La hora del mar (18 page)

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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, #Terror

BOOK: La hora del mar
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Pero sí, era sorprendente que el olor llegara tan lejos. No había brisa proveniente del sur que lo arrastrara a esa distancia, pero aun así todo parecía impregnado del mismo aroma penetrante.

—Huele demasiado a mar —confirmó Thadeus con cierta parsimonia—, pero ¿qué vamos a hacer? Quiero decir, ¿qué vamos a hacer nosotros? ¿Nos quedamos aquí hasta la mañana?

—¿Cómo? —exclamó Marianne—. ¿No has oído lo que está diciendo esa gente?

—El qué… ¿cosas saliendo del mar? —preguntó Thadeus—. Marianne, hace veinte años que soy biólogo. Tú trabajas con nosotros desde hace… ¿cuánto?, ¿seis años ya?

—Ocho años…

—Después de ocho años estudiando la vida en el mar, ¿crees de verdad que hay algo en el fondo del mar que pueda salir del agua y arrasar con la gente?

—Mira… no lo sé, pero…

—¡Vamos! —interrumpió Thadeus—. Lo que más me preocupa ahora mismo es la gente. La gente hace cosas atroces por miedo. No me refiero al miedo lúdico que compramos con el último DVD a la venta, me refiero al miedo con mayúsculas. La historia de la humanidad es la historia del enfrentamiento al Miedo. Me preocupa que si intentamos coger un taxi, si ello fuera remotamente posible, un alucinado con una plasta en el culo nos pegue un tiro para asegurarse un hueco en el coche.

—Joder… —soltó Jorge.

—Ya —dijo Marianne—. La histeria colectiva.

—Eso es…

De pronto, el sonido característico de un helicóptero empezó a dejarse oír por encima del bullicio de las voces provenientes de la entrada a la terminal de salidas. Miraron hacia arriba y vieron pasar un par de aparatos en dirección a Málaga, volando con el morro inclinado a gran velocidad.

—¿De qué son?

—Eran blancos y negros. Apuesto a que de la Guardia Civil —dijo Jorge.

—¿Y no han parado en el aeropuerto? —preguntó Thadeus, arrugando la nariz—. ¿Con el follón que hay?

—¡Vaya! —dijo Marianne rápidamente. Su tono tenía cierto retintín—. Debe de ser una señal de que algo

pasa.

Thadeus bufó.

Diez minutos más tarde aún no habían decidido qué hacer. Jorge quería bajar por la carretera y avanzar hasta que el tráfico fuese fluido. En su opinión, el atasco se debía a toda la gente que había intentado dejar la ciudad para volar hacia el interior y en algún punto podrían encontrar de nuevo un transporte. Pero Marianne no quería ir hacia el sur.

—No voy a acercarme más a la playa hasta saber qué ocurre —explicó.

—Marianne, ¡eres una científica!

—¡Lo soy! —explotó—. Y veo todos los datos. Y las lecturas me dicen que algo ocurre. ¡Algo ocurre realmente, Thad!

Y justo cuando empezaban a enzarzarse en otra discusión, el bullicio empezó a crecer en intensidad. Venía de la carretera, propagándose como una nube que evoluciona lentamente. Desde donde estaban la visibilidad no era buena, pero escuchaban gritos en diferentes idiomas, y Thadeus pensó confusamente en la Torre de Babel.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó Marianne. Thadeus detectó un deje de temor en su voz.

—No sé si quiero ir a mirar… —susurró Jorge.

—Creo que deberíamos… —exclamó Thadeus.

Marianne negó con la cabeza, pero se puso en marcha inmediatamente. El gesto de disgusto era evidente en su rostro.

Cuando tuvieron el acceso a la terminal otra vez a la vista, vieron gente corriendo. Thadeus no pudo dejar de contemplar sus caras: eran de manifiesto terror. Algunos pasaban por delante de otros abriéndose camino a codazos. La gente caía al suelo y nadie reparaba en ellos. Sólo unos pocos llevaban equipaje de algún tipo.

Miraron entonces al extremo opuesto, al lugar de donde escapaba toda aquella gente. El final de la carretera —una avenida recta y ancha que se perdía de vista a varios cientos de metros— restallaba en mitad de la noche con varios resplandores azulados, que despuntaban de forma caprichosa y sin ningún ritmo, acompañados de un chisporroteo eléctrico. Marianne dio un respingo.

—¿Qué pasa? —preguntó Jorge. Tenía las manos levantadas y una expresión de fastidio y perplejidad, como si hubiera pedido ternera y le hubieran servido cerdo en algún restaurante del centro.

—Dios mío… —consiguió decir Marianne. De repente, sentía que le faltaba el aire, y un calor intenso ascendió desde su estómago hasta su rostro, que enrojeció casi al instante. Pestañeó repetidas veces tras mantener la vista fija durante demasiado tiempo; le parecía haber visto el cuerpo de una persona describir una órbita elíptica en el aire y caer fuera de la vista en alguna parte. Los brazos, lacios, se sacudían como los de un muñeco de trapo.

Jorge exclamó algo, pero su tono de voz era ahora demasiado seco y grave como para que pudieran entenderlo. Mientras tanto, Thadeus reparaba en un sonido que se hacía cada vez más fuerte: una especie de retumbar que se le antojaba similar al de una caterva de tambores. Se confundía con el gentío y los gritos de la gente, pero estaba definitivamente ahí, como el ritmo base de una sórdida melodía infernal.

O un desfile. Un desfile militar
, pensó con pesadumbre.
Botas militares golpeando contra el asfalto…

Pero no eran soldados. En el horizonte, perfectamente recortado contra la luz de las farolas, Thadeus divisó una formación de figuras grandes y oscuras que sacudían una suerte de pinzas en el aire.

—No… —susurró.

Pero Marianne tiraba ya de su brazo, y tuvo que hacer retroceder una pierna para no caer.

Ninguno pudo decir nada. Para entonces, la puerta automática de acceso a la terminal estaba bloqueada por la gente que quería acceder al interior y era impensable dirigirse hacia allí, así que retrocedieron casi por instinto otra vez hacia la estación. Mientras corrían, todos se sintieron extraños. Era como avanzar en dirección contraria al camino que habían recorrido durante toda su vida: el de la ciencia y la razón. Huían de algo que no podía existir, pero que, de algún modo, estaba ahí, en las calles, y en sus cabezas giraban pensamientos contradictorios, como un tornado de sensaciones a las que no estaban preparados para enfrentarse. Jorge, por su parte, jadeaba como un búfalo herido de muerte, pero avanzaba a buen paso, y cuando llegaron encontraron el andén tan vacío como unos minutos antes.

—¿Qué hacemos? —soltó Marianne.

—¡Sigamos por la vía! —dijo Jorge—. ¡Hay que alejarse de aquí! ¡Ya!

Thadeus miró los rieles que se adentraban en la noche. El tramo de vía describía una pequeña curva después de la estación y se perdía en la oscuridad, en mitad de una maraña de naves industriales. Éstas, en su mayoría, estaban ocupadas por garajes y aparcamientos alternativos al del aeropuerto. Era un tramo marginal que recorría un camino rodeado de edificios de ladrillo visto emborronados con grafitis y que desembocaba abruptamente en la estación central, remodelada en los últimos años para anexionar un centro comercial.

Pero era el tramo oscuro el que le preocupaba. Correr en mitad de la noche por las vías poco iluminadas era algo absolutamente imprudente.

Sin decir nada, Marianne saltó hasta las vías, pero Thadeus dudó unos instantes.

¿De verdad vamos a correr por las vías en mitad de la oscuridad?
, se preguntó de nuevo. Miró brevemente hacia atrás y pensó que el aeropuerto le parecía un lugar más seguro. Probablemente había allí guardias civiles y vigilantes jurados que tendrían armas. Acudirían refuerzos, y estarían bien. Y si la situación realmente era tan grave, el aeropuerto era el mejor lugar para la llegada del ejército. En cualquier caso, la ciudad no consentiría que un puñado de bichos equipados con pinzas tomara el aeropuerto y, mucho menos, que diezmasen a la población.

—¿Estáis seguros? —preguntó con voz débil.

Pero Jorge saltaba ya detrás de Marianne y sus pies golpeaban el suelo pesadamente. Mientras tanto, Thadeus se dejaba llevar otra vez por el crescendo de gritos a su espalda. Estaban acercándose: casi le parecía escuchar el rechinar de metal en alguna parte, como el de la carrocería de un coche en fricción con alguna superficie dura. En su mente, la imagen de un utilitario del revés y deslizándose pesadamente por el asfalto cobró forma, y se estremeció. El estrépito de una miríada de cristales cayendo al suelo le sacó de su estupor y, comprendiendo que el aeropuerto quizá no fuese una idea tan buena después de todo, saltó al andén y se encontró con la cara de Jorge, velada por un manto de oscuridad. Parecía decir:
¿Qué hacemos aquí?
, pero también:
¿Dónde estaremos por la
mañana? ¿Y al día siguiente? ¿Tienen estas cosas algún final feliz?

Pero nadie dijo nada. La adrenalina recorría sus venas, obligándoles a seguir moviéndose sin pensar realmente en lo que estaba pasando. Era como cuando uno sufre un aparatoso accidente y se cae de la bicicleta rodando por el asfalto: es capaz de levantarse de un salto y pensar que ha salido ileso, pero es después de un rato que la rodilla empieza a escocer, revelando una raspadura terrible que deja al descubierto la superficie blanca y espantosa del hueso.

Unos instantes más tarde, se encontraban siguiendo el trazado de las vías por una área cada vez más oscura. Juncos de aspecto débil, que el sol del estío había agostado luciendo sobre ellos casi doce horas al día, languidecían a ambos lados de los rieles. Mientras dejaban atrás los gritos y estridentes sonidos cuyo origen no podían más que imaginar, empezaron a encontrarse un poco mejor, aunque la noche era cálida y la tierra misma parecía exudar el calor acumulado durante el día, así que todos se encontraban cubiertos por una fina capa de pegajoso sudor.

En un momento dado, Jorge se detuvo. Su respiración era agitada, y el pecho subía y bajaba debajo de la ropa.

—Un segundo… —pidió.

—¿Estás bien? —preguntó Thadeus.

—De puta madre —exclamó Jorge.

Thadeus estudió a Marianne. Había estado callada, y si la conocía bien, quizá hasta demasiado callada; solía hablar por los codos cuando las cosas se torcían y el estrés recorría su espina dorsal como un latigazo. Pero ahora, sus ojos estaban desorbitados, y tenía el rostro desencajado. Thadeus no la culpó; él mismo se sentía como si estuviera caminando al borde de un abismo, pero con un sentimiento extraño asociado que no conseguía identificar, cierta indiferencia, fruto quizá de una traición a su mentalidad científica, que se negaba a aceptar todo lo que había visto.

—¿Y tú, Marianne? —preguntó al fin.

La química no respondió inmediatamente. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho y sus labios estaban apretados. Miraba al suelo como si allí se hubiese abierto la mismísima boca del infierno.

—Yo… —murmuró al fin—. No lo sé. Supongo que sí.

—¿Lo visteis? —preguntó Jorge, entre jadeos.

—Todos lo vimos —soltó Thadeus.

—Pero… Quiero decir…

Pero no pudo continuar. Se quedaron en silencio, como si ninguno se atreviera a mencionar el hecho inequívoco de que un montón de criaturas provistas de pinzas hubiese avanzado hacia el aeropuerto, segando las vidas de aquellos que se encontraban.

—Ya no se escucha nada… —dijo Marianne después de un rato, apartándose un mechón de pelo de la frente.

Y así era, hasta cierto punto. El lugar que atravesaban era en extremo diáfano, con algunas casas aisladas despuntando en la distancia, pero en su mayor parte, casi todo permanecía en silencio. Si agudizaban el oído y se esforzaban por escudriñar la noche, les parecía que había un trasfondo de sirenas y algarabía en alguna parte.

Marianne sacudió la cabeza.

—Esas…
cosas…
han atacado el aeropuerto —dijo—. No entiendo cómo no hemos visto helicópteros o aviones dirigiéndose hacia allí en este rato.

Thadeus también había pensado en eso.

—A mí no me extraña demasiado —apuntó Jorge, quien empezaba a recuperar el aliento. Había bebido demasiadas cervezas, y cuando abusaba del alcohol se le cerraban los pulmones, resultado sin duda de algún tipo de alergia que nunca se había molestado en tratar. Tampoco ayudaba el hecho de que en los últimos cinco o seis años hubiera descuidado su forma física de una manera notable—. Al fin y al cabo está ocurriendo en todas partes. No me imagino lo que debe ser eso.

Su mente escoraba ahora hacia su familia. La noticia de la ola gigante que había sumido Vigo en un caos ya era bastante mala, pero la idea de que criaturas como aquéllas pudieran haber llegado hasta las calles montadas sobre las crestas como siniestros jinetes le parecía desquiciante. Su madre y su tía aparecían de tanto en cuando en la trastienda de su conciencia. Intentaba no pensar demasiado en ellas, pero seguían filtrándose como fantasmas brumosos.

Marianne puso una expresión de fastidio.

—¿Pero qué son? —exclamó.

—Son un follón de puta madre, eso es lo que son —dijo Jorge al fin—. Tiene que estar relacionado con los terremotos. Y los peces muertos. Y lo de los barcos. Toda esa mierda. Imaginaos… Es algo muy, muy grande.

—Dios mío… —susurró Marianne. Había sacado otra vez su móvil y estaba mirando la pantalla. Un pequeño símbolo seguía indicando la falta de cobertura.

Hablaron todavía un rato de lo que podría representar aquella inesperada amenaza, pero descubrieron que se encontraban incómodos refiriéndose a las criaturas que habían visto. Su entrenamiento científico y su experiencia trabajando con la vida marina hacían que todavía les resultara difícil aceptar lo que estaba pasando, pese a las evidencias.

Habrían dado cualquier cosa por ver las imágenes de la televisión, porque les hubiera gustado observarlas con más detalle.

En algún momento de la charla, y sin ser realmente conscientes de ello, se pusieron otra vez en marcha, y anduvieron durante mucho rato sin acusar el cansancio y la falta de sueño. El cielo empezó a clarear por fin por el este, con una franja azulada destiñendo la negra oscuridad del cielo, y cuando quisieron darse cuenta, tenían encima los primeros edificios de la ciudad.

—¿Realmente funcionarán los trenes hacia el interior? —aventuró Marianne.

—Apuesto a que sí —dijo Thadeus—. Si Málaga está siendo atacada, debería haber un sistema de desalojo en alguna parte. No se me ocurre nada mejor, con un flanco de ataque tan manifiesto.

—¿Qué capacidad tendrá la red de ferrocarril? —preguntó Jorge—. Me pregunto cuánta gente cabe en esos trenes, sobre todo los de alta velocidad. Ojalá hubiera cobertura… podría mirar un par de cosas por Internet. Me hubiera gustado saber qué conexiones tiene Málaga. Sevilla, me imagino. Córdoba… ¿Granada? Madrid, desde luego… Iría a cualquier parte que esté lejos del mar.

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