—Una radio —musitó Marianne—. Siempre pensé que Internet en el móvil era suficiente para estar informada. Ahora en cambio daría algo por uno de esos pequeños aparatos de radio.
—Joder, sí… —coincidió Jorge.
—Quizá podamos comprar un transistor cuando lleguemos a la ciudad —apuntó Thadeus.
—¿Crees que los comercios estarán abiertos? —preguntó Marianne, perpleja—. Siempre me ha admirado tu perspectiva positiva de la vida —añadió—, pero ahora pecas de ingenuo.
Thadeus no respondió, aunque se daba cuenta de que tenía razón. El alcance del problema aún se le escapaba, pero cuando empezaba a imaginar una ciudad afectada primero por un tsunami y luego por una horda de criaturas marinas sacadas de alguna loca obra de ciencia ficción, un sonido siseante como el de un misil empezó a rasgar el cielo. Instintivamente, miraron hacia el cielo, y allí descubrieron varios aviones de líneas estilizadas que avanzaban a una velocidad prodigiosa hacia la ciudad.
—¡Por fin! —gritó Jorge, levantando los brazos.
—¡Empezaba a pensar que estábamos solos!
Jorge soltó una carcajada.
—¡Oh, Dios mío, son hermosos! —añadió.
Marianne había pasado toda su vida despotricando contra cualquier aparato militar. Nunca había creído que hubiera un bando que pudiera llamarse «bueno»; odiaba las guerras, cualquier clase de conflicto armado sin importar sus dimensiones o lugar geográfico, y cuando España apoyó el ataque de Estados Unidos a Iraq, se sintió asqueada de que su presidente hubiera ignorado de una forma tan salvaje los deseos del pueblo. Pero esa mañana de junio, la visión de aquellos prodigios tecnológicos volando en perfecta formación le hizo verter lágrimas de alegría. Parecían refulgir con destellos plateados a medida que los primeros rayos del sol incidían en su superficie, e imaginar esos ingenios contra las criaturas negras le provocó un pequeño desmayo de hilaridad.
—Lo son… —susurró entonces.
Y, muy equivocadamente, por cierto, empezó a sentirse un poco mejor.
El MACOM era el Mando Aéreo de Combate, y apenas recibieron las órdenes pertinentes directas del jefe del Estado Mayor de la Defensa, pusieron en marcha el plan de control de actuación que habían programado junto con la Jefatura del Sistema de Mando. Bajo su cargo estaba la base aérea de Morón, en Sevilla, hogar de la emblemática Ala 11. Con el alba clareando ya por el este, la monumental pista de despegue, una de las mayores de Europa, veía elevarse las primeras y prodigiosas máquinas de guerra Eurofighter. Recorrían la pista para atender sus rutas programadas mientras sus motores gemelos llenaban el aire con un sonido vibrante y poderoso; una suerte de clamor ensordecedor que era a la vez como el rugido de un león en la profundidad de la jungla, y testimonio de su hegemonía aérea. También despegaron los vetustos Lockheed P-3, diseñados sobre todo para patrullas marítimas, de máxima prioridad para el desempeño de la misión.
En otro lugar, y con la luz verde en su horizonte, el tercio Alejandro Farnesio de la Legión, ubicado en una pequeña población llamada Ronda que distaba unos cien kilómetros de Málaga, movilizó tres compañías de infantería ligera, una de mando y apoyo y otra de servicios, con un total de cuatrocientos cincuenta hombres. A éstos se sumaron varios vehículos ligeros, incluidos una docena de Centauros y doscientos cincuenta hombres del Grupo de Caballería de Reconocimiento II de la Legión Reyes Católicos. Causaron un revuelo espantoso a medida que llenaban las carreteras para dirigirse a sus objetivos asignados en Huelva, Cádiz, Málaga, la costa de Granada y Almería.
Cuanto más se acercaban a las ciudades, peor se ponía el tráfico, hasta que fue imposible avanzar más. Entonces se movían por carreteras comarcales y secundarias, y cortaban campo a traviesa allí donde era posible, coordinados por helicópteros de la Guardia Civil y la policía. Para cuando llegaron a las zonas urbanas, las armaduras negras habían tomado gran parte de las calles y caminaban con un sonido siseante entre ominosos charcos de sangre. Para entonces, los ciudadanos abandonaban la ciudad por cualquier sitio por donde fuera posible ir a pie, y gran parte del esfuerzo que se llevó a cabo en esas primeras horas fue para controlar y agilizar la evacuación hacia zonas del interior.
Los Eurofighter fueron los primeros en sobrevolar las zonas costeras. No había ni rastro de población civil; no podía haberla. La oleada de corazas negras seguía abandonando el mar en ordenada sucesión y, desde el aire, formaban un tupido grupo que teñía las calles de un color oscuro. En cuanto recibieron las imágenes que iban registrando del estado de las playas y las calles, el Mando Aéreo ordenó el ataque inmediato. Se hicieron varias pasadas utilizando los potentes cañones Máuser, que desplegaban una cadencia de tiro de mil setecientos disparos por minuto. El sonido era atronador, pero los proyectiles, en el vértice de los calibres ligero y mediano, no parecían hacer demasiada mella entre las criaturas. Los resultados se enviaban inmediatamente al MACOM y allí el ánimo decayó, pues no pudieron encontrar ni un atisbo de la estela de destrucción que habían estado esperando.
Después se intentaron varias pasadas usando misiles tipo Maverick, los anticarro Brimstone y varias bombas de caída libre de quinientos y mil kilos, que provocaron una serie de explosiones trepidantes entre la masa de criaturas. Columnas de humo negro y espeso se levantaron en el aire a medida que los misiles impactaban contra el suelo; trozos oscuros saltaban por los aires en todas direcciones, pero los huecos que dejaba la destrucción parecían llenarse de nuevo casi inmediatamente. Después de un rato, los Eurofighter habían vaciado toda su carga destructiva y se preparaban para regresar a la base.
Pero entonces ocurrió algo nuevo e inesperado, a aproximadamente cien metros de la línea de la costa. Los aviones no lo detectaron y no había nadie en las inmediaciones para verlo, pero un apéndice alargado y ancho como el tubo de una chimenea industrial empezó a emerger del agua. La punta se abrió como la boca de un estómago, replegando la carne estriada y surcada por poderosos cartílagos para revelar un agujero oscuro y profundo. Por fin, el apéndice cimbreó brevemente y dejó escapar una fina lluvia de esporas, que se extendieron por el aire a una velocidad vertiginosa. Salieron volando como una nube de avispas cuando se ha espoleado su colmena hogar con un palo.
Las esporas contenían pequeñas partículas de algo similar al vidrio, rocas pulverizadas y silicatos. El resultado era una suerte de material compacto parecido a la lija, cuya composición químico-mineral lo convertía literalmente en esmeril, desgastando todas las partes móviles de los motores cuando éstas entraban en contacto con él.
El apéndice continuó eyectando más y más esporas, creando una densa nube más parecida a una nube tormentosa que a otra cosa. Debido precisamente a esa densidad aterradora, las partículas en suspensión ocupaban tanto volumen que redujeron sensiblemente la cantidad de oxígeno en la atmósfera, provocando la extinción de la llama de los motores. Cuando no ocurría así, las esporas penetraban en el interior de éstos y, por mor de las elevadas temperaturas, quedaban convertidas en una sustancia alquitranada y correosa que se adhería a los alabes de los reactores, provocando su apagado en seco, con consecuencias naturalmente fatales.
En poco tiempo, todos los aparatos en vuelo perdieron el control y se alejaron describiendo extrañas maniobras, o cayeron pesadamente contra la tierra, donde explotaron violentamente. Uno de ellos se incrustó literalmente en el primer piso de una torre de apartamentos, desapareciendo en medio de una tormenta de cristal, aluminio y ladrillo.
En el MACOM, asistieron a la lenta desaparición de las señales de sus aparatos con manifiesta pesadumbre. Los primeros segundos sumieron la sala principal de control en un silencio sepulcral, sólo interrumpido por los zumbidos de los sistemas informáticos. Habían esperado contar con una clara supremacía aire-tierra, pero empezaban a darse cuenta de que sus Servicios de Inteligencia tendrían que ponerse a trabajar y de que el mar encerraba aún terribles secretos. Al segundo siguiente, la sala restalló en un bullicio ensordecedor. Se establecía comunicación con diferentes centros de mando, y las órdenes se transmitían confusamente mientras se activaban los protocolos previstos para un primer contacto clasificado como Desastre Absoluto. Los terminales escupían informes que ya nadie se molestaba en clasificar.
En el bunker de la Moncloa, las imágenes se recibían simultáneamente en la sala de conferencias, junto a las señales de muchos otros países. Lo que allí se veía no era muy diferente de lo que acababan de vivir. Las retransmisiones estadounidenses, enviadas en su mayoría del NORAD, ofrecían varios tonos de verde y gris debido a la visión nocturna empleada en las imágenes. Casi todas eran apenas un borrón ininteligible donde las explosiones se sucedían sin descanso.
Mientras tanto, la ministra aguardaba a que el general Abras terminara la conversación telefónica que mantenía, aparentemente, con un enlace del Departamento de Seguridad Nacional. Oficiales de varios rangos revoloteaban a su alrededor con auriculares inalámbricos, carpetas y documentos, gritándose unos a otros. Sus expresiones eran exaltadas y, en un momento dado, alguien se arrancó literalmente la corbata del cuello y la tiró al suelo, con la frente cubierta por una película de sudor. Estaban desbordados.
—General… —dijo. Tuvo que repetir la llamada aún un par de veces para ser escuchada por encima del bullicio.
—¿Sí, señora?
—No contaban con eso que hemos visto, ¿verdad?
El general le sostuvo la mirada unos segundos todavía, aún sin responder.
—No, señora —admitió finalmente.
—He estado repasando los informes. A mí me parece concluyente la parte que rechaza la teoría de que se trata de un ataque del… espacio exterior, a pesar de las cosas inexplicables que hemos visto y registrado.
El general asintió con un movimiento de cabeza casi imperceptible.
—Podemos detectar cuerpos en movimiento del tamaño de un coche a cientos de miles de kilómetros de distancia de la Tierra —continuó diciendo la ministra—, pero nunca hemos detectado nada moviéndose hacia nuestro planeta, ni hacia ninguna otra parte.
El general asintió.
—Bien. Cuando termine de disponer, quiero tener una reunión privada con usted.
—Pero señora…
—¿Qué le parece dentro de una hora? —interrumpió la ministra.
—Sí, señora —dijo lentamente.
—Va a contarme de una vez qué es lo que no sé.
El general asintió.
En la pared más septentrional de la Sala Roja del bunker de la Moncloa había emplazado un mapa mundial donde se marcaban las áreas que estaban recibiendo ataques. Habían estallado todos de forma simultánea con apenas unas horas de diferencia. El mapa era estudiado en tiempo real por altos mandos del aparato militar, expertos en estrategia militar y mandatarios de los Servicios de Inteligencia; analizaban la ubicación geográfica de los ataques intentando descubrir qué objetivo perseguían.
—No lo entiendo… —decía Pichou, uno de los miembros más jóvenes y prometedores de su departamento. Su acento ligeramente afrancesado iba bien con sus rasgos estilizados y sus cejas finas—. Puedo encontrar muchos patrones, pero no todos. ¿Alguien puede decirme por qué las islas Sandwich del Atlántico Sur, por ejemplo? Es un maldito archipiélago deshabitado, excepto por un par de expediciones científicas.
—O la isla de Java… —exclamó otro compañero.
—Tiene que haber un sentido —añadió Pichou, cruzado de brazos junto a la enorme pantalla. Su rostro estaba teñido del tono azul eléctrico que despedía ésta—. Los objetivos marítimos han sido militares en un ochenta por ciento, así que está claro que hay una intencionalidad.
—¿Tenemos ya la capa de los hundimientos? —pidió uno de sus compañeros. Mascaba con desmedida energía un trozo de chicle.
Un informático, con ambas manos sobre el teclado de un portátil, reaccionó rápidamente a la orden.
—Ahí lo tenemos —dijo Pichou.
La pantalla se acababa de actualizar con varios centenares de puntos rojos luminosos, indicando los lugares donde se habían producido pérdidas de navíos y buques, principalmente militares. Conformaban una maraña de puntos desordenados, pero a excepción de unos pocos casos aislados, éstos se habían producido en las cercanías de lugares que estaban siendo atacados.
Pichou entrecerró los ojos.
—Coinciden…
El hombre que mascaba chicle se congeló, abriendo mucho los ojos.
—Hasta un mono podría verlo… —exclamó despacio.
Pero Pichou, sin embargo, veía algo más. Sacó un móvil del bolsillo de su pantalón y deslizó el dedo por la pantalla. Operaba con pulsaciones repetidas del índice mientras miraba la pantalla con manifiesta preocupación.
—Moment…
¿Puede poner otra capa con los maremotos registrados,
s’il vous plaît
?
—Sí, señor.
Después de unos instantes, la información apareció poco a poco en pantalla, actualizándose en el lapso de un minuto hasta completarse. Las zonas volvían a coincidir.
—Pero ya lo sabíamos… —dijo su compañero—, ¿dónde quieres llegar?
—No, no… —exclamó Pichou. Ahora, un brillo especial centelleaba en sus ojos—. No es dónde quiero llegar yo, ¡sino de dónde han salido ellos!
—Cápsulas o naves de algún tipo que amerizaron previamente a la invasión, lo que explica los peces muertos, las microondas y todo lo demás… ¿de verdad vamos a discutir otra vez eso?
—A mí eso me resulta difícil de aceptar —exclamó Pichou—. He buscado algo en Internet… y creo que… Pero deberíamos verlo en pantalla. —Se acercó al operador y le enseñó la brillante pantalla de su móvil, donde un navegador de Internet ofrecía una tabla con datos de una página web. Le comentó algo en voz baja y el operador asintió enérgicamente, empezando a copiar los datos.
—¿Qué vamos a ver ahora? —preguntó un hombre mayor con rasgos duros y pelo canoso, que no había dicho gran cosa hasta el momento. Vestía un elegante traje rematado por una corbata lisa. Era Jordan, aunque el cargo que ocupaba no le había quedado claro a nadie.
—¡Ah! Un poco de paciencia —pidió Pichou.
El silencio cayó en la sala. Casi todos los presentes conocían bien a Pichou, ya fuera por haber trabajado con él en el pasado o por haber leído algunos de sus informes sobre lo que estaba ocurriendo en los últimos días. Pichou parecía capaz de ver cosas que nadie más había considerado y estaban seguros de que su mente privilegiada estaba a punto de aportar algo sustancial a la investigación.