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Authors: Joe Haldeman

La guerra interminable (26 page)

BOOK: La guerra interminable
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Desde Kaph-35 pasamos a Samk-78; de allí, a Ayin-129 y, finalmente, a Sade-138. Casi todos los saltos eran de unos pocos cientos de años-luz, pero el último fue de 140.000; se le consideraba el salto colapsar más largo realizado por un vehículo con tripulación.

El tiempo transcurrido en el túnel, entre un colapsar y otro, era siempre el mismo, independientemente de la distancia. En mis tiempos de estudiante universitario se creía que la duración de un salto colapsar era exactamente igual a cero. Sin embargo, un par de siglos más tarde se hicieron ciertos complicados experimentos, con los cuales quedó probado que el salto ocupaba en realidad una fracción de nanosegundo. Éso no parece gran cosa, pero fue necesario reconstruir la física por segunda vez: resultaba entonces que había tiempo entre A y B. Los físicos aún seguían debatiendo el tema.

Empero, a medida que nos alejábamos del campo colapsar de Sade-138, a tres cuartos de la velocidad de la luz, se nos presentaban problemas mucho más urgentes. No había modo de averiguar si los taurinos se nos habían adelantado. Por lo tanto, lanzamos una nave teledirigida con programa previo, que desaceleraría a trescientas gravedades para echar una mirada previa. Ella nos advertiría de cualquier nave estelar existente en el sistema y podría detectar las pruebas de actividad taurina en los planetas colapsares.

Una vez lanzada la nave, volvimos a los tanques; la computadora se encargó de realizar maniobras evasivas durante tres semanas, mientras la nave aminoraba la marcha. No hubo problemas, pero tres semanas son demasiado tiempo para pasarlo congelado en un tanque; en los dos días siguientes todo el mundo caminaba como un anciano inválido.

Si el vehículo teledirigido hubiera enviado mensaje de que los taurinos estaban ya en el sistema habríamos aminorado inmediatamente la marcha hasta gravedad uno, para comenzar a lanzar destructores y naves teledirigidas armadas con bombas nova.

Tal vez no hubiéramos vivido hasta entonces: a veces los taurinos podían derribar una nave pocas horas después de que entrara en el sistema. Eso de morir en los tanques no resultaba muy grato.

Tardamos un mes en retroceder hasta dos UA de Sade-138, donde el vehículo teledirigido había hallado un planeta que satisfacía nuestros requisitos.

Era un planeta extraño, algo más pequeño que la Tierra, pero más denso. No era un témpano criogénico, como la mayoría de los planetas portales, pues su centro era cálido; además, S Doradus, la estrella más luminosa de la Nube, estaba sólo a un tercio de año-luz.

El rasgo más extraño del planeta era su falta de relieve. Desde el espacio parecía una bola de billar ligeramente mellada. Nuestro físico, el teniente Gim, explicó su condición relativamente prístina señalando que, por su órbita anómala, más adecuada para un cometa, debía haberse pasado la existencia como planeta vagabundo, paseando a solas por el espacio interestelar. Era muy probable que nunca hubiese recibido el impacto de un meteorito de gran tamaño hasta caer bajo el liderazgo de Sade-138 y verse obligado a compartir el espacio con los desechos estelares que éste reunía a su alrededor.

Dejarnos en órbita a la Masaryk II (podía descender, pero eso habría restringido su visibilidad y su tiempo de huida); por medio de los cinco destructores transportamos a la superficie todos los materiales de construcción.

Nos resultó muy grato salir de la nave, aunque el planeta no era precisamente acogedor. La atmósfera estaba constituida por un ligero viento dé helio e hidrógeno, demasiado frío, aún a mediodía, como para permitir la existencia de cualquier otra sustancia que no estuviera en estado gaseoso.

El «mediodía» correspondía al momento en que S Doradus llegaba al cénit, bajo la forma de una diminuta chispa, dolorosamente luminosa. La temperatura descendía lentamente durante la noche, bajando de 25 grados a 17 grados Kelvin; eso causaba algunos problemas, pues antes de la aurora el hidrógeno del aire comenzaba a condensarse; todo se tornaba entonces tan resbaladizo que no se podía hacer absolutamente nada, salvo sentarse a esperar. Al alba surgía un débil arco iris de color pastel, único alivio a la monotonía blanca y negra de aquel paisaje.

El suelo era traicionero; estaba cubierto por pequeños fragmentos granulares de gas congelado que giraban lenta, incesantemente bajo aquella anémica brisa. Era necesario caminar despacio, bamboleándose, a fin de mantenerse en pie. De las cuatro personas que murieron durante la construcción de la base tres fueron víctimas de simples caídas.

Mi decisión de construir la defensa antiaérea antes de edificar los cuarteles no despertó en las tropas la menor alegría. Sin embargo, las cosas se hicieron de acuerdo a los manuales; se concedía a los soldados dos días de reposo a bordo por cada «día» de trabajo en el planeta…, cosa no demasiado generosa, debo admitirlo, puesto que los días de a bordo tenían veinticuatro horas y las jornadas del planeta, en cambio, 38,5 horas de sol a sol.

La base estuvo terminada en menos de cuatro semanas; resultó ser una estructura realmente formidable. El perímetro, un círculo que medía un kilómetro de diámetro, estaba custodiado por veinticuatro cañones de rayos láser bevawatt que disparaban automáticamente en la milésima parte de un segundo; cualquier objeto relativamente grande que apareciera entre el perímetro y el horizonte los ponía en funcionamiento. A veces, cuando el viento venía de cierta dirección y la tierra estaba húmeda de hidrógeno, los pequeños fragmentos helados se unían en una bola de nieve que echaba a rodar. Pero nunca llegaba muy lejos.

Para protección inmediata, antes de que el enemigo apareciera en el horizonte, la base fue construida en el centro de un gran campo minado. Las minas enterradas detonaban ante cualquier distorsión importante del campo gravitatorio local: bastaría que un taurino se aproximara a unos veinte metros de cualquiera de ellas para hacerlas detonar. Eran dos mil ochocientas, en su mayor parte bombas nucleares de cien microtones. Cincuenta de ellas eran artefactos taquiónicos de poder devastador. Todas estaban esparcidas al azar en un anillo que se extendía desde el límite de efectividad de los rayos láser hasta cinco kilómetros más allá.

En el interior de la base confiábamos en la protección de los rayos individuales, las granadas microtónicas y un lanzador de cohetes a repetición, de propulsión taquiónica, que nunca había sido ensayado en combate; cada pelotón disponía de uno de ellos. Como último recurso instalamos el campo de estasis junto a los alojamientos. En el interior de su opaca cúpula gris depositamos armas paleolíticas en cantidad suficiente para rechazar a la Horda de Oro, y un pequeño crucero para el caso de que perdiéramos todas nuestras naves durante la batalla. Con ese vehículo doce personas podrían volver a Puerta Estelar. Era preferible no pensar en que, mientras tanto, los otros sobrevivientes deberían quedarse cruzados de brazos a la espera de refuerzos o de la muerte.

Los alojamientos y las instalaciones de administración estaban bajo tierra para protegerlos del alcance de las armas directas. Eso no levantaba mucho el ánimo; todos esperaban turnos para salir al exterior, aunque fuera para realizar tareas agotadoras o arriesgadas. Yo había prohibido que los soldados salieran a la superficie en el tiempo libre, tanto por el peligro involucrado como por los problemas administrativos que representaba el tener que verificar continuamente el equipo y la presencia o ausencia de los soldados.

Al final me vi obligado a ceder y permití que todos salieran durante algunas horas a la semana.

No había nada que ver, con excepción de la planicie yerma y el cielo, dominado por S Doradus durante el día y por el enorme óvalo difuso de la galaxia por las noches; de cualquier modo era mejor que contemplar las rocas fundidas de las paredes y el techo.

Uno de los deportes favoritos era alejarse hasta el perímetro y arrojar bolas de nieve frente a los artefactos de láser, para ver hasta dónde se podía reducir el tamaño de la bolita sin que el rayo dejara de funcionar. En mi opinión eso era tan divertido como contemplar el goteo de un grifo, pero no causaba ningún daño, puesto que las armas sólo disparaban hacia el exterior y disponíamos de energía en abundancia.

Durante cinco meses las cosas marcharon bastante bien. Los problemas administrativos que se presentaban eran similares a los que habíamos enfrentado ya en la Masaryk II: había menos peligro allí, en esa vida de apacibles trogloditas, que en saltar de colapsar en colapsar, al menos mientras no se presentara el enemigo.

Cuando Rudkoski volvió a montar su alambique opté por mirar hacia otro lado. Cualquier cosa que quebrara la monotonía del cuartel recibiría la bienvenida; además, aquellos bonos no sólo proporcionaban bebidas a la tropa: también servían para apostar. Intervine tan sólo en dos aspectos: nadie podía salir a menos que estuviera completamente sobrio y nadie podía vender favores sexuales. Tal vez se debía a algún puritanismo latente en mí, pero también eso estaba en el manual. La opinión de los especialistas de apoyo estaba dividida: el teniente Wilber, oficial psiquiatra, estaba de acuerdo conmigo; los consejeros sexológicos, Kajdi y Valdez, se declaraban en desacuerdo, pero probablemente había dinero en juego, ya que eran «profesionales» residentes.

Tras cinco meses de rutina cómoda y aburrida se presentó el caso del recluta Graubard.

Por razones obvias no se permitía la presencia de armas en los alojamientos. Dado el adiestramiento recibido por los soldados, hasta una pelea con los puños podía representar un duelo a muerte, y los temperamentos estaban irritables. Tal vez cien personas normales se habrían matado unas a otras en una sola semana, pero aquélla era gente escogida por su capacidad de soportar el confinamiento.

Sin embargo las peleas menudeaban. Graubard estuvo a punto de matar a Schon, su ex amante, porque éste le había hecho una mueca mientras hacían cola para comer. Se le condenó a una semana de arresto solitario (también a Schon, por haber precipitado los acontecimientos); después se le trasladó a apoyo psiquiátrico y se aplicaron castigos. Más tarde le transferí al cuarto pelotón para que no alternara diariamente con Schon.

La primera vez que se cruzaron en los pasillos, Graubard saludó a Schon con un salvaje puntapié en la garganta. Diana tuvo que arreglarle la tráquea. Graubard sufrió entonces un arresto más prolongado, recibió más tratamiento y más castigos (¡demonios, era imposible asignarlo a otra compañía!), tras lo cual se comportó debidamente durante un par de semanas. Combiné trabajo y horarios para comer de modo tal que no estuvieran jamás en la misma habitación. Pero volvieron a encontrarse en un corredor, y en esa oportunidad los resultados fueron más equilibrados: Schon salió con dos costillas quebradas, pero Graubard perdió cuatro dientes y un testículo.

Si aquello continuaba pronto habría una o dos bocas menos que alimentar. El Código Universal de Justicia Militar me permitía ordenar la ejecución de Graubard, puesto que técnicamente estábamos en combate. Tal vez debí haberlo hecho así, pero Charlie sugirió una solución más humanitaria y yo la acepté. Puesto que, por falta de lugar, no podíamos mantener a Graubard eternamente en arresto solitario, lo que parecía la única solución práctica y compasiva al mismo tiempo, llamé a Antopol. En la Masaryk II, que seguía en órbita estable, había lugar de sobra, y ella aceptó encargarse del detenido. La autoricé a lanzarlo al espacio si le causaba problemas.

Convocamos la asamblea general para explicar las cosas, a fin de que la lección aplicada a Graubard sirviera para todos. Trepé al estrado de piedra, con toda la compañía sentada frente a mí y Graubard a mi espalda, con todos los oficiales; apenas había empezado a hablar cuando aquel loco decidió matarme.

Como a todos los demás, se le habían asignado cinco horas de adiestramiento por semana en el campo de estasis. Los soldados debían practicar allí, bajo una estrecha supervisión, el manejo de espadas, sables y otras armas similares. Graubard se las había arreglado para apoderarse de una chakra hindú cuya hoja circular estaba tan afilada como una navaja de afeitar. Se trata de un arma un poco difícil, pero una vez que se aprende a usarla resulta mucho más efectiva que un puñal. Y Graubard la manejaba como un experto.

En una fracción de segundo inutilizó a las dos personas que le custodiaban, golpeando a Charlie en la sien con un codo y rompiéndole la rótula a Hilleboe de un puntapié. En seguida sacó la chakra de su túnica y la lanzó hacia mí con un movimiento espontáneo. El arma había cubierto ya la mitad de su recorrido cuando reaccioné, golpeándola instintivamente para desviarla; estuve en un tris de perder cuatro dedos. El filo me abrió de un tajo la parte superior de la palma, pero al menos logré que no me llegara a la garganta. Graubard se lanzaba ya hacia mí. Con los dientes descubiertos en un gesto que no quisiera volver a ver en mi vida.

Tal vez no supo comprender que el «viejo maricón» le llevaba sólo cinco años; que el «viejo maricón» tenía reflejos adquiridos en la batalla y tres semanas de adiestramiento en cinestesia negativa. De cualquier modo me resultó tan sencillo que casi me dio pena.

En el momento en que flexionaba una pierna comprendí que daría un paso más y saltaría sobre mí. Acorté la distancia entre los dos con una ballestra y, en el momento en que levantaba los dos pies, le asesté un fuerte golpe lateral en el plexo solar. Estaba ya inconsciente cuando llegó al suelo.

«Si usted se viera forzado a matar a un hombre —había dicho Kynock—, no estoy seguro de que pudiera hacerlo, aunque ha de conocer mil formas.» Había ciento veinte personas en aquella pequeña habitación, pero el único ruido era el gotear de la sangre que caía desde mi puño cerrado al suelo. Podría haberle matado instantáneamente golpeando unos pocos centímetros más arriba y en un ángulo ligeramente distinto. Pero Kynock tenía razón: no existía en mí el instinto de matar.

Si al menos le hubiera matado en defensa propia, todos mis problemas habrían acabado entonces, en vez de multiplicarse. Porque un comandante puede encerrar a un psicópata buscalíos y olvidarse de él, pero no puede hacer lo mismo con un asesino fallido. Y no hacía falta una encuesta para saber que ejecutarlo no mejoraría en absoluto mi relación con la tropa.

En ese momento me di cuenta de que Diana estaba arrodillada ante mí, tratando de abrirme los dedos.

—Ocúpate de Hilleboe y de Moore —murmuré.

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