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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, #Terror

La hora del mar (66 page)

BOOK: La hora del mar
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—Dios mío, Demp… —susurró Helm.

Por unos instantes, no se movió nada. El autobús iluminaba la lluvia y el asfalto con la tenue y temblorosa luz de un único faro, y del radiador salía una polución neblinosa. Sapkowski apretó los dientes y, durante unos interminables segundos, temió lo peor.

De pronto, la luz del faro parpadeó. Casi parecía que iba a extinguirse del todo cuando, de pronto, cobró fuerza. Lentamente, el Freightliner empezó a avanzar de nuevo.

—¡Si! —gritó Sapkowski, apretando con fuerza el puño en el aire. Bajo el casco, sudaba de excitación—. ¡Con dos cojones, hijo de puta!

El autobús salió poco a poco del edificio, haciendo caer cascotes por todas partes. Las ruedas pasaron por encima del derribo, haciendo que se bamboleara. Cuando casi hubo salido del todo, tanto Sapkowski como Helm vieron algo en el techo que les hizo gritar todavía más.

La pinza del monstruo continuaba clavada allí. Sólo la pinza.

—Ve a ayudarle con los civiles —exclamó Sapkowski, jadeante. No gritaba tanto desde que Steve Bartman robó una pelota en terreno de
foul
a Moisés Alou, impidiendo concretar el
out
número veintitrés del sexto juego de la serie por el título del Viejo Circuito, en 2003—. Yo vuelvo arriba.

—¿A la azotea? —preguntó Helm.

—Aún me quedan dos bengalas. Voy a seguir intentándolo.

—Joder. ¡Vale! —concedió Helm.

Sapkowski se puso en marcha, sin añadir nada más. Estaba tan lleno de adrenalina que casi se sentía mareado. El viejo hijo de puta de Dempsey había hecho su trabajo. El autobús se dirigía hacia la entrada trasera, y si bien había quedado bastante abollado, creía que aún serviría. Al fin y al cabo sólo tenían que llegar hasta el puente, y una vez allí…

Sacudió la cabeza.

Una vez allí, ya verían lo que pasaba.

Un problema cada vez, como decía su padre.

Dempsey detuvo el viejo autobús escolar en la tranquila calle y apagó el motor. Éste se sacudió con una especie de estertor de muerte, y la luz del único faro que quedaba se extinguió.

Entonces se permitió dejarse caer sobre el enorme volante, donde se quedó reposando unos instantes. Estaba exhausto. En los últimos minutos había creído que chocaría contra algún coche y saldría despedido por el cristal delantero como un cometa de carne y hueso; luego se había imaginado que los monstruos irrumpirían en la cabina del autocar y le arrancarían la cabeza de los hombros y, para acabar, casi se parte la espalda contra el asiento cuando chocó contra el edificio.

Al menos, eso último había acabado con todos los problemas.

Un golpe sordo le hizo dar un respingo.

Era aquella mujer, la doctora Flint (¿Lynn?), golpeando la puerta de vidrio con los nudillos. Dempsey pulsó el botón de apertura y la puerta se abrió con un ruido hidráulico.

—¡Hey! —exclamó ella—. ¡Dios mío!

—Hey —contestó Dempsey.

—¿Qué te ha…? —empezó a decir, pero se quedó mirando el lateral del autobús y enmudeció, con los ojos abiertos de par en par.

Estaba tan raspado y abollado que parecía que un ejército de gorilas histéricos había estado golpeando la carrocería con porras de piedra. El techo estaba algo hundido, y la parte trasera parecía haber sido caprichosamente mordisqueada por un gigante de dientes de acero.

—¡Lo he traído! —dijo él.

—Bueno, ¡has traído
algol
—exclamó ella, burlona.

—Muy graciosa. Aún funciona, y hay bastante sitio.

—Tienes… tienes sangre en la nariz.

Dempsey se llevó una mano a la cara y pasó un dedo por encima de los labios.

—¿En serio? No es nada.

La doctora Lynn asintió sonriendo.

—Oye… —empezó a decir. Quería agradecerle todo lo que había hecho. No sabía de dónde había sacado el autobús, ni si lo encontró ya en ese estado o había pasado por alguna especie de tercera guerra mundial; pero estaba empapado, descamisado y herido, y había cruzado toda la calle en aquella ciudad abandonada para intentar salvar a sus pacientes. Quería decirle todo aquello, pero sólo consiguió decir—: Gracias.

Dempsey se encogió de hombros.

Los trabajos de conversión del autocar resultaron más sencillos de lo que había pensado. Frank, que había regresado sano y salvo al hospital, tenía herramientas suficientes para que tres personas consiguieran desgajar los asientos en apenas un cuarto de hora. Trabajar allí, fuera de la seguridad del edificio, resultaba mucho más duro de lo que habían pensado: constantemente levantaban la cabeza para mirar a través de las ventanas con el temor de ver alguna de las armaduras negras acercándose en mitad de la lluvia.

Sapkowski continuaba en la azotea. La tercera bengala no había dado tampoco el resultado que había esperado: el cielo seguía tan oscuro y vacío como lo encontró la primera vez que ascendió a la azotea, pero no perdía la esperanza. Si la última bengala no funcionaba, cogerían el autobús que Dempsey había traído (¡con dos cojones!) e intentarían llegar al otro lado del río. No sabía si quedaría alguien allí con vida, pero si encontraban el puente bloqueado por aquellos monstruos, intentarían otro acceso por alguna otra parte. La zona estaba cuajada de puentes. Por alguno sería posible cruzar hacia el interior.

La cuarta y última bengala explotó en el cielo, y otra vez, la luz roja centelleó en el aire, desafiante, creando un halo rojizo que se quedó suspendido en la noche. Después, como si fuera un copo de nieve temprano, empezó a descender suavemente.

Le pareció que ahora llovía con más intensidad, y la visibilidad era aún menor, lo cual reducía todavía más las posibilidades de que vieran la luz desde la distancia. Frustrado, se sentó en el suelo, protegido del agua por un alero, cuando de pronto le pareció escuchar un sonido, débil, lejano, pero uno que conocía muy bien.

El sonido de las aspas de un helicóptero.

Sapkowski se incorporó de un salto, inclinando la cabeza para escuchar mejor. Por unos instantes, le pareció que su cerebro le había engañado. Se había autosugestionado, y todo lo que quedaba de ese sonido era ahora un recuerdo, una quimera. Pero al instante siguiente, volvió a oírlo de nuevo.

Jugarretas del viento racheado en las alturas
, se dijo.

Había un helicóptero por allí, y la bengala estaba ya cayendo entre los edificios, perdiéndose por las calles. Pronto desaparecería de la vista de cualquiera que estuviera ahí arriba.

Pensó, miró alrededor y se desesperó. ¡Tenía que haber alguna cosa que pudiera usar para llamarles la atención! Entonces se le ocurrió una sola cosa. No sabía si daría resultado, pero era lo único que tenía a mano. Abandonó la protección del alero y corrió hacia el helipuerto. Al correr, la ropa húmeda se le pegó al cuerpo, fría y desagradable, pero pensó que no le importaría agarrar un resfriado de caballo si podía pasarlo lejos de allí, rodeado de otros seres humanos.

Una vez en la plataforma del helipuerto, apuntó con el rifle hacia arriba y empezó a disparar. El sonido desgarró el aire. Esperaba que los fogonazos del cañón fueran también una guía, por débil que ésta fuese, para unos ojos atentos.

El sonido de las aspas pareció ganar intensidad; ¡se estaba acercando! Tan sólo unos segundos después, distinguía entre la niebla provocada por la lluvia la voluminosa forma de un helicóptero militar. Y no un helicóptero cualquiera, sino uno de transporte, uno de esos UH-1Y a los que llamaban «Veneno». El cacharro, de unas ocho toneladas cuando estaba vacío, tenía espacio suficiente para diez pasajeros o unas seis literas. Era como un regalo del cielo.

Sapkowski levantó los brazos, dando brincos y lanzando alaridos al aire.

—¡AQUÍ, AQUÍ, JODER, AQUÍ!

La puerta del compartimento de carga se abrió, y un soldado apareció de su interior. Tuvo que gritar para hacerse oír por encima del ruido de las aspas.

—¿Eres de la cuarenta y dos?

—¡Sí, joder, sí! —contestó Sapkowski.

—¿Hay alguien más?

—Hay dos hombres abajo, en el hospital, del resto no tengo ni idea.

—¿Sólo dos? —preguntó el soldado, visiblemente sorprendido.

—¡Tuvimos que salir cagando leches! Fue una puta emboscada.

—¡De acuerdo! —chilló el soldado—. ¿Están heridos?

—¡No! Pero hay civiles. ¡Creo que podremos transportarlos a todos en dos o tres viajes!

—¿Qué? —soltó el soldado—. Oh, mierda.

—¡Espere! ¡Hay más! ¡Hay algo que tienen que ver!

Sapkowski les contó lo que estaba ocurriendo detrás del hospital. Les habló de los tubos, de la extraña estructura, de la congregación de miles de criaturas.

—Vale, hombre, buen trabajo. ¡Cuénteselo a su superior cuando regresemos! —dijo el soldado.

—¿Qué? No no… No lo entiendes. Es… ¡Podría ser importante! ¡Creo que los mandos deberían saberlo, y deberían saberlo ahora mismo!

—Amigo, yo sólo tengo que sacarles de aquí —dijo el soldado.

—¿Qué? —preguntó Sapkowski. Notaba en el cuello un pequeño temblequeo. Era una señal de que la sangre empezaba a hervirle en las venas, y cuando eso ocurría, apretaba tanto los puños que las uñas dejaban pequeñas marcas blancas sobre la carne.

—¡Yo sólo hago mi trabajo! —contestó el soldado—. ¡Si no quiere subir, volveremos por donde hemos venido!

—¡Oiga! —bramó Sapkowski, intentando controlarse—. ¡Consúltelo con su superior al menos! ¡Comuníquele lo que le he dicho y a ver qué dice!

—¡Negativo! —bramó el soldado—. ¡Avise a sus hombres, o nos iremos!

De pronto, una mano apareció en el hombro del soldado. Éste giró la cabeza, y de la penumbra del compartimento de carga apareció otro hombre.

—¡Creo que tiene razón, Down! —exclamó.

Down apretó los labios, pero no contestó.

Alguien estaba colocando mantas para tapar el desastre que se había producido en la parte trasera del autobús. Se llamaba Rodell Carruthers, era de Kentucky, y mientras trabajaba, clavando pequeñas puntillas en el metal, tenía dificultades para perforarlo. Eso le provocaba una desazón tremenda; intentaba imaginar qué tipo de criatura infernal podía haber hecho aquello con la carrocería de un maldito autobús.

Mientras tanto, Helm, Dempsey y el personal del Clearance Meadows, estaban ayudando a transportar a los enfermos. Usaban camillas convencionales del tipo que usaban en las ambulancias, porque las camas normales hubieran necesitado mucho espacio. De aquella manera, había sitio suficiente para todos.

—Ese cabrón de Sapkowski —protestaba Helm mientras acarreaba una de las camillas— está columpiándose bastante. Con sus… putos rollos de bengalas y rescates…

—Cuidado —dijo Dempsey—. ¡Levanta de ese lado!

—Sólo está ahí arriba, tío, mientras nosotros… nos deslomamos llevando a toda esta gente.

—Helm, colega, ¡levanta de ese lado!

—Quiero decir que debería estar aquí abajo, joder. ¡Estoy roto! ¡No me alisté para esta mierda!

—¡Como no levantes por ese lado, colega, te voy a dar mierda para reventar!

Helm levantó la camilla por el lado izquierdo, con una expresión enfurruñada en el rostro.

—Chúpamela —exclamó.

Dempsey negó con la cabeza, con los músculos del cuello tensos por el esfuerzo.

—Paso, tío. Ya sabes que soy judío. No como cerdo.

Sapkowski esperaba bajo la lluvia, mientras el soldado Down hablaba por radio en el interior. Las gotas resbalaban del borde de su casco, creando una fina cascada delante justo de sus ojos.

—Vamos… vamos… —mascullaba entre dientes.

Por fin, Down se asomó al exterior. Estaba lívido, y la mandíbula inferior temblaba.

—Nos… Nos han ordenado que hagamos una pasada de reconocimiento e informemos de todo lo que veamos —dijo en un tono más alto—. En tiempo real, por radio.

Sapkowski asintió, complacido.

—¡Vamos, sube! —exclamó Down.

—¿Cómo?

—Tú has hecho el descubrimiento, genio —dijo, con una sonrisa torcida—. Quieren que les informes tú.

Sapkowski se quedó callado. No había pensado en esa eventualidad, y empezaba a sentir una ligera opresión en el pecho. Si hubiera tenido asma alguna vez en su vida habría identificado esa sensación con un pequeño comienzo de asfixia, porque, por supuesto, había oído hablar de las esporas que derribaban los aviones. Había ocurrido por todo el mundo, así que, ¿qué le hacía pensar que esa vez sería diferente? Miró hacia atrás un par de segundos y pensó en Helm, en la doctora Lynn y en Dempsey, y tuvo una extraña sensación.

—De acuerdo —exclamó.

Down le tendió la mano para ayudarle a subir, pero Sapkowski la ignoró. Trepó de un salto mientras las aspas empezaban de nuevo a girar lentamente.

—Le habla el mayor Gardner —dijo la voz al otro lado del aparato. A juzgar por cómo sonaba, era alguien entrado en años y hablaba en el tono de quien está acostumbrado a ser obedecido.

—Señor, soy el soldado Tank Sapkowski.

Sapkowski se escuchaba a sí mismo cuando hablaba, señal de que su voz estaba siendo aireada con algún sistema de manos libres. Imaginaba que un gabinete de altos mandos, expertos y analistas estaba escuchando sus palabras, y eso no ayudaba a que se sintiera más relajado.

—Sapkowski, usted va a ser nuestros ojos y nuestros oídos, ¿de acuerdo? Cuéntenos todo lo que vea. En especial quiero que mire
dentro
de la estructura. Es muy importante.

—Sí, señor. Eh, estamos despegando en estos momentos. La zona que hemos… identificado, está a unos trescientos o cuatrocientos metros del hospital. Eran miles de criaturas, hacinadas unas sobre otras. Han… Han construido una especie de cosa, una estructura, un círculo que parece hecho de… eh… de ellos mismos, si sabe lo que quiero decir.

—Siga, Sapkowski. Tranquilícese. Lo está haciendo muy bien.

—Gracias, señor. Ahora salimos del helipuerto. Y… Llueve bastante, la visibilidad no es buena. Pero… Ahí lo tenemos. Vaya, con esto vamos a llegar enseguida. Sí, los veo desde aquí. Es… Es increíble, desde aquí veo que es un círculo, tan grande al menos como el estadio de los Yankees. Es oscuro, señor, todo es negro y diría que se mueve, está en movimiento, porque las criaturas recorren su superficie de un sitio para…

De repente se calló.

—Continúe, Sapkowski. ¿Qué hay en el centro del agujero?

—Es… Dios mío, es… Es un pozo, un pozo enorme, no se ve el fondo. Está oscuro como boca de lobo, pero no hay duda de que es un pozo como no había visto en mi vida.

BOOK: La hora del mar
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