—Tenemos que saber ya qué vehículo vamos a usar —explicó la doctora Lynn a Dempsey—. Tenemos que acondicionarlo. Hay sueros y cosas que debemos colgar de alguna parte. No tendremos manera de saber si andan estables o no, pero al menos podremos seguir suministrándoles los medicamentos que les son vitales.
Dempsey asintió.
—Está bien —dijo—. Saldré ahora mismo.
—¿Va a ir usted solo?
—Yo solo —exclamó—. No tiene sentido arriesgar la vida de nadie más. Todo depende de que me descubran o no. Si me descubren… da igual que vaya solo o acompañado de un centenar de hombres.
La doctora Lynn asintió.
—Escuche, hay un colegio al otro lado de la calle, según se sale por la puerta de proveedores. Si puede llegar hasta allí, suele haber un autobús escolar en el garaje, y no está cerrado. Es lo mejor que se me ocurre.
La expresión de Dempsey se iluminó.
—¡Eso sí que son buenas noticias, doctora! No tenía ni idea de dónde buscar.
—No es usted de por aquí, ¿verdad?
—No, señora. Soy de Alabama —dijo con cierto orgullo.
—Debí suponerlo —contestó ella.
Dempsey sonrió.
Esa zona no estaba tan despoblada como Dempsey había creído. Lo averiguó cuando cruzaba una calle ancha de cuatro carriles: había media docena de esas cosas correteando por el asfalto en formación; tres delante y tres detrás. Avanzaban lentamente, hacia dónde y para qué, Dempsey no lo sabía, pero si seguían esa ruta acabarían por pasar delante de sus mismas narices.
De una forma instintiva, Dempsey optó por quedarse inmóvil. Si tenía razón y aquellas cosas eran una especie de animales, cualquier movimiento brusco le haría resaltar en el entorno como si estuviese disfrazado de árbol de Navidad, luces de colores centelleantes incluidas. Era como cazar ciervos, sólo que él era la presa y no el cazador, pero esperaba poder aplicar el mismo principio; sólo esperaba no tener que preocuparse de cosas como el viento, que podía trasladar su olor muchos cientos de metros.
Al mismo tiempo, quedarse parado con aquellos monstruos acercándose le estaba exigiendo una prueba de valor que no había previsto. Oleadas de pánico le embargaron, recorriendo su cuerpo como si fuesen descargas eléctricas. Su cabeza le gritaba que se agachara, que batiera las piernas contra el asfalto y pusiera tanta distancia como le fuese posible, pero aun así, permaneció tan quieto como el miedo le permitía, concentrado en no pestañear.
Si no cambian de rumbo, van a pillarme con los calzoncillos bajados
, pensaba Dempsey.
En algún momento me verán, quieto o no, y entonces…
Pero ¿cuándo? ¿Cuándo debía moverse? No tenían una cabeza que pudiera tener en cuenta para averiguar hacia dónde miraban. Estaba pensando en eso cuando, de pronto, escuchó un grito a su espalda.
—¡Eh! ¡E-eh!
Dempsey giró la cabeza, con el corazón latiendo con fuerza. Al otro lado de la calle estaba aquel operario entrado en años, Herbert. No, Frank. Creía que se llamaba Frank. Tenía los labios generosos y los ojos pequeños, lo que le daba un aspecto un poco retrasado, pero sus ojos brillaban como los de un chaval de veinte años y había estado ayudando con todo lo que le había hecho falta a los doctores. Ahora estaba allí, entre un par de coches abandonados, agitando los brazos en el aire.
Dios mío… ¿Qué coño hace?
—¡Eeeeh! ¡A-aaquí!
Dempsey miró otra vez a las armaduras negras. Se habían detenido y parecían estar mirando en dirección a donde estaba Frank, repentinamente inmóviles. Con las pinzas apoyadas contra el suelo y las piernas escondidas bajo el voluminoso cuerpo, parecían unas esculturas tribales, representaciones monstruosas de algún oscuro dios olvidado.
Está atrayéndolos. Está atrayéndolos hacia sí para que yo pueda sacar el autobús.
—No… —murmuró.
Por Dios, aquel hombre debía tener ¿cuánto? ¿Cincuenta, sesenta años? Jamás podría escapar corriendo de aquellos bichos. Quería decirle que se alejara, que su plan era una locura, pero se quedó congelado, incapaz de reaccionar. Mientras tanto, los seis monstruos se pusieron repentinamente en marcha; desplegaron sus aborrecibles patas y empezaron a avanzar, cogiendo velocidad a cada tramo. Lentamente, levantaron las pinzas como si pretendieran embestir al operario con ellas.
El anciano reaccionó moviéndose entre los coches. Dempsey pensó brevemente en dispararles, pero justo cuando estaba levantando el fusil para soltar una ráfaga, Frank desapareció por un hueco estrecho entre los edificios. Era apenas un hueco de medio metro por el que tuvo que deslizarse de costado: los monstruos jamás conseguirían seguirle por allí.
—¡Qué hijo de puta! —murmuró, repentinamente excitado.
Ahora tenía que aprovechar ese momento que el viejo le había dado, y empezó a correr hacia el otro lado de la calle. Bendijo en silencio las suelas de goma de sus botas oficiales: golpeaban el asfalto sin hacer apenas ruido.
Antes de desaparecer por la entrada del aparcamiento, echó un último vistazo atrás. Los monstruos evolucionaban alrededor del resquicio, sacudiendo sus pinzas en el aire. El sonoro chasquido de éstas cortando inútilmente el aire llegaba hasta sus oídos. Sonrió, diciéndose a sí mismo que tenía que felicitar a Herbert (a Frank) cuando volviera, y se perdió en el interior del aparcamiento.
El autobús estaba allí, tal y como la doctora Lynn había dicho. Era un Freightliner 2000 con hueco suficiente para once filas de asientos, igual que uno que estuvo conduciendo durante tres meses antes de alistarse en el ejército. Era un trasto viejo, del 99 o del 2000, pero aún se veían muchos de ellos por toda la ciudad. Para Dempsey tenían un encanto especial, con su morro distintivo, no como los Blue Bird que se lanzaron en 2006 y todos los demás. Esa feliz coincidencia le hizo animarse: lo interpretó como una especie de mensaje, una señal de que todo iba a salir bien. Si pudieran sacar todos los asientos, para lo que a menudo bastaba con desatornillarlos de sus agarraderas, podrían meter dentro a todos los pacientes.
Abrió la puerta sin dificultad: sabía dónde estaba el pequeño compartimento que contenía el pulsador de apertura, y accedió al interior. El olor a perfume de adolescentes y a chicle le trajo viejos recuerdos, y aunque en aquellos lejanos días no le parecieron buenos, ahora le hicieron sonreír con cierta aflicción. En silencio, deseó que todos los niños que normalmente ocupaban aquellos asientos estuvieran a salvo, con sus padres, al otro lado del río.
Para su sorpresa, las llaves no estaban puestas, pero sí estaban guardadas en un pequeño compartimento del techo que él solía usar para guardar las gafas de sol. Aquél debía ser un buen barrio, pensó, si el autobús se guardaba en un aparcamiento abierto sin protección alguna.
La parte más complicada venía ahora. Recordaba que el viejo motor Caterpillar que hacía funcionar aquel cacharro sonaba ronco y potente como el alarido de un dinosaurio, sobre todo cuando arrancaba. Incluso al ralentí, aquel corazón mecánico sonaba como si la tierra se estuviera resquebrajando debajo de sus enormes ruedas. Tendría que maniobrar hacia atrás, hacer girar el autobús y cruzar la calle. Si Frank no se había librado a esas alturas de los seis centinelas, estaba seguro de que estarían muy interesados en lanzarse contra el autobús. Los condenados monstruos tenían toda la pinta de ser capaces de desarrollar la potencia de embestida de una vaca de rodeo.
Pero no había tiempo para trazar ningún plan, ni pensar en ninguna argucia; tales cosas tampoco eran su fuerte. Así que hizo girar las llaves en el contacto y el Freightliner volvió a la vida con un bramido poderoso. Apenas dejó que cobrara fuerza, como solía hacer cuando arrancaba el que él conducía en aquellas mañanas de invierno, sino que metió la marcha atrás y lanzó el vehículo a buena velocidad. El giro lo hizo sin tocar apenas el freno, así que el autobús protestó con fuertes crujidos en todos sus ejes y la carrocería se inclinó peligrosamente. Dempsey clavó el freno para que se estabilizara de nuevo y después metió la única marcha de que disponía. Por último, apretó el acelerador para hacerlo salir por la puerta del aparcamiento.
—¡Ahí vamos, hijos de puta! —gritó. Pero mientras lo hacía, su voz tembló perceptiblemente.
No era por la vibración de la cabina. Estaba aterrorizado.
Sapkowski y Helm estaban atentos a la calle. Sapkowski se enteró demasiado tarde del plan de su colega, y estaba tan nervioso como enfadado. Cuando volviera, pensaba restregarle un cardo por su sagrado agujero.
De pronto, vieron el autobús escolar, del tradicional color amarillo, bajando por la avenida a buena velocidad. Maniobraba con cierta soltura entre los coches abandonados, pese a su tamaño, aunque escoraba peligrosamente con cada giro.
Sapkowski dejó escapar una expresión ahogada.
—Pero ¿qué coño hace?
De pronto, vieron lo que ocurría. Cuatro de las criaturas le perseguían, trotando por la carretera a una velocidad insospechada. Como corrían con las pinzas plegadas envolviendo el cuerpo, desde esa distancia ofrecían una visión casi cómica, como si fueran escarabajos de carreras.
Helm lanzó un pequeño grito agudo.
El autobús se acercaba a una zona donde los coches ocupaban ambos carriles, así que tuvo que girar bruscamente para centrarse en la carretera. Para ello, golpeó lateralmente un pequeño Ford de color negro, que salió despedido por la inercia del golpe. Una pequeña lluvia de chispas saltaron en el aire.
—¡Deeeempseeey! —gritó Sapkowski, apoyando ambas manos contra el cristal.
El autobús empezó a circular entre las dos hileras. El espacio era del todo insuficiente, así que iba golpeando los coches a medida que avanzaba. Desde su posición, ni Helm ni Sapkowski podían escuchar el sonido del metal crujiendo, abollándose como si fuera papel en manos de un niño; el cristal era muy grueso y, de todas formas, estaban demasiado lejos. Como además estaba empañado de lluvia, asistían a la escena como si estuvieran mirando un televisor antiguo con el volumen quitado.
Helm pestañeó. Le parecía que el autobús estaba perdiendo velocidad, y cuanto más miraba, más cierto le parecía. Éste avanzaba con esfuerzo entre los coches, topándose con todos ellos, y la fricción estaba reduciendo su envite. Los laterales del
Freightliner
, de hecho, estaban tan raspados que casi se podía ver el interior.
—Mierda, tío… —soltó.
Los monstruos ganaban terreno. Empezaban a entrar en el pasillo que el autobús había dejado, y estaban desplegando los brazos, anticipándose al momento en el que cazaran a su presa. Helm les creía muy capaces de desgarrar las láminas metálicas con las que estaba construida la carrocería del autobús escolar.
Inesperadamente, el autobús se detuvo con un ruido chirriante y quejumbroso, y la cabina se estremeció como si la hubieran sacudido con un mazazo. Parecía que se había quedado trabado, y tanto Sapkowski como Helm sintieron que sus corazones se paraban. Contuvieron la respiración, incapaces de decir nada, mientras miraban absortos cómo los monstruos recorrían los últimos metros hasta la parte trasera del vehículo. No se detuvieron; arremetieron como elefantes furibundos y el impacto arrancó gemidos metálicos al Freightliner. Luego, las enormes pinzas empezaron a sajar el metal, clavándose como punzones en un corcho de embalaje.
—¡Voy a dispararles! —chilló Helm.
Sapkowski le agarró por el cuello de la camisa y tiró con fuerza, hasta que sus caras quedaron enfrentadas.
—¡No lo harás, estúpido! —gritó—. Entrarán aquí. Entrarán aquí y moriremos todos, ¿entiendes?
Sí que entendía. Y sabía otra cosa: que tenía razón.
Se soltó con un gesto violento y se pegó otra vez al cristal. Los cuatro monstruos seguían golpeando el autobús con una cadencia estremecedora; en cualquier momento acabarían por rasgar el metal lo suficiente como para acceder al interior. Casi podía imaginarlos avanzando dentro, tumbando los asientos y arrancándolos con fuertes mandobles. Helm esperaba que su colega abandonara el vehículo por la parte delantera, pero no lo hizo. En lugar de eso, el autocar se estremeció con una fuerte sacudida, y empezó a moverse marcha atrás.
—¡Sí! —gritó Sapkowski—. ¡Eso es, cabrón! ¡Eso es!
Las Rocas Negras empezaron a ser arrastradas, pero eso no las detuvo, continuaron clavando sus pinzas en el metal. Sin embargo, el autobús ganaba velocidad rápidamente, y al cabo dejaron de asestar sacudidas: ahora habían dejado las pinzas clavadas para sostenerse mejor, lo que les daba la apariencia de oscuros y desproporcionados parásitos.
Inesperadamente, una de ellas emergió hasta la parte superior del vehículo. Lo hizo clavando las pinzas a modo de agarraderas, hasta quedar tumbado sobre el techo del autobús. Una vez arriba, se quedó inmóvil, sacudiendo el horrible manojo de sus patas que se retorcían como aborrecibles tentáculos.
—Ese hijo de puta —exclamó Sapkowski.
—¿Y si llega a la cabina? —preguntó Helm.
—Me como mis calcetines —fue la respuesta—. Apuesto a que esos bichos no saben qué coño es un autobús ni dónde está ubicado el conductor. Apuesto a que es el movimiento lo que ellos persiguen.
Helm pensó en ello, pero no estaba tan seguro de que el enemigo fuera tan simple como un animal salvaje. Había demasiados elementos en aquella invasión que hacían pensar lo contrario.
Mientras tanto, el autobús chocaba contra un coche que estaba detenido entre los dos carriles. El coche salió despedido unos metros hacia atrás con un sonido metálico, y un instante después, un segundo golpe lo arrojaba fuera del camino del autobús, donde dio un par de vueltas de campana hasta quedar detenido sobre un costado. Si eso había hecho algún daño a los monstruos, ni Helm ni Sapkowski tenían ángulo para verlo.
Entonces el autobús empezó a girar suavemente. Las ruedas despedían un humo blanco, y el motor Caterpillar emitía un sonido ronco y trepidante, como si estuviera a punto de gripar La carrocería se inclinó hacia el lado contrario al giro y el monstruo que estaba arriba se deslizó por la superficie del techo con la pinza clavada como centro del giro. Parecía un héroe de película en una trepidante escena de acción.
—¡Ah, qué hijo de puta! —exclamó Sapkowski, adivinando sus intenciones—. ¡Vamos, Dempsey, vamos!
El autobús siguió girando en el gran cruce de la carretera hasta que describió cuarenta y cinco grados; luego se enderezó y siguió recto, arremetió contra el bordillo de seguridad y, por último, se estrelló contra la enorme pared de ladrillos de un edificio. El estruendo fue brutal. La pared se resquebrajó y una lluvia de ladrillos cayó despiadadamente sobre el autobús, que para entonces se había incrustado hasta la mitad. Los monstruos desaparecieron en el interior del edificio, de donde empezó a brotar una espesa nube de polvo blanco. Grietas oscuras y profundas treparon por la pared de ladrillo, como negras enredaderas que se ramificaban peligrosamente. Uno de los balcones del primer piso perdió sujeción y terminó por resquebrajarse, cayendo sobre el autobús convertido en tres o cuatro trozos de gran tamaño y un centenar de rocas pequeñas.