La hora del mar (39 page)

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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, #Terror

BOOK: La hora del mar
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—Vaya… —exclamó.

—¿Qué… qué pasa? —preguntó Jonás.

—Aún no lo sé…

Merardo empezó a avanzar de nuevo, sin perder la referencia de la cornisa. Ahora le parecía que cuanto más andaba, más cerca estaba. Sin duda estaba acercándose al nivel en el que estaban. Después de unos instantes, encontró que la segunda cornisa se unía a la que habían venido siguiendo, justo donde empezaba la oquedad por la que habían entrado. Se trataba, por tanto, de una rampa.

—¿Qué te parece? —soltó Merardo, sorprendido.

Jonás estudió la rampa. Tendría un metro de ancho, y parecía subir en espiral a lo largo de toda la pared. Abrió mucho los ojos. Era sorprendente que no la hubieran visto cuando pasaron la primera vez, pero supuso que estaban demasiado ocupados admirando la inmensidad de la chimenea.

—Otro camino… —dijo al fin.

—Pero entonces, esto…

Caminó hasta el otro lado y extendió el brazo. Efectivamente, la rampa continuaba también por aquel lado, descendiendo hacia la oscuridad, en círculo.

—Sorprendente… —dijo Merardo, impresionado—. Es un camino que viene de abajo y va hacia arriba. Sospecho que si tuviésemos una linterna lo bastante potente, veríamos cómo sube en espiral a lo largo de toda la pared.

—Un camino… —repitió Jonás, que empezaba a entender ante qué se encontraban.

—Qué tonto he sido —continuó diciendo Merardo—. ¡Mil veces tonto! Cómo no me di cuenta antes… Hemos estado pisando una cornisa perfectamente horizontal, cortada en la roca… y no había caído. Es un camino, sí. Un camino fabricado de unos… ¿diez grados, quizá? Providencial… Hasta sospecho que se podría empujar una carreta por aquí sin que se deslizara hacia abajo.

Jonás sacudió la cabeza.

—Pero… ¿quién ha hecho esto?, por… ¿por qué? Merardo suspiró.

—Hagamos algo de ejercicio mental —dijo, otra vez entusiasmado por el pequeño descubrimiento—. Cuando escapamos del Mirador corrimos hacia el noreste… Luego caímos por la grieta y… ¿hacia dónde te parece que pudimos avanzar?

—¿Por… por el túnel? —preguntó Jonás—. No lo sé.

—Creo que pudimos caminar de vuelta, otra vez hacia el suroeste. Sí, eso creo. No avanzamos en línea recta, además… el camino describía una especie de curva constante, pero sospecho que no anduvimos durante demasiado tiempo. No pudimos hacerlo, desde luego, porque nos habríamos salido del monte.

Jonás escuchaba, pero sin decir nada. No había hecho un mapa en la cabeza del trazado, ni era capaz de decir en qué dirección caminaron. Pero sabía que cuando se camina por un túnel, a oscuras, las distancias suelen percibirse como mucho mayores.

—Así que sospecho que, inadvertidamente, seguimos un camino en forma de media luna. Luego encontramos la rampa. No sé durante cuánto tiempo caímos… pero era una rampa muy pronunciada, así que la caída debió de ser enorme para recorrer los últimos cien o doscientos metros.

Jonás pestañeó.

—¿Los últimos cien metros? ¿Hacia dónde?

Merardo se volvió para mirarle, con una sonrisa en el rostro.

—Hacia el castillo de Gibralfaro, por supuesto —dijo resueltamente—. Creo que estamos justo debajo de él.

Jonás iba a añadir algo, pero no dijo nada. Gibralfaro era el nombre del cerro donde los fenicios construyeron un faro; estaba emplazado en su punto más alto, a unos ciento treinta metros sobre el nivel del mar. El lugar fue posteriormente transformado en fortaleza, castillo y cuartel por califas, reyes nazaritas, romanos y, posteriormente, los Reyes Católicos, hasta que en el treinta y uno fue declarado Monumento Histórico Artístico. Desde entonces, los turistas acudían a pasear por allí para disfrutar de las vistas y hacerse fotos antes de regresar hacia el centro de la ciudad para dedicarse a tomar vinos en alguna bodega. Escuchar el nombre del castillo relacionado con aquella caverna tenebrosa le resultaba de lo más inopinado; ni en un millón de años se hubiera imaginado que semejante agujero pudiera existir bajo él.

—No puede ser —dijo al fin, casi sin aliento y, sin embargo, por primera vez desde que se quedaran a oscuras, sin balbucear.

—Creo que sí —dijo Merardo, mirando hacia arriba—. Por lo tanto, no sé si encontraremos una salida, pero podemos intentarlo. ¿Subimos, Watson?

Jonás asintió. Le gustaba que volviera a llamarle Watson. Probablemente era una buena señal, quería decir que tenía algo en mente. Algún plan. Y eso era bueno.

Se pusieron en marcha, sin decir nada más.

En secreto, Merardo miraba la pantalla del móvil con sentimientos encontrados. Era la batería: según el indicador, estaba a punto de agotarse. Toda esa luz tenía un coste, y suponía que el móvil estaba haciendo un esfuerzo extra por intentar captar una señal debajo del monte. No quería pensar en lo que sucedería si se quedaban sin luz en mitad de la ascensión: el aullido estridente de Jonás, agudo como el de una sirena desbocada, todavía resonaba en sus oídos. Pero suponía que, con mala suerte, no tardaría en descubrirlo.

Con un poco de mala suerte, podían pasar muchas cosas.

21 - Los Temazcales

Envuelta en el Zumbido constante y omnipresente que les rodeaba, Marianne miró hacia el cielo límpido. Un par de nubecillas evolucionaban trabajosamente hacia el este, pero por lo demás la mañana era tan clara como pudiera esperarse en un día de julio.

—¿Perdona? —preguntó Marianne. No es que no hubiera escuchado lo que el muchacho había dicho; es que no había entendido a qué se refería.

Koldo, por su parte, estaba mirando el cielo también, y una sonrisa iluminaba su rostro.

—Esto… Este ruido… —explicó—, ¡es el Zumbido! —se volvió hacia ella, lleno de entusiasmo—. Es un fenómeno muy conocido y documentado en todo el mundo.

—¿Este ruido? —preguntó Marianne con curiosidad.

—Sí. No se habla de él sólo en medios sensacionalistas —dijo a la defensiva—, es algo que han estudiado seriamente algunas universidades. Hay…, Hay estudios sobre ello.

Marianne sacudió la cabeza.

—Espera, no te sigo —dijo despacio—. ¿Sobre este ruido?, ¿hay estudios sobre este ruido?

Koldo chasqueó la lengua.

—¡No es un
ruido
! ¡Es el Zumbido! En inglés lo llaman
The Hum.

—Espera… —dio Marianne, confusa—. ¿Es que se ha oído antes? ¿Qué es?

Koldo se acercó a ella, moviéndose como una exhalación. Sus ojos centelleaban de entusiasmo, y Marianne retrocedió un paso inconscientemente. Él se pegó a ella, invadiendo su espacio vital. Marianne levantó las manos; iba a decir algo, pero él empezó a hablar rápidamente.

—El Zumbido… ¡Es el Zumbido! Un fenómeno inexplicado que ha ocurrido por todo el mundo. Lo he reconocido enseguida, lo he escuchado cientos de veces. Hay un montón de grabaciones disponibles. Vaya, si mi móvil funcionase te lo podría enseñar… Internet es un hervidero de información. Empezó en la década de los noventa, al menos ésa es la versión que circula por todas partes, aunque yo encontré referencias aún más antiguas.

—De acuerdo… —dijo Marianne, desplazándose lentamente hacia atrás. Quería recuperar su espacio, pero no quería que fuese demasiado evidente—. Es interesante… Pero ¿qué es? ¿Cómo es que no he oído hablar nunca de eso?

—Exacto… —dijo Koldo, apretando los dientes. Había arrugado la frente y ahora parecía mucho mayor, más adulto. Marianne retrocedió otro paso más, pero esta vez sin ser consciente de que lo hacía—. Es por lo de siempre. Estas cosas nunca entran en el
mainstream
. No les interesa…

Marianne pestañeó. De repente una imagen centelleó con un fogonazo blanco en su cabeza: un recuerdo reciente. Recordó al joven mirando al cielo y diciendo: «Son Ellos», y la chispa de la comprensión se encendió en su mente. Oh, era esa clase de
Ellos
, los que se divertían sobrevolando nuestro planeta y dejándose ver sólo en ocasiones puntuales, normalmente a algún piloto de vuelos comerciales o a algún granjero noctámbulo que, casualidades de la vida, siempre usaba el móvil con la peor cámara del mundo.

Esa clase de
Ellos.

De repente, la mirada entusiasta del joven le producía otras sensaciones muy diferentes.

—Pero ahora está aquí —continuó diciendo Koldo—. Finalmente ha ocurrido. Apuesto a que está ocurriendo en muchos otros lugares.

—¿Crees que ese sonido lo producen… extraterrestres? —preguntó Marianne, prudentemente.

Koldo estaba a punto de responder, pero entonces se detuvo. Lo percibió enseguida; la mirada de ella había cambiado, se había retraído de alguna manera casi imperceptible. Koldo la conocía muy bien, la había visto demasiadas veces ya, siempre en gente con la que había empezado a hablar de
ese tema
. Con el tiempo había aprendido a mantener su obsesión en secreto porque nadie, o casi nadie, parecía capaz de enfrentarse a la realidad de los datos. Era más sencillo parecer cabal y centrado, estar con la voz de la mayoría. ¿Extraterrestres? Chorradas. ¿Avistamientos? Alucinaciones. Sondas meteorológicas. Prototipos de aviones del ejército. Paranoicos. Histeria en masa.

—Bueno, ya veremos —dijo Koldo entonces. Ahora se había erguido cuan alto era, y Marianne también notó un cambio en su lenguaje corporal—. Ya veremos qué pasa.

Marianne asintió despacio.

—Bueno… —dijo entonces—. Estamos en la misma tienda, así que nos veremos. Tengo que buscar a unos amigos que he perdido, así que voy a dar una vuelta por aquí.

—Claro. Suerte —dijo Koldo. Había vuelto a girar la cabeza hacia el cielo, como si esperase que, en cualquier momento, una nave espacial irrumpiera en la atmósfera con un fulgurante resplandor blanquecino.

Un tío inquietante
, pensó Marianne mientras se alejaba. Estaba segura de que en algún lugar del campamento descubriría a qué se debía ese murmullo metálico, por muy omnipresente que pareciera. Quizá algún tipo de motor, un generador de alta gama que acabasen de conectar para dotar de energía eléctrica a los campamentos de refugiados. En algún lugar debía haber algún tipo de hospital o centro médico. La gente sufre desmayos en ese tipo de situaciones, ataques de pánico y todo tipo de problemas por estar privados de sus medicinas habituales: diabéticos y enfermos del corazón entre otros. Esos lugares requieren de energía eléctrica.

Lo importante ahora, sin embargo, era encontrar a Thadeus y a Jorge. De repente se encontró pensando que le gustaría estar con ellos cuando cayera la noche y tuviera que compartir tienda con

ese chico

toda aquella gente extraña.

El mediodía llegó, y Marianne no podía sentirse más frustrada. Con la notable excepción de una pequeña pausa para un parco desayuno (un vaso de café y un bollo de pan), estuvo andando toda la mañana sin conseguir localizar a Jorge o a Thadeus.

Lo primero que se le ocurrió fue visitar las tiendas de alrededor. Pensó que sus compañeros debían de haber llegado al campamento un poco antes o un poco después que ella, así que les habrían asignado una de las tiendas cercanas a la suya. Sin embargo, no fue fácil, no sólo invirtió un tiempo precioso en recorrerlas, también tuvo que lidiar con algo que no esperaba: algunos se enfadaron cuando la encontraron en el interior, como si allí hubiera algo más que refugiados sudorosos y cosas tan prosaicas como ropa o mantas.

—Solo estoy buscando a unos amigos —intentó explicar.

—¡Aquí no hay nadie! —dijo un tipo sudado, vestido con una camiseta blanca sin mangas decorada con oscuras manchas de sudor y tierra. Avanzaba hacia ella como un tren de mercancías.

—¡Este es nuestro sitio! —dijo otro.

Ante eso, una señora se apresuró a esconder una bolsa de plástico con algo dentro (
¿pan?, ¿bollos de pan?
). Su mirada estaba llena de recelo.

Marianne salió de la tienda precipitadamente, asqueada y confusa. Se sentía como si acabase de ser sorprendida en alguna propiedad privada, o aún peor, como si hubiese querido robar comida, y no una comida cualquiera, sino un montón de bollos de pan.
¡Bollos de pan!
Después de eso, puso especial cuidado al inspeccionar el resto de las tiendas. Podía entender que toda esa gente tuviera miedo, un miedo como las nuevas generaciones no habían conocido en su vida, pero también le entristecía el hecho de que éste engendrase desconfianza.

Después de su fracaso, intentó encontrar a alguien que pudiera informarla de cómo estaban las cosas. Quería saber qué estaba pasando, y sobre todo si había algún registro de personas pese a que, naturalmente, ya sabía la respuesta; al fin y al cabo nadie le había pedido que se identificara, ni siquiera le habían preguntado su nombre. Tampoco la habían apuntado en ninguna lista. Le parecía algo básico, por todas partes había padres buscando a sus hijos y mujeres que lloraban por sus maridos, pero supuso que los organizadores tenían otras cosas en qué pensar; probablemente todo eso llegaría más tarde. Sus pesquisas tampoco dieron resultado. Nadie había oído hablar de listas, ni sabían decir quién estaba al cargo del campamento. La única autoridad visible eran los soldados y los agentes que encontraba de vez en cuando, guardias civiles y policías locales, pero todos le pedían que siguiera su camino cuando se acercaba a ellos. No, no sabían nada. No, sólo estaban allí para garantizar un mínimo de seguridad entre los refugiados y no, no sabían tampoco lo que era aquel ruido extraño que flotaba en el aire.

La gente que montaba las tiendas tampoco sabía nada. Había representantes de varias organizaciones: Cruz Roja, Médicos sin Fronteras y algunas otras, y también encontró personal de algunos de los hospitales de Málaga. Se habían puesto en marcha y montado servicios de emergencia con material militar, pero ninguno de ellos supo decirle lo que quería saber.

A media mañana había localizado el lugar donde se acuartelaban los soldados. Apenas había efectivos allí, de todas formas; casi todos habían sido enviados a la ciudad, pero ni siquiera entonces consiguió que los centinelas de la puerta le hicieran caso. Después de insistir amablemente, los soldados la invitaron a alejarse de una forma bastante explícita, y aunque al principio protestó, descubrió que no estaban de humor para atender quejas. No se lo reprochaba; comprendió que a esas alturas debían haber tratado ya con cientos de personas como ella.

Desanimada, empezó a vagar sin rumbo. Ahora buscaba entre las caras de la gente, pero esa labor la hizo caer poco a poco en el desánimo. Sin quererlo, se involucró pasivamente en el drama que la rodeaba: gente que lloraba, meciéndose suavemente en el suelo, y gente que, como había hecho ella horas antes, recorría las tiendas buscando a otras personas. Sus caras de consternación eran sobrecogedoras. Y por supuesto, encontró también grupos de gente rezando.

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