—Tengo que irme —anunció por el micrófono.
—Ah… bueno, tío. Pues nos vemos.
No, no nos veremos
, pensó Koldo, pero aun así dijo algunas palabras de despedida y cortó la comunicación.
Lo tenía todo preparado, condensado en una pequeña mochila de viaje. La moto, una basura que había comprado de segunda mano, esperaba abajo con el depósito lleno de combustible. Era el día D, y la hora H. La emoción recorría sus venas como no lo había hecho, que él recordase, en toda su vida.
Salió por la puerta sin mirar atrás.
Apoyado contra la baranda de la terraza en su hotel de superlujo, Jim se sentía en la cima del mundo. No sabía qué hora era, pero aunque suponía que debía ser tarde, lo cierto era que le importaba bien poco. Al día siguiente llamaría a su socio y le daría la noticia: el contrato estaba firmado. Después de eso, su trabajo estaba esencialmente terminado; había conseguido lo inimaginable, reunir a los peces gordos de la industria y venderles sus servicios de desarrollo de
software
. Un proyecto que daría trabajo a su empresa durante los próximos diez años, por lo menos, y que les abriría las puertas de muchas otras oportunidades. La Gran Liga, donde jugaban los grandes. Se le mostraba, a sus treinta y ocho años, el proverbial Sendero de Ladrillos Amarillos, el mundo del éxito.
Inspiró profundamente, llenándose los pulmones del refrescante aire de la noche. La vista era espectacular: enfrente tenía la piscina, iluminada con suaves luces azules y rodeada de exuberantes jardines, y a ambos lados, el mar. Ahora que había movido las últimas piezas del tablero con una gloriosa victoria, pensaba quedarse unos días en ese maravilloso enclave que era la isla de Corfú, en Grecia, mientras su equipo se ponía a trabajar.
Sonrió, infinitamente pagado de sí mismo, mientras en su cabeza bullían los recientes recuerdos de la reunión.
La cena empezó mal, y por unos momentos, temió lo peor. Sus clientes se retrasaron media hora y estuvieron a punto de cancelar la reunión por los acontecimientos que estaban teniendo lugar en todo el mundo. Mientras esperaba, bebía cócteles suaves sin alcohol, demasiado dulzones y secos para su gusto, y escuchaba las conversaciones a su alrededor, todas sobre el mismo tema: los desastres de los peces muertos y los ataques a los barcos. Jim no había podido, ni querido, prestar atención a esos asuntos. Sólo podía pensar en el asunto que le había llevado a la isla, y repasaba mentalmente la presentación de empresa que había enviado. Sabía que la decisión se tomaría esa misma noche, una vez respondiera a algunas preguntas decisivas que sus clientes querían hacerle personalmente, cara a cara. Jim estaba razonablemente seguro de que sus dudas concernían a los aspectos de
outsourcing
a los que su empresa recurría para poder cumplir los plazos cuando llegaban los problemas, pero tenía ese aspecto absolutamente resuelto. Llevaba preparados impresionantes informes sobre las empresas indias con las que trabajaba y no esperaba reticencias en ese sentido. El otro frente donde podían presentar batalla era el de la financiación. Con la terrible situación económica mundial, las empresas aprovechaban para ajustar los presupuestos a su favor, pero su socio había sido tajante en ese sentido:
«Si bajas el presupuesto, aunque sean diez mil dólares, tendremos problemas para cuadrar los números al final. Asegúrate de que entienden que vendemos calidad, Jim. No te bajes los pantalones como de costumbre.
»
Pero finalmente, los clientes aparecieron, llegados directamente desde Inglaterra, vía España. Habían realizado el último tramo en helicóptero, no en ferry, porque al parecer había problemas con el transporte marítimo.
—Ese helicóptero nos ha costado una cantidad desorbitada de dinero, señor Hobbes —dijo el británico con una expresión gélida en el rostro—. Espero que contemple eso en la revisión del presupuesto que queremos tratar esta noche.
Recibió el comentario como si hubieran flambeado todo el azúcar que llevaba ingiriendo en la última hora, experimentando una explosión de calor en su interior. En su cabeza, los dólares volaban como si tuvieran alas, sobrevolando a su socio, quien le miraba con el semblante serio.
No te bajes los pantalones, Jim. No te bajes los pantalones.
La primera parte de la cena se dedicaron a comentar el tema de los ataques a los barcos y las ingentes cantidades de peces muertos que habían aparecido en todos los mares, en todos los océanos. Jim estaba hastiado de ese tema. Le importaba un bledo las causas ecológicas, el calentamiento global o la capa de ozono. No tenía mujer, ni hijos, su madre había muerto hacía muchos años y su padre era un jugador de póquer profesional en Las Vegas, así que vivía el presente. Lo que sea que ocurriese con el jodido planeta dentro de cien años no era de su incumbencia. Jesús, ni siquiera le gustaba el pescado.
Pero asintió con gravedad ante los comentarios de sus clientes y adoptó una expresión de consternación cuando hablaron de la falta de alimentos en los países asiáticos y del Tercer Mundo.
Cuando llegaron los segundos platos, regresaron lentamente al tema que les ocupaba. No mencionaron nada de las subcontratas con equipos hindúes, pero el señor Bennett estuvo exponiendo durante diez minutos las razones que les habían movido a elegir a su empresa entre el extenso parque existente. Jim escuchó intentando aparentar un educado interés, pero por dentro, los Cañones de Navarone tronaban con una furia desmedida, anticipándose a lo que parecía un «Sí, quiero».
—Naturalmente —exclamó el otro caballero con un remarcado acento inglés de Oxford—, nuestro acuerdo puede cerrarse esta misma noche. Tenemos los contratos necesarios aquí mismo… si está usted conforme con nuestra visión de la cifra final del proyecto.
—Verá, señor Hobbes —intervino el Señor Bennett—, no estamos de acuerdo en absoluto con su apreciación del trabajo y queremos proponerle una cifra nueva.
Hobbes intentó carraspear, pero ni siquiera de eso fue capaz. Había llegado el instante que tanto había temido, una objeción interpuesta en el momento con el que había soñado desde que montó su propia compañía, poco antes del cambio de siglo. De repente, tenía la boca seca y el cuello de la camisa le asfixiaba como una tenaza metálica. ¿De cuánto sería el descuento? ¿Qué debía hacer entonces? ¿Lo aceptaría, de todas maneras? Quizá si ajustaban un poco los gastos, podrían sobrellevarlo de alguna forma…
Quiso decir algo, pero en su mente las palabras danzaban sin ningún orden. El señor Bennett interrumpió el silencio sacando algo del bolsillo de su chaqueta e inclinándose un poco más sobre la mesa.
—Hemos escrito una cifra en este papel, y se la voy a entregar. Quiero que la mire, y si no le parece apropiada nos daremos la mano y nos marcharemos. Pero si la acepta, le sugeriría que saque su pluma. Nosotros sacaremos los contratos.
Le miró con gesto ceñudo durante unos instantes (que a Jim le parecieron eternos) y, acto seguido, desplazó el papel por el tapete de la mesa hasta que estuvo a su alcance.
Jim se sentía mareado. ¿Así era como morían los sueños, con una pequeña interpretación extraída de alguna película de gángsters? Le habían dejado bien claro que no deseaban discutir el precio… ¿sería capaz, después de todos los contactos que había conseguido y mimado para llegar a postular por ese contrato, de levantarse, cruzar gestos cordiales y despedirse para regresar a Estados Unidos?
Puso la mano encima de la hoja de papel e intercambió una breve mirada con los dos hombres de negocios. Allí estaba escrito su futuro, contenido en unos cuantos números garabateados en una hoja de papel. No se había sentido así desde hacía muchos, muchos años, en el momento de recibir las calificaciones… su temor entonces era que no fueran lo bastante buenas, pues en ese caso jamás podría ir a la universidad que él quería, y si no conseguía eso, sus opciones laborales quedarían drásticamente reducidas, arrumbadas por los currículos de muchos otros aspirantes que sí habrían estudiado en los sitios correctos.
Aspiró hondo y echó un vistazo al papel.
Al principio no entendió la cifra. Durante un confuso segundo, pensó que les pasaba algo a los decimales… había demasiados, o se trataba de un error, o quizá se debiera a alguna diferencia entre el formato inglés y el americano. Pero después, la exactitud de la cifra le golpeó como un mazazo en la cabeza. Se trataba de una cifra con ocho dígitos seguidos de las siglas USD. Eran millones, millones de dólares americanos. Era mucho más de lo que su presupuesto proponía.
Jim levantó la vista, perplejo. Tanto el señor Bennett como el señor Marston le sonreían ahora.
—Señor Hobbes, ¿no es lo que esperaba? —preguntó el primero.
Jim balbuceó algunas palabras sin mucho acierto. El Señor Marston levantó una mano para indicarle que aguardara un momento.
—Señor Hobbes, debo decirle que estamos muy impresionados con la capacidad de su empresa. Nuestros ingenieros han evaluado sus otros desarrollos, y son todos brillantes, tanto por la eficiencia del código como por otros aspectos de limpieza y optimización que son difíciles de ver hoy día. La arquitectura de sus subsistemas es impresionante. Con ese código, tardamos solamente dos días en hacer
ports
a otras plataformas, ahorrando miles y miles de dólares en programadores, analistas e ingenieros. Sólo había un problema…
—¡La cifra que presentaba usted era hasta un setenta por ciento inferior a la de otras compañías que hemos consultado! —exclamó el señor Bennett.
—Era la oportunidad que queríamos para captar toda su atención —añadió el señor Marston—. Con esta cifra, esperamos que vuelque usted todo su potencial con nosotros.
—Queremos ser su mejor cliente —expuso Bennett.
—Queremos ser su cliente VIP.
—Queremos ser su único cliente.
—Queremos llamarle a las cuatro de la mañana, hora de su país, y que usted atienda todas nuestras peticiones.
Jim había estado haciendo bailar la mirada entre sus dos interlocutores a medida que hablaban, intentando comprender lo que estaba ocurriendo. Miró de nuevo el papel, pero la cifra que se le había grabado a fuego en la mente seguía allí, impertérrita, hermosa en todas sus maravillosas implicaciones. Por fin, dejó escapar todo el aire de sus pulmones. Tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no gritar hasta desgañitarse, subirse a la mesa y bailar al estilo de los cowboys.
El resto de la cena fue extraordinario. Se sacaron plumas y se firmaron los contratos, donde se aseguraba que el dinero llegaría puntualmente el día siete de cada mes. Jim no podía estar de mejor humor, y todavía en medio de la conversación, su cabeza se escabullía por los senderos que subyacen entre la atención consciente y las ensoñaciones, y las imágenes de su nuevo tren de vida empezaban a materializarse: reales, palpables. Pidieron cerveza negra inglesa y brindaron por una larga relación comercial, por los grandes éxitos y los proyectos que la compañía quería poner en marcha; después conversaron sobre desarrollos para teléfonos móviles, algoritmos de comercio electrónico y el futuro de Internet.
Una hora más tarde, los caballeros ingleses se retiraron a sus habitaciones, y Jim se quedó en el lujoso bar del hotel. Por fin pudo prescindir de los dulzones combinados griegos y pasar a algo que le era más afín, un buen whisky.
—¿Sabe cuál es el más caro de todos? No me refiero al más caro, sino al caro de cojones —preguntó al camarero.
—Sí, señor.
—Pues póngame uno.
—Sí, señor.
La bebida cara de cojones era como el canto de un grifo en celo para las señoritas que pululaban por la recepción. Eran expertas en reconocer el brillo del dinero en los ojos de los turistas, los nuevos ricos, los que empezaban a prosperar o los hombres de negocios que pasaban sus noches de éxito alejados de sus hogares; y aunque Jim no estaba casado, vaya si era un hombre de éxito. Era el Jackpot de las máquinas tragaperras, era la puta piedra filosofal.
La chica que se le acercó era indeciblemente hermosa. Había algo en su combinación de ojos grises y profundos y la languidez de sus facciones que le volvió loco casi en el acto. Y sus hombros, perfectamente torneados, olían como las flores más exuberantes de algún jardín celestial. Jim era un hombre de mundo, y sabía lo que ella quería, pero si por la mañana le pedía quinientos o incluso mil dólares, qué coño, los pagaría. Se lo había ganado.
Jim se sentía un triunfador, y el contrato en el maletín le proporcionaba una generosa dosis de reforzada autoestima, así que la cautivó inmediatamente. Después de unos cuantos tragos y algo de conversación fácil, subieron arriba y ella pidió unos minutos para ir al baño. Jim salió a la terraza, agradecido por el refrescante aire de la noche que olía furiosamente a mar, y se apoyó en la baranda, todavía eufórico y embriagado por cómo se habían desarrollado las cosas. Mientras respiraba el aroma penetrante y repasaba cada instante de la velada, ella se le acercó por detrás y pasó sus suaves manos por el interior de su camisa, acariciando su torso firme. Él se giró instintivamente, y sin decir palabra, la tomó entre sus brazos.
Dios, es tan hermosa
. Acabaron bailando apretados el uno contra el otro, al ritmo de una melodía invisible.
En uno de los giros, Jim abrió los ojos, suavemente al principio, para quedarse después petrificado. El creciente rugido del mar le había sacado del embelesamiento que estaba experimentando, y ahora veía de qué se trataba. Allí, acercándose al hotel a una velocidad considerable, había una ola casi tan alta como el edificio en el que se hospedaban. La visión tenía un aire irreal y al mismo tiempo, atroz, pero Jim no sintió pánico. Con el ángulo en el que venía desplazándose la descomunal masa de agua, estaba tan claro que acabarían siendo arrancados de la terraza que no sintió más que una repentina e inesperada sensación de calma.
Ella levantó la cabeza, súbitamente alarmada por el creciente bramido del agua. Pero Jim no iba a consentir que viera lo que tenía a su espalda. Resueltamente, puso las manos alrededor de sus oídos, y la besó. Cerró los ojos y la besó, apretándola fuertemente y olvidándose de todo.
La ola llegó por fin a la playa y la devoró; sumergió las palmeras que crecían junto a la valla blanca que separaba el jardín, y por último se estrelló contra la fachada del hotel, arrancando balcones y muros con una furia desmedida. El agua arrastró a Jim y a su amante al interior, donde chocaron contra la pared del fondo y murieron aplastados junto al resto de los muebles.