Read La guerra interminable Online
Authors: Joe Haldeman
Decidí no averiguar todavía quiénes eran. Necesitábamos formar algún plan de defensa antes de que los taurinos entraran a la cúpula, para el caso de que decidieran apresurar las cosas.
Con gestos muy exagerados logré que todos se reunieran en el centro del campo, bajo la cola del destructor, donde estaban acumuladas las armas. Las había en abundancia, pues estábamos preparados para armar a un grupo tres veces mayor que aquél. Después de entregar a cada uno un escudo y una espada corta, tracé una pregunta en la nieve: «¿Buenos arqueros? Levanten mano.» Conseguí cinco voluntarios y nombré otros tres, para que todos los arcos estuvieran en uso. Veinte flechas por arco. Eran las armas de largo alcance más efectivas de que disponíamos: las flechas resultaban casi invisibles en el lento vuelo; estaban dotadas de bastante peso y coronadas con una mortal esquirla de cristal, duro como el diamante.
Dispuse a los arqueros en círculo en torno al destructor, para que las aletas de aterrizaje les proporcionaran alguna protección contra los proyectiles que vinieran desde atrás; entre cada par de arqueros puse a otras cuatro personas: dos lanzadores de espadas, un experto en esgrima y una persona armada con diez cuchillos y un hacha de guerra. Esta posición, teóricamente, haría frente al enemigo a cualquier distancia, ya fuera desde el borde del campo o en un combate cuerpo a cuerpo.
En realidad, dada la proporción de seiscientos a cuarenta y dos, nos harían mierda con sólo entrar armados con una piedra cada uno. Eso siempre que supieran en qué consistía el campo estático. En todos los otros aspectos tecnológicos parecían estar muy al día.
Nada ocurrió durante varias horas. Nos aburríamos espantosamente, a la espera de que llegara el momento de morir. Era imposible charlar; nada había para ver, salvo la cúpula gris inamovible, la nieve gris, la nave gris y unos cuantos soldados igualmente grises. Nada para ver, oír, oler o degustar, salvo la propia persona.
Quienes aún tenían cierto interés en la batalla montaban guardia en el borde de la cúpula, esperando la llegada de los primeros taurinos. Por eso, cuando el ataque se inició tardamos un segundo en darnos cuenta de lo que ocurría. Llegó desde lo alto; era una nube de dardos lanzados con catapulta, que entraron en tropel a unos treinta metros de altura, encaminados directamente hacia el centro de la semiesfera. Los escudos eran lo bastante grandes como para proteger casi todo el cuerpo con sólo agacharse un poco tras ellos; quienes vieron venir aquellos dardos pudieron defenderse con facilidad. Los que estaban de espaldas o dormidos no tuvieron más protección que la buena fortuna: no había forma de lanzar un grito de advertencia, y los proyectiles tardaban sólo tres segundos en cruzar la cúpula hasta el centro. Fue una suerte que perdiéramos sólo a cinco; uno de ellos, Shubik, estaba en el grupo de los arqueros. Torné su arco y me uní a los que esperaban el próximo ataque.
No se produjo. Media hora después recorrí el círculo y expliqué por señas que, si algo ocurría, cada uno debía tocar al vecino de la derecha. Así toda la hilera estaría advertida. Tal vez a eso debo la vida, pues el segundo ataque se produjo un par de horas después, a mi espalda. Percibí el codazo, di una palmada a mi vecino de la derecha y me volví. La nube de dardos ya descendía. Me cubrí la cabeza con el escudo una fracción de segundo antes de que llegaran. Después abandoné el arco por un momento para quitar tres dardos del escudo. En ese momento comenzó el ataque directo.
Fue un espectáculo horrible e impresionante. Unos trescientos taurinos penetraron simultáneamente en la cúpula, casi hombro con hombro. Avanzaron marcando el paso, cada uno armado de un escudo redondo que apenas alcanzaba para cubrirles el abultado pecho y lanzando dardos similares a los que habíamos recibido un momento antes.
Instalé el escudo frente a mí (tenía pequeños soportes en la parte inferior para mantenerlo en posición vertical) y lancé la primera flecha. En seguida supe que teníamos una oportunidad: mi flecha dio precisamente en el centro del escudo, lo atravesó y penetró en el traje del taurino.
Aquello fue una masacre en el bando enemigo. Los dardos no servían de nada sin el factor sorpresa; sin embargo, cuando uno de ellos me pasó rozando la cabeza, lanzado desde atrás, me provocó un escalofrío entre los omoplatos. Con veinte flechas maté a veinte taurinos. Cada vez que caía uno de ellos los demás cerraban filas; ni siquiera nos daban el trabajo de apuntar. Cuando se me acabaron las flechas empecé a arrojarles sus propios dardos, pero aquellos escudos livianos eran bastante efectivos contra los proyectiles pequeños.
Habíamos matado a flechazos a más de la mitad mucho antes de que llegara el momento de luchar cuerpo a cuerpo. Desenvainé la espada y aguardé. Seguían superándonos en número, en una proporción de tres a uno. Mientras tanto, al acortarse la distancia a unos diez metros, quienes estaban armados con cuchillos arrojadizos chakram tuvieron la gran oportunidad. Aunque el disco giratorio era fácilmente visible y tardaba más de medio segundo en alcanzar el blanco, casi todos los taurinos reaccionaron de la misma forma: levantando el escudo para desviarlo. La hoja pesada y cortante rebanó aquel escudo ligero como una sierra eléctrica el cartón.
En el primer contacto cuerpo a cuerpo empleamos la barra, es decir, una varilla metálica de dos metros de longitud, terminada en una hoja doble de sierra. Los taurinos la enfrentaban con un método que requería mucha sangre fría (o valor, depende de cómo se lo mire). Se limitaban a dejarse matar aferrados a la hoja; mientras el humano estaba tratando de extraer el arma del cuerpo congelado, otro taurino, armado de una larguísima cimitarra, se acercaba para liquidarlo.
Además de las espadas disponían de otra arma, constituida por un cordel elástico terminado en diez centímetros de algo similar al alambre de púas, con una pequeña pesa que servía para darle impulso. Era un arma peligrosa desde cualquier punto de vista, pues cuando no daba en el blanco retrocedía en un latigazo impredictible. Pero eso ocurría muy pocas veces; por lo general pasaba por debajo de los escudos y se enroscaba en los tobillos.
El recluta Erikson y yo luchábamos espalda contra espalda, defendiéndonos con las espadas; así logramos mantenernos vivos en los minutos siguientes. Cuando los taurinos se vieron reducidos a veinticinco, dieron media vuelta e iniciaron la retirada. Les arrojamos algunos dardos y matamos a tres, pero optamos por no perseguirles, temiendo que eso los indujera a reiniciar el ataque.
Sólo quedábamos veintiocho en pie; el número de cadáveres taurinos duplicaba esa cifra, pero eso no nos causaba la menor satisfacción: en cualquier momento podían regresar con otros trescientos soldados, y en esa ocasión nos vencerían.
Mientras revisábamos los cadáveres para recuperar flechas y espadas hice un recuento: Charlie y Diana habían sobrevivido (Hilleboe, en cambio, había sido una de las que murió al manejar la barra, arma que nadie se molestó en recoger); también estaban allí Wilber y Szydlowska. Rudkoski seguía en pie; Orban, en cambio, había muerto, alcanzado por un dardo.
Veinticuatro horas después teníamos la impresión de que el enemigo había optado por mantenernos cercados en vez de atacar. Los dardos seguían llegando, no ya a granel, sino en grupos de dos o tres y desde ángulos diversos. No era posible mantenerse eternamente en guardia; cada dos o tres horas hacían blanco en alguien. Establecimos turnos para dormir; lo hacíamos por parejas, acostándonos sobre el generador de estasis, bajo el casco del destructor; era el sitio más seguro de la cúpula. De tanto en tanto aparecía algún taurino en el borde del campo, probablemente para ver cuántos quedábamos. A veces le arrojábamos algún dardo para practicar.
Dos días después cesó el ataque de los dardos. Quizá ya no tenían más; quizás habían decidido no proseguirlo, puesto que sólo quedábamos veinte. Pero había una posibilidad más factible. Tomé una de las barras y la pasé por el borde del campo estático, asomando la punta uno o dos centímetros. Cuando volví a meterla dentro el extremo se había fundido. Se la mostré a Charlie, que me respondió con la única señal afirmativa visible en un traje de batalla: balanceándose hacia atrás y hacia delante. Ya había ocurrido otras veces; el enemigo se limitaba a saturar el campo de estasis con fuego láser y aguardaba a que los humanos, enloquecidos, desconectaran el generador. Tal vez estaban sentados en sus naves jugando a las cartas.
Traté de pensar, pero era difícil concentrarse en aquel ambiente hostil, privado de datos sensoriales, sabiéndose obligado a mirar por encima del hombro a cada instante.
Pero Charlie había dicho algo. El día anterior. La idea no surgía del todo; sólo podía recordar que en ese momento su propuesta no servía. Al fin logré acordarme. Entonces llamé a todo el grupo y escribí en la nieve:
TRAER BOMBAS NOVA DE NAVE
PONERLAS BORDE CAMPO
TRASLADAR CAMPO
Szydlowska sabía en qué lugar de la nave se guardaban las herramientas adecuadas. Afortunadamente habíamos dejado todas las entradas abiertas antes de conectar el campo estático, pues eran electrónicas y se hubieran paralizado por completo. Sacamos diversas llaves inglesas del cuarto de máquinas y trepamos a la cabina del piloto. Él sabía retirar cierta placa que daba acceso a un pasillo, por el cual se llegaba al depósito de bombas. Yo le seguí por aquel tubo, que medía escasamente un metro de diámetro.
Normalmente debería haber sido negro como boca de lobo. En cambio estaba iluminado por el mismo resplandor opaco y sin sombras del campo estático exterior. Como el depósito era demasiado estrecho para que entráramos juntos, le esperé en un extremo del pasillo y observé sus maniobras.
Las puertas del depósito podían operarse manualmente, de modo que mi compañero no tuvo muchas dificultades; con sólo girar una manivela estuvo en condiciones de continuar. Retirar las dos bombas de sus soportes fue otra cuestión. Al fin regresó al cuarto de máquinas para traer una palanca de hierro. Con eso logró desencajarlas. Cada uno de nosotros cargó con una de las bombas y salimos del depósito.
El sargento Anghelov se dedicó inmediatamente a trabajar en ellas. Para activarlas sólo era menester desatornillar el fusible de la parte delantera e introducir algún objeto en la cavidad, a fin de romper el mecanismo de demora y los sistemas de seguridad. Las llevamos rápidamente al borde del campo, entre seis de nosotros, y las pusimos la una junto a la otra. En seguida hicimos una señal a las cuatro personas que aguardaban junto a las manivelas del generador. Lo recogieron y se alejaron diez pasos en dirección opuesta. Las bombas desaparecieron al pasar sobre ellas el borde del campo.
Sin duda alguna, las bombas estallaron. Durante un par de segundos el interior de la cúpula estuvo tan ardiente como el de una estrella; hasta el campo estático se vio afectado por ello: una tercera parte de la cúpula se encendió por un momento en un rosado opaco antes de volver al gris. Hubo una ligera aceleración, como la que se siente en un acelerador lento; eso significaba que estábamos cayendo hacia el fondo del cráter. ¿Sería sólido? ¿O nos hundiríamos a través de la roca fundida como una mosca en el ámbar?
Preferí no pensar en eso. En todo caso, tal vez pudiéramos abrirnos camino hacia la superficie con el rayo láser del destructor.
Al menos doce de nosotros.
Charlie escribió un mensaje a mis pies, en la nieve: ¿cuánto tiempo?
¡Magnífica pregunta! Yo sólo conocía la cantidad de energía liberada por dos bombas nova, pero no el tamaño de la bola ígnea, que determinaría la temperatura de la detonación y la magnitud del cráter. Tampoco conocía la capacidad de absorción de calor correspondiente a la roca ni su punto de fusión.
Escribí: ¿una semana, tal vez? debo pensar.
La computadora de la nave habría podido darme la respuesta en una milésima de segundo, pero no funcionaba. Comencé a escribir ecuaciones en la nieve, tratando de obtener cifras máximas y mínimas en cuanto al tiempo que tardaría en enfriarse el exterior hasta llegar a quinientos grados. Anghelov, que estaba más al día en materia de física, realizó sus propios cálculos al otro lado de la nave.
Los míos dieron un período de seis horas a seis días (aunque para enfriarse en seis horas la roca debía ser tan conductora como el cobre puro); Anghelov obtuvo de cinco horas a cuatro días y medio. Voté por los seis días; nadie más quiso opinar.
Nuestra principal ocupación fue dormir. Charlie y Diana jugaban al ajedrez marcando símbolos en la nieve, pero por mi parte me era imposible recordar las diferentes posiciones de las piezas. Revisé varias veces mis cálculos, pero seguían dando seis días como resultado. También revisé los de Anghelov; aunque parecían correctos preferí atenerme a los míos. Nadie moriría por permanecer un día y medio más en los trajes. Sobre todo esto discutimos amigablemente en una tensa taquigrafía.
El día en que arrojamos las bombas hacia fuera quedábamos diecinueve. Aún éramos diecinueve cuando, seis días después, posé la mano sobre la llave interruptora del generador.
¿Qué nos esperaba en el exterior? Aunque sin duda habían muerto todos los taurinos a cinco klims a la redonda, bien podía haber alguna fuerza de reserva esperándonos pacientemente junto al cráter. Pero al menos cuando introducíamos una barra por el borde la punta no se fundía.
Hice que mi gente se dispersara por toda la zona, a fin de que no pudieran alcanzarnos con un solo disparo. En seguida, listo para volver a operar si ocurría algo malo, pulsé la llave.
Mi radio estaba aún sintonizada con la frecuencia general. Tras más de una semana de silencio absoluto, un alegre y bullicioso griterío me asaltó los oídos.
Estábamos en el centro de un cráter que se extendía un kilómetro a lo ancho y hacia arriba. Las paredes eran una costra de color negro brillante por la que corrían algunas grietas rojas, aunque no lo bastante calientes como para resultar peligrosas. La semiesfera de suelo sobre la que descansábamos se había hundido unos buenos cuarenta metros en el cráter mientras estaba aún en estado de fusión, de modo tal que nos encontrábamos en una especie de pedestal.
No había un solo taurino a la vista.
Corrimos hacia la nave y la cerramos herméticamente: en cuanto estuvo llena de aire fresco abrimos los trajes de batalla. No hice valer mi superioridad para el uso de las duchas; me limité a sentarme en una litera de aceleración para respirar a grandes bocanadas aquel aire limpio, que no olía a Mandella reaprovechado.