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Authors: Joe Haldeman

La guerra interminable (27 page)

BOOK: La guerra interminable
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Y agregé, dirigiéndome a los soldados:

—Rompan filas.

5

—No seas idiota —dijo Charlie, sosteniendo un trapo mojado contra el cardenal que tenía al costado de la cabeza.

—¿Te parece que debo ejecutarle?

—¡Deja de moverte! —protestó Diana, que trataba de juntarme los labios de la herida para cerrarla de una pincelada.

Desde la muñeca hacia abajo me parecía tener un cubo de hielo.

—No estaría bien que lo hicieras tú mismo —respondió Charlie—. Asigna la tarea a alguien. Por azar.

—Charlie tiene razón —afirmó Diana—. Haz que todo el mundo extraiga un pedazo de papel de algún sombrero.

Por suerte, Hilleboe dormía profundamente en el otro camastro. Prefería ignorar su opinión.

—¿Y si la persona que sale elegida se niega a hacerlo?

—¿La castigas y escoges a otro? —respondió Charlie—. ¿Qué te enseñaron en el tanque? No puedes comprometer tu autoridad realizando públicamente una función que… obviamente corresponde a un inferior.

—Si fuera otra función, de acuerdo. Pero en este caso… Nadie ha matado hasta ahora en la compañía. Se diría que encargo a otro los trabajos sucios que me corresponden.

—Es muy complicado —observó Diana—. ¿Por qué no hablas con la tropa y explicas todo esto? Después, que saquen pajitas. Ya no son niños.

Un fuerte cuasi recuerdo me indicaba que en otros tiempos un ejército se había comportado de ese modo: la milicia marxista de la Guerra Civil española, a principios del siglo XX. Uno sólo debía obedecer una orden cuando le había sido explicada en detalle, y podía negarse si no estaba de acuerdo. Los oficiales y los soldados se emborrachaban juntos; no había saludos ni títulos. Perdieron la guerra, pero sus enemigos no lo pasaron muy bien.

—Listo —indicó Diana, dejándome la mano herida en el regazo—. Cuando empiece a doler puedes usarla.

Inspeccioné cuidadosamente la herida, observando:

—Los bordes no cierran bien, pero no me quejo.

—No tienes por qué. Agradece que no te haya quedado sólo el muñón.

—El muñón deberías tenerlo en el cuello —dijo Charlie—. No sé a qué vienen tantos miramientos. Debiste haber matado inmediatamente a ese hijo de puta.

—¡Ya lo sé, maldición! —salté, asustando a Charlie y a Diana con mi súbita reacción—. Lo siento, mierda. Escuchadme, dejad que yo me preocupe solo, ¿queréis?

—¿Por qué no habláis de otra cosa durante un rato? —preguntó Diana, mientras se levantaba y revisaba el contenido de su maletín—. Tengo que ocuparme de otro paciente. Tratad de no alteraros.

—¿El otro es Graubard?

—Exacto. Para que pueda subir al patíbulo sin ayuda.

—¿Y si Hilleboe…?

—Estará inconsciente durante otra media hora. Os enviaré a Jarvil, por si acaso.

Y se marchó apresuradamente.

—El patíbulo… —murmuré, dándome cuenta de que no había pensado en el asunto—. ¿Cómo diablos vamos a ejecutarle? No podemos hacerlo aquí dentro; sería demasiado deprimente. Y un pelotón de fusilamiento es algo horrible.

—Échalo por la esclusa de aire. No merece ninguna ceremonia.

—Tal vez tengas razón. No lo había pensado.

Me pregunté si Charlie habría visto alguna vez el cuerpo de una persona muerta de ese modo. En seguida sugerí:

—¿Y si lo arrojáramos al sistema de reaprovechamiento? Tarde o temprano acabará allí.

—Ahora has captado la idea —exclamó Charlie, riendo.

—Tendríamos que recortarlo un poco. La portezuela es pequeña.

El hizo algunas sugerencias con respecto a la forma de solucionarlo. Jarvil entró, pero no nos ayudó demasiado.

De pronto la puerta de la enfermería se abrió ruidosamente para dar paso a un paciente acostado en una camilla. Diana corría al lado, presionando el pecho del hombre, en tanto un recluta empujaba desde atrás. Los otros dos reclutas que les seguían permanecieron en la entrada.

—Junto a la pared —ordenó ella.

Era Graubard.

—Trató de matarse —explicó Diana, aunque era bastante obvio—. Paro cardíaco.

Había hecho un lazo corredizo con el cinturón, que aún le colgaba del cuello. En la pared había dos grandes electrodos con manivelas de goma. Diana los tomó con una mano mientras con la otra abría la túnica de Graubard.

—¡Quita las manos de la camilla!

Separó los electrodos, pulsó una llave y los presionó contra el pecho del paciente. Se oyó un zumbido sordo y olor a carne quemada. El cuerpo de Graubard se estremeció violentamente. Diana meneó la cabeza.

—Prepárate para abrir —indicó a Jarvil—. Haz que Doris baje en seguida.

El cuerpo emitía un barboteo mecánico, parecido al de las tuberías de agua. Diana apagó la corriente y dejó caer los electrodos. Después se quitó un anillo y cruzó el cuarto para introducir los brazos en el esterilizador. Mientras tanto Jarvil comenzó a frotar un líquido maloliente sobre el pecho del hombre.

Había una pequeña marca roja entre las dos quemaduras causadas por los electrodos. Tardé un momento en comprender de qué se trataba, precisamente antes de que Jarvil la borrara. Me aproximé un poco más y examiné el cuello de Graubard.

—Sal de ahí, William; tú no estás esterilizado.

Diana palpó la clavícula, bajó el bisturí unos centímetros y efectuó una incisión desde allí hasta el extremo del esternón. La sangre brotó profusamente; Jarvil le alcanzó un instrumento que parecía un par de tijeras cortapernos. Aunque aparté la vista no pude dejar de oír el crujido con que aquello rompió las costillas. Diana pidió retractores, esponjas y muchas cosas más, mientras yo regresaba a mi asiento. Por el rabillo del ojo la vi trabajar dentro del tórax, masajeando directamente el corazón. Charlie, que parecía sentirse tan mal como yo, exclamó:

—¡Eh, Diana, te vas a agotar!

Ella no respondió. Jarvil había acercado el corazón artificial y sostenía dos tubos. Le vi tomar un escalpelo y aparté la vista.

Media hora después seguía sin dar señales de vida. Apagaron la máquina y le cubrieron con una sábana. Diana se lavó la sangre de los brazos, diciendo:

—Voy a cambiarme. Volveré dentro de un minuto.

Me levanté y la seguí hasta su cubículo, que estaba junto a la enfermería: necesitaba enterarme. Al levantar la mano para llamar a la puerta sentí un súbito dolor, como si me la hubieran cruzado con una raya de fuego, y tuve que llamar con la izquierda. Ella abrió inmediatamente.

—¿Qué…? Oh, quieres algo para esa mano. Pídeselo a Jarvil.

Estaba a medio vestir, pero no revelaba timidez.

—No, no he venido por eso. ¿Qué ha pasado, Diana?

—Bueno, te diré…

Al pasarse la túnica por la cabeza, su voz sonó más ahogada por un momento.

—Creo que fue culpa mía —explicó—. Le dejé solo por un momento.

—Y él trató de ahorcarse.

—Exacto —respondió ella, mientras tomaba asiento en la cama y me ofrecía la silla—. Salí para ir al cuarto de baño. Cuando volví estaba muerto. Mientras tanto había indicado a Jarvil que bajara para vigilar a Hilleboe, pues no quería dejarla tanto tiempo sin vigilancia.

—Pero… Diana, no tiene marcas en el cuello. Ni cardenales, ni nada.

—No murió ahorcado —respondió ella, encogiéndose de hombros—, sino de un ataque al corazón.

—Sí, pero alguien le puso una inyección. Directamente al corazón.

Ella me echó una mirada de curiosidad.

—Fui yo, William. Adrenalina. Es lo que se hace comúnmente.

Esas marcas rojas se producen cuando uno se aparta bruscamente del proyector al recibir la inyección. De lo contrario la medicina pasa directamente por los poros sin dejar marcas.

—¿Ya estaba muerto cuando se la pusiste?

—Ésa es mi opinión profesional —(¡qué cara de piedra!)—. No había pulso, respiración ni latidos. Hay muy pocas afecciones que presenten los mismos síntomas.

—Aja. Ya veo.

—¿Hay algo que…? ¿Qué ocurre, William?

O bien yo había tenido una suerte increíble o bien Diana era muy buena actriz.

—No, nada. Sí, será mejor que pida algo para aliviar mi mano.

Abrí la puerta y agregué:

—Esto nos ahorra muchos problemas.

Ella me miró directamente a los ojos.

—Seguro.

En realidad no hice más que cambiar un problema por otro. Aunque la muerte de Graubard había sido presenciada por varios testigos desinteresados, circulaba el persistente rumor de que yo lo había hecho matar por la doctora Alserver… porque no había sabido hacerlo por mi cuenta y no quería molestarme en formar una corte marcial.

En verdad, según el Código Universal de «Justicia» Militar, Graubard no merecía juicio alguno. Bastaba con que yo dijera: «Usted, usted y usted. Llévense fuera a este hombre y mátenlo, por favor.» ¡Y pobre del recluta que se negara a cumplir la orden!

En cierto sentido aquello mejoró mi relación con las tropas. Al menos en lo exterior me mostraban más respeto. Pero parecía ese respeto barato que se demuestra a los rufianes peligrosos e imprevisibles. Mi nuevo apodo era «Asesino»; precisamente cuando me había acostumbrado al de «Viejo Maricón».

La base volvió rápidamente a su rutina de adiestramiento y espera. Yo aguardaba casi con impaciencia la aparición de los taurinos, siquiera para acabar con aquello de un modo u otro. Las tropas se habían adaptado a la situación mucho mejor que yo, por razones obvias. Debían cumplir tareas específicas y disponían de mucho tiempo para combatir el aburrimiento. Mis tareas, en cambio, eran más variadas, pero ofrecían poca satisfacción, pues los problemas que llegaban hasta mí eran aquellos en los que habían fracasado todos. Cuando había una solución grata o sencilla todo se resolvía en los grados inferiores.

Nunca me habían importado mucho los deportes o los juegos, pero entonces me volví hacia ellos más y más, como válvula de seguridad. Por primera vez en mi vida aquel ambiente claustrofóbico y tenso me impedía escapar por medio de la lectura o el estudio. Por lo tanto practicaba esgrima hasta cansarme con los otros oficiales, me agotaba en las máquinas de ejercicios y hasta tenía una cuerda para saltar en mi oficina. La mayor parte de los oficiales jugaba al ajedrez, pero casi siempre me ganaban; cuando por casualidad era yo el vencedor me daba la impresión de que mi adversario había perdido a propósito. Los crucigramas y otros juegos similares me resultaban difíciles debido a mi dialecto arcaico, y no disponía de tiempo ni de talento para estudiar el inglés «moderno».

Durante algún tiempo permití que Diana me diera drogas para levantar el ánimo, pero el efecto acumulativo resultaba aterrador: me estaba volviendo adicto a ellas, en una forma tan sutil que al principio no me di cuenta; al fin las dejé por completo. Traté de llevar a cabo algunas sesiones de psicoanálisis sistemático con el teniente Wilber, pero me fue imposible. Aunque él conocía todos mis problemas desde el punto de vista académico, parecíamos hablar distintos lenguajes culturales. Los consejos que me daba sobre el amor y el sexo equivalían a los que yo le habría podido dar a un siervo medieval para llevarse bien con su señor y su sacerdote.

Y en eso, a pesar de todo, radicaba mi problema. Yo habría podido soportar todas las presiones y frustraciones de la comandancia; no me habría importado estar encerrado en esa cueva, con gente que a veces me resultaba apenas menos extraña que el enemigo, y habría tolerado la cuasicertidumbre de morir dolorosamente por una causa indigna si Marygay hubiera estado conmigo. Aquella sensación era más y más intensa a medida que pasaban los meses.

El psicoanalista encaró ese punto con mucha severidad, acusándome de jugar al romanticismo con mi posición. Decía saber qué era el amor y afirmaba haber estado enamorado. Y la polaridad sexual de la pareja no involucraba diferencia alguna. Bien, yo podía aceptarlo; el concepto había sido una frase hecha en los tiempos de mis padres, aunque la mía la había contemplado con previsible resistencia. Pero el amor, según Wilber, el amor era un frágil capullo, un delicado cristal, una reacción inestable que podía durar hasta ocho meses. Para mí todo eso era una estupidez; le acusé de usar esquemas culturales; los treinta siglos anteriores a la guerra enseñaban que el amor podía durar hasta la tumba y más aún. ¡Él lo sabría muy bien si hubiese nacido en vez de ser incubado! Cuando le dije eso adoptó una expresión irónica y tolerante, repitiendo que yo era víctima de una frustración sexual autoimpuesta y de una ilusión romántica.

Ahora pienso que nos divertíamos bastante discutiendo el tema. Pero curarme, eso no lo hizo.

La verdad es que tenía un nuevo amigo que pasaba todo el día en mi regazo. Era el gato; tenía ese talento especial que induce a los de su raza a ocultarse de la gente a quien le gustan los gatos, para buscar en cambio a quienes les tienen alergia o poco aprecio. Sin embargo, teníamos algo en común; dentro de mis conocimientos, era el único macho heterosexual de los alrededores. Estaba castrado, pero dadas las circunstancias eso no tenía mucha importancia.

6

Habían pasado exactamente cuatrocientos días desde que comenzáramos la construcción. Yo estaba sentado a mi escritorio, sin verificar la nueva lista de Hilleboe, con el gato en el regazo; el animal ronroneaba con ganas, a pesar de que yo me negaba a acariciarlo. Charlie, tendido en una silla, leía algo en el visor. Sonó el teléfono. Era la comodoro.

—Han llegado.

—¿Qué?

—He dicho que han llegado. Una nave taurina acaba de salir del campo colapsar. Velocidad, 80 c. Desaceleración, treinta gravedades. ¿Qué le parece?

Charlie se inclinó hacia el escritorio, preguntando:

—¿Qué pasa?

Arrojé el gato al suelo.

—¿Cuándo puede iniciar la persecución?

—En cuanto usted corte el contacto.

Corté y me dirigí hacia la computadora logística, gemela de la que había en Masaryk II y conectada con aquélla. Mientras intentaba obtener algunos datos, Charlie maniobraba con el exhibidor visual.

Éste era un holograma de un metro cuadrado por medio metro de espesor; estaba programado de modo tal que mostraba las posiciones de Sade-138, nuestro planeta, y unas cuantas rocas del sistema. Unas motas verdes y rojas indicaban las posiciones de nuestros vehículos y las de los taurinos.

La computadora indicó que los taurinos tardarían cuando menos once días en desacelerar para llegar al planeta. Naturalmente eso les exigiría una aceleración y desaceleración máxima durante todo el trayecto; por tanto podríamos derribarles como si fueran moscas sobre una pared. Lo más probable sería que fueran variando la velocidad y la dirección al azar, como habíamos hecho nosotros. La computadora, basándose en varios cientos de informes anteriores, nos suministró la siguiente tabla de probabilidades:

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