudar su coraza calcárea. Pero ahora, la tierra se resquebrajaba ante sus ojos sin que pudieran reaccionar o imaginar siquiera qué estaba ocurriendo. Zamora se vio sorprendido por una imagen evocada por viejos temores, y en su mente imaginó muertos vivientes desgarrando la tierra y buscando, con sus garras inmundas, la libertad de la vida. Pero no eran garras, sino formas oscuras que se abrían paso por entre las heridas de la tierra, sucias y polvorientas.

Alguien gritó.

Koldo no podía creer en su mala puntería. Era un juego arriesgado: si se daban cuenta de lo que ocurría (y podían darse cuenta en cualquier momento) tardarían muy poco en darle alcance. Eran soldados profesionales, e iban armados.

Empezaba a preparar la tercera granada cuando, de repente, la tierra empezó a vibrar.

Primero pensó que Ellos venían, y su corazón empezó a latir con fuerza. Seguramente, el sonido de las explosiones les había alertado. Imaginó una colosal nave extraterrestre emergiendo en mitad del aire nocturno, un silencioso centinela que aparecía como por arte de magia en algún punto del campo de batalla. Las formas rectilíneas de su estructura se cimbreaban al retirarse los escudos de invisibilidad, de tonos celestes casi eléctricos, que la habían mantenido oculta. Pequeñas descargas recorrían la superficie translúcida de los escudos, chisporreteantes, mientras unas colosales toberas arrojaban un infierno de fuego sobre la tierra para mantenerla en suspensión.

Pero cuando asomó cuidadosamente la cabeza, descubrió con cierta decepción que el aire nocturno estaba tan quieto como lo había estado antes.

Era otra cosa.

Alrededor de los soldados, la tierra escupía ahora las formidables criaturas alienígenas. Koldo admiró con qué facilidad emergían a la superficie, utilizando las pinzas para abrirse camino. Era la primera vez que las veía tan cerca, y la desilusión por no haber visto la nave espacial se mitigó. El corazón empezó a latirle con fuerza.

¡Estaba ocurriendo! Las tenía allí mismo, delante de sus narices. Pensó, con una risa entre dientes, que las había convocado él. El sonido de las explosiones debía haberlas sacado de sus escondites. No había ideado acabar así con los soldados… había esperado pacientemente a que terminaran de arrastrar los cadáveres para fulminarlos con una granada, pero eso era mucho mejor. Estaba embelesado observando sus descomunales, mortíferas extremidades, y deseó que hubieran cercenado miles de cabezas incrédulas, que hubieran amputado las manos de los que habían ocultado los innumerables contactos y avistamientos extraterrestres en todo el mundo, y que hubieran acabado con las vidas de los que se reían de las fotografías, los casos documentados, las evidencias, los informes de los abducidos. De todos ellos. La Verdad había venido, furibunda, investida de muerte, tan palpable como estremecedora, y estaba ahí mismo.

Los soldados empezaron a disparar y las ráfagas llenaron de destellos sus torsos acorazados. Koldo miró con ojos muy abiertos, y casi dio un grito de entusiasmo cuando comprobó que los proyectiles rebotaban en sus corazas como las balas en el pecho de Superman.

Ahora estaban rodeados. Había seis… ¡no, siete! alienígenas, tan recubiertos de polvo que parecían gólems de piedra que algún hechicero hubiera conjurado de la tierra. En mitad de la confusión, uno de ellos extendió las pinzas como si fuera a abrazar a alguien y, al instante, los otros seis se lanzaron a toda velocidad contra los hombres. Hubo un instante de confusión, sonidos de disparos y el estremecedor crujido de pinzas cortando, como el de unas tijeras.

Si alguien hubiera abierto una ventana a la escena en ese mismo momento, no obstante, habría pensado que asistía a una suerte de baile cuidadosamente coreografiado: los alienígenas tenían una apariencia casi teatral, moviéndose como impulsados por carritos invisibles cuyos raíles alguien hubiera ocultado en el suelo. Los cuerpos se retorcían a su paso: los fusiles salieron despedidos, las pinzas cortaban, demasiado ágiles y veloces para su tamaño, y todo aderezado por la banda sonora de
El Zumbido
, versión Medley Apocalipsis.

Pero de repente, la sangre manó abundante y los cuerpos cayeron al suelo. En ese momento, cualquier atisbo de belleza desapareció. Hasta Koldo, que parecía transportado a una catarsis de excitación, se quedó congelado. Se sintió expuesto, y aunque estaba seguro de que todos acabarían sucumbiendo a la invasión, no quería morir todavía. No hasta que hubiera visto
más
. Mucho más.

Se agazapó, respirando con dificultad. Cerró los ojos, apretando fuertemente los párpados, como cuando era niño y pensaba que eso bastaba para alejar a todos los monstruos. Los soldados no estaban muertos: proferían gritos tan agudos y prolongados que Koldo tuvo que taparse los oídos con las manos. No fue suficiente. Seguía oyéndolos, taladrando su cerebro con registros tan altos que creía que le estallarían los ojos en las cuencas.

¡Morid! ¡Morid ya, hijos de puta! ¡MORID YA!

El tormento se prolongó todavía durante lo que pareció toda una eternidad, pero poco a poco, los alaridos fueron apagándose. Después de unos instantes, un único lamento arrastrado quedó prendido en el aire; era apenas un arrullo cargado de una extraña melancolía, hasta que se extinguió. Koldo se quedó tumbado en el suelo, mirando al cielo. Sin la contaminación lumínica de la ciudad, la cúpula celeste estaba tan llena de promesas de
vida
, que se sintió infinitamente pequeño y bendecido.

Y esperó. Esperó casi veinte minutos sin moverse lo más mínimo, hasta que finalmente se sirvió de los codos para incorporarse y asomar la cabeza con infinito cuidado por el borde del montículo.

Si los alienígenas se habían ido o habían vuelto a enterrarse, no lo sabía, pero ya no estaban allí. Sólo quedaban los cuerpos de los soldados para dar testimonio de lo que había ocurrido, pero ahora formaban parte de la horripilante alfombra de cuerpos sin vida, enmarañados en mitad de una sombra oscura, y nadie los encontraría jamás. Pensó que ese lugar se convertiría en un hervidero pestilente en cuanto el sol de Málaga empezara a pudrir la carne.

No le importó esperar un poco más todavía. Quería asegurarse de que ninguno de aquellos fantásticos especímenes fuera a por él cuando pusiera en marcha el motor del vehículo oruga. Suponía que, con todo ese peso, no podría avanzar a mucha velocidad.

No, tenía planes.

¿Sargento?
, pensó divertido.
Sé que no debí hacerlo, pero fui a ver cómo estaba la situación aquí abajo, por si veía algo que pudiera servirles… movimientos del enemigo, alguna cosa. Quiero ayudar, sargento. Quiero ser útil y ayudar. Sí, sargento, fui muy cuidadoso. Lo sé, sargento, pero encontré a sus hombres, cargando con estos pesados cadáveres, y me ofrecí a ayudarles. Créame que pesan una barbaridad: habrían tardado demasiado tiempo si no les hubiera ayudado.

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