Read La guerra interminable Online
Authors: Joe Haldeman
—Es la mascota de la brigada de mantenimiento, señor.
El gato alzó la cabeza para lanzarme un bufido no muy entusiasta; en seguida volvió a su laxo reposo. Charlie respondió a mi mirada encogiéndose de hombros.
—Es algo cruel —dije—. No lo disfrutarán mucho tiempo; en cuanto lleguemos a veinticinco gravedades será un mazacote de piel y entrañas.
—¡Oh, no, señor!
El sargento apartó la piel del lomo, bajo el cuello. Tenía una válvula de fluorocarbono implantada allí, exactamente igual a la que yo llevaba en la cadera.
—La compramos en un negocio de Puerta Estelar, ya modificada. Ahora muchas naves llevan mascotas, señor. La comodoro nos firmó los formularios.
En realidad todo era correcto, pues la brigada de mantenimiento estaba tanto bajo sus órdenes como a las mías. Además la nave era responsabilidad de ella. Pero los gatos me resultan odiosos; no hacen más que rondar por todos lados.
—¿No podía haber sido un perro?
—No, señor; no se adaptan. No soportan la caída libre.
—¿Hubo que hacer alguna adaptación especial a los tanques? —preguntó Charlie.
—No, señor. Teníamos una litera de sobra. No hubo más que acortar las correas.
Magnífico: eso significaba que me tocaría compartir el tanque con el animal.
—Hace falta otra clase de droga para fortalecer las paredes celulares, pero venía incluida en el precio.
Charlie le rascó detrás de una oreja; ronroneó suavemente, pero no se movió.
—Parece medio tonto.
—Es que le hemos drogado con un poco de anticipación —explicó el sargento.
No era extraño que estuviera tan quieto, puesto que la droga hace más lento el metabolismo, hasta que apenas basta para mantener las funciones vitales. El hombre agregó:
—Así será más fácil atarlo después.
—Supongo que no hay problemas —dije, pensando que tal vez sirviera para levantar la moral de los soldados—. Pero si se convierte en estorbo yo mismo me encargaré de arrojarlo al sistema de reaprovechamiento.
—¡Sí, señor!
Blazynski parecía muy aliviado; tal vez pensaba que yo no sería capaz de hacer semejante cosa con un minino tan encantador. «Haz la prueba, compañerito», pensé.
Ya lo habíamos visto todo. A aquel lado de los motores sólo quedaba la inmensa bodega donde dormían los destructores y las naves teledirigidas, fuertemente sujetas a gruesos armazones para que resistieran la aceleración. Charlie y yo fuimos a echarles un vistazo, pero no había ventanillas allí donde estábamos, al otro lado de la esclusa de aire. En el interior de la cámara había una, pero había sido evacuada y no valía la pena pasar por todo el ciclo de llenado y calentamiento sólo para satisfacer la curiosidad.
Comenzaba a sentirme un estorbo. Llamé a Hilleboe, quien afirmó que todo estaba en orden. Como aún faltaba una hora, Charlie y yo volvimos a la sala e iniciamos una partida de Kriesgspieler, con la computadora como arbitro; cuando empezaba a resultar interesante sonó la alarma indicando que faltaban diez minutos para la aceleración.
Los tanques de aceleración tenían un «margen de semiseguridad» de cinco semanas. Eso significaba que uno podía permanecer sumergido en ellos durante cinco semanas con un cincuenta por ciento de probabilidades de que no saltara ninguna válvula; de ser así, uno quedaba aplastado como una cucaracha bajo la suela del zapato. En la práctica, la emergencia debía ser muy seria para justificar que los usáramos durante más de dos semanas. En aquella primera etapa del viaje nos mantendríamos en aceleración sólo durante diez días.
De cualquier modo, para el ocupante de los tanques cinco semanas eran lo mismo que cinco horas. Una vez que la presión llegaba a nivel operativo se perdía el sentido del tiempo. El cuerpo y el cerebro parecían de cemento. Los sentidos no proporcionaban dato alguno y uno podía entretenerse durante varias horas tratando de deletrear su propio nombre.
No me sorprendió encontrarme súbitamente seco y hormigueante de sensaciones sin que el tiempo pareciera haber transcurrido. Aquello parecía una convención de asmáticos en un campo de heno: treinta y nueve personas y un gato estornudaban y tosían a la par, tratando de eliminar los últimos residuos de fluorocarbono. Mientras yo luchaba con mis correas se abrió la puerta lateral, inundando el tanque de una luz dolorosamente brillante. El gato fue el primero en salir; le siguió una batahola humana. En aras de la dignidad aguardé hasta que todos hubieron salido.
Más de cien personas se paseaban fuera, estirando las articulaciones y masajeándose el cuerpo. ¡Dignidad! Allí, rodeado por hectáreas de joven carne femenina, las miré directamente al rostro mientras intentaba desesperadamente resolver una ecuación diferencial de tercer orden, a fin de sofocar el reflejo galante. Aquel recurso de emergencia me permitió llegar al ascensor.
Hilleboe ya estaba dando órdenes para que la gente formara. Al cerrarse las puertas noté que todos los miembros de un pelotón presentaban un ligero cardenal de la cabeza a los pies. Veinte pares de ojos negros. Tendría que hablar con los de mantenimiento y atención médica sobre ese asunto.
Pero antes que nada tenía que vestirme.
Permanecimos tres semanas a una gravedad, con ocasionales períodos de caída libre para comprobar el curso de navegación, mientras la Masaryk II efectuaba un giro largo y cerrado desde el colapsar Resh-10 y volvía a él. Todo funcionó bien; la gente se ajustaba perfectamente a la rutina de a bordo. Asigné pocos trabajos y muchos ejercicios y revisiones…, para bien de los soldados, aunque no era lo bastante ingenuo como para creer que ellos lo verían así.
Después de una semana a gravedad uno, el recluta Rudkoski, ayudante del cocinero, se había armado de un alambique con el que producía ocho litros diarios de una bebida con un noventa y cinco por ciento de alcohol etílico. No quise prohibírselo; la vida ya era bastante aburrida y eso no importaba mientras los soldados siguieran presentándose sobrios a sus tareas. Sin embargo sentía una gran curiosidad por saber cómo lograba obtener la materia prima en nuestra hermética ecología y con qué pagaban los soldados esa bebida. Para averiguarlo empleé la cadena de comando a la inversa y pedí a Alserver que descubriera el asunto. Ella, a su vez, preguntó a Jarvil, que interrogó a Carreras, que charló con Orban, el cocinero. Resultó entonces que el sargento Orban era el responsable de todo; había dejado que Rudkoski hiciera el trabajo sucio, pero se moría por vanagloriarse ante alguien de confianza.
Si yo hubiera comido alguna vez con los reclutas habría notado algo raro, pero el sistema no incluía el comedor de los oficiales. A través de Rudkoski, Orban había establecido en toda la nave un sistema económico basado en el alcohol. Operaba de este modo:
En cada una de las comidas se incluía un postre muy azucarado (jalea, natillas o flan) que uno podía comer, siempre que no le empalagara, pero si uno lo dejaba en la bandeja y lo devolvía a la ventanilla de reaprovechamiento, Rudkoski le daba un bono por diez centavos y arrojaba el postre en una batea de fermentación; tenía dos, con capacidad para veinte litros cada una, una «en trabajo» mientras la otra se llenaba.
El bono de diez centavos era la base de un sistema que permitía comprar medio litro de alcohol etílico, con sabor a elección del cliente, por cinco dólares. Una brigada de cinco personas que devolvieran todos sus postres podía comprar más o menos un litro por semana; era bastante para una fiesta, pero no como para convertirse en un problema de salud pública.
Junto con esa información Diana me trajo una botella de El Peor de Rudkoski; así se llamaba un sabor que no había tenido éxito. Pasó por toda la cadena de comando sin bajar más que unos pocos centímetros. Sabía a una detestable combinación de fresa y alcaravez. A Diana le encantó, perversidad más o menos habitual en quienes nunca beben. Hice traer un poco de agua helada; una hora después estaba totalmente ebria. Por mi parte, ni siquiera había acabado la única copa que me preparé.
A mitad de camino hacia el aturdimiento absoluto, mientras murmuraba un soliloquio reconfortante dedicado a su hígado, Diana torció súbitamente la cabeza para mirarme con la franqueza de los niños.
—Usted tiene un gran problema, mayor William.
—Mucho más grande será el que usted tendrá por la mañana, teniente médico Diana.
—¡Oh, no es para tanto! —afirmó ella, agitando una mano borracha frente a la cara—. Algunas vitaminas, un poco de glu… cosa y un cen… tímetro de adren… nalina si no resulta. Tú… tú… tienes un… problema serio.
—Oye, Diana, no querrás que…
—Lo que necesitas… es una… entrevista con el bueno del cabo Valdez. —Valdez era el consejero sexual masculino—. Tiene empatia. Es su oficio. El te…
—Ya hemos hablado de este asunto, ¿recuerdas? Quiero seguir siendo como soy.
—Como todos —exclamó, enjugándose una lágrima que debía contener el uno por ciento de alcohol—. ¿Sabes que te llaman el Viejo M.… Mandón? No, así no es.
Fijó la vista en el suelo; después, en la pared.
—El Viejo Maricón, así te llaman.
—No me importa —dije—. Siempre se le ponen apodos al comandante.
—Ya sé, pero…
Se levantó de pronto, bamboleándose.
—He bebido demasiado. Me acuesto.
Me volvió la espalda y se estiró con tantas ganas que le crujió una articulación. Después se oyó el susurro de una costura al abrirse; ella dejó caer la túnica con un movimiento de hombros, la abandonó en el suelo y se acercó de puntillas a mi cama.
—Ven, William —dijo, dando palmaditas en el colchón—. Única oportunidad.
—Por el amor de Dios, Diana; no sería justo.
—Todo es justo —respondió ella, con una risilla—. Además soy m… médico. Puedo mostrarme… clínica y no me… molestará. Nada. Ayúdame, ¿quieres?
Habían pasado quinientos años, pero seguían poniendo en la espalda los broches del sostén.
Un caballero de cierto tipo la habría ayudado a desvestirse para retirarse después silenciosamente. Otros habrían salido disparados hacia la puerta. Como yo no pertenecía a ninguna de las dos especies, me lancé a la carga. Quedó inconsciente (por fortuna, tal vez) antes de que llegáramos demasiado lejos. Pasé largo rato admirándola y disfrutando el contacto de su piel; al fin, con toda la sensación de ser un canalla, logré juntar las cosas y vestirla.
La alcé en vilo, dulce carga, para llevarla a su alojamiento. De inmediato comprendí que si alguien me veía con Diana en brazos ella quedaría convertida en el blanco de los rumores durante el resto de la campaña. Llamé a Charlie y le dije que habíamos bebido un poco y que Diana no tenía mucha resistencia; le invité a un trago, siempre que me ayudara a llevar a la buena doctora. Cuando Charlie llamó a la puerta ella roncaba inocentemente en una silla. El sonrió.
—Médico, cúrate a ti mismo.
Le ofrecí la botella, advirtiéndole de qué se trataba. Él la olfateó con cara de asco.
—¿Qué es esto? ¿Barniz?
—Un poco destilado por el cocinero. Con un alambique al vacío.
Charlie la depositó cuidadosamente sobre la mesa, como temiendo hacerla explotar si la sacudía.
—Me parece que pronto se quedará sin clientes. Morirán por envenenamiento epidémico. ¿Y ella ha tomado esto?
—Bueno, el cocinero ha reconocido que este experimento no resultó bien; por lo visto, los otros sabores son potables. Sí, le gustó.
—Bueno —repuso él, riendo—. ¡Diablos! ¿Qué hacemos? ¿Tú la tomas por las piernas y yo por los brazos?
—No, mira, la tomaremos cada uno por un brazo. Tal vez logremos que camine un poco.
Cuando la levantamos de la silla emitió un leve gemido, abrió un ojo y dijo:
—Hola, Charliiie.
Después volvió a cerrar el ojo y se dejó arrastrar hasta su cuarto. Nadie nos vio en el trayecto, pero su compañera de cuarto, Laasonen, aún leía, recostada en la cama.
—Parece que bebió esa porquería, ¿no? —observó, contemplando a su amiga con irónico afecto.
Entre los tres la metimos en la cama. Laasonen le apartó suavemente el pelo de los ojos.
—Dijo que entraba en el experimento.
—Pues tiene más devoción que yo por la ciencia —me comentó Charlie—. Y también más estómago.
Los tres lamentamos aquellas palabras.
Diana admitió mansamente que no recordaba nada de lo ocurrido tras el primer trago; según deduje de nuestra charla, creía que Charlie había estado presente desde el principio. Era mejor así, por supuesto, pero mientras tanto yo pensaba: «¡Oh, Diana, mi adorable heterosexual en estado latente! Deja que te compre una botella de buen whisky la próxima vez que lleguemos a puerto. Dentro de setecientos años.» Volvimos a los tanques para el salto entre Resh-10 y Kaph-35. Tardamos dos semanas a veinticinco gravedades; siguieron otras cuatro semanas de rutina a gravedad uno.
Aunque yo había anunciado mi política de puertas abiertas, prácticamente nadie quiso aprovecharla. Veía muy poco a los soldados, y en esas ocasiones los encuentros siempre tenían efectos negativos: debía someterles a pruebas de revisión, aplicar reprimendas y, de vez en cuando, dictarles conferencias. Muy pocas veces me resultaba inteligible lo que decían, excepto cuando respondían a una pregunta directa.
La mayor parte de ellos hablaban inglés, ya fuera como lengua materna o como segundo idioma, pero había cambiado tan drásticamente en aquellos cuatrocientos cincuenta años que apenas lograba comprenderlo cuando hablaban lentamente. Afortunadamente, durante el adiestramiento básico, les habían enseñado el inglés que se hablaba a principios del siglo XXI; ese idioma o dialecto servía como lengua franca provisional para la comunicación entre los soldados del siglo XXV y los contemporáneos del decimonoveno antepasado de sus abuelos, si es que los abuelos existían aún.
Recordando a mi primer comandante de combate, el capitán Stott (a quien yo odiaba tan cordialmente como el resto de la compañía), traté de imaginar cómo me habría sentido si él hubiera sido sexualmente anormal y me hubiesen obligado a aprender un nuevo idioma para su mayor comodidad.
Había problemas con la disciplina, sin duda; lo extraño es que no fueran mucho más graves. La responsabilidad correspondía a Hilleboe; por mucho que me disgustara personalmente, debo reconocer que sabía mantener a la tropa en línea.
Mientras tanto, la mayor parte de las leyendas escritas en las paredes de a bordo sugerían una improbable geometría sexual entre la oficial segundo de campo y su comandante.