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Authors: Joe Haldeman

La guerra interminable (22 page)

BOOK: La guerra interminable
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Fui temprano al Club de los Seis, pensando cenar allí, pero no tenían sino minutas; comí una especie de hongo que sabía vagamente a cazuela de caracoles e ingerí el resto de mis calorías bajo la forma de alcohol.

—¿El mayor Mandella?

Estaba tan ocupado en consumir mi séptima cerveza que no había visto al coronel. Empecé a levantarme, pero él me indicó que permaneciera sentado, mientras se dejaba caer pesadamente en la silla de enfrente.

—Estoy en deuda con usted —dijo—. Me esperaba una velada muy aburrida; gracias a usted he salvado por lo menos media hora.

Y agregó, tendiéndome la mano:

—Jack Kynock, a sus órdenes.

—Coronel…

—No me trate como coronel y yo no le trataré como mayor. Nosotros, los viejos fósiles, tenemos que… guardar la perspectiva, William.

—Estoy de acuerdo.

Pidió una bebida que yo nunca había oído nombrar.

—¿Por dónde empezamos? —preguntó—. Según los registros usted estuvo en la Tierra por última vez en 2007.

—Exacto.

—No le gustó mucho, ¿verdad?

—No —respondí, pensando en aquellos zombies, los felices robots.

—Bueno, mejoró un poco. Después empeoró. Gracias.

Un recluta le trajo la bebida; era una mezcla borboteante, de color verde en el fondo del vaso y chartreuse claro en la superficie. El coronel tomó un sorbo y prosiguió:

—Volvió a mejorar y a empeorar y a… No sé. Ciclos.

—¿Y cómo es ahora?

—Bueno, en realidad no estoy muy seguro. Tenemos montañas de informes, pero no es sencillo separar la verdad de la propaganda. La última vez que estuve allá fue hace doscientos años; por entonces las cosas estaban bastante mal. Es decir, eso depende de lo que uno prefiera.

—¿A qué se refiere usted?

—Veamos: había mucho movimiento. ¿Alguna vez oyó hablar del movimiento pacifista?

—No creo.

—¡Hum! El nombre es engañoso. En realidad era una guerra de guerrillas.

—¡Cómo! Creí que sabía nombre, rango y número de serie de cuantas guerras se habían producido en la Tierra desde Troya hasta ahora. Seguramente se olvidaron de ésa.

—Por buenas razones —respondió él, sonriendo—. La llevaban a cabo los veteranos sobrevivientes de Yod-38 y Aleph-40, según me han dicho. Obtuvieron la baja al mismo tiempo y decidieron encargarse de la FENU, allá en la Tierra. La población les prestaba mucho apoyo.

—Pero no ganaron.

—Aún estamos aquí —observó, haciendo girar el vaso, mientras los colores se mezclaban—. En realidad sólo estoy al tanto de los rumores. Cuando estuve allá la guerra había terminado, con excepción de algún sabotaje esporádico. Y no era precisamente un tema agradable para entablar conversación.

—Me sorprende un poco —observé—. Bueno, más que un poco. Me refiero a que la población terráquea hiciera algo contra los deseos del gobierno.

Él emitió un ruido nada comprometido.

—Y menos aún una revolución —proseguí—. Cuando estuvimos allá nadie era capaz de decir una palabra contra la FENU… o contra cualquiera de los gobiernos nacionales. Tenían el cerebro bien condicionado para aceptar las cosas tal como estaban.

—Ah, eso también es cíclico —dijo él, repantigándose—. No es cuestión de técnica. Si los gobiernos de la Tierra lo quisieran podrían dominarlo todo, hasta el pensamiento más trivial de cada ciudadano, desde la cuna hasta la tumba. No lo hacen porque resultaría fatal. Porque estamos en guerra. Fíjese en su propio caso: ¿recibió algún condicionamiento motivacional mientras estaba en el tanque?

Cavilé por un momento.

—Si fue así, no tengo por qué saberlo.

—Eso es cierto. En parte. Pero créame, han dejado en paz esa parte de su cerebro. Cualquier cambio de actitud con respecto a la FENU o a la guerra, ésta o cualquier otra, proviene sólo de sus nuevos conocimientos. Nadie se ha entrometido con sus motivaciones básicas. Y ya debería saber por qué.

Por el laberinto de mis nuevos conocimientos repiquetearon nombres, fechas y cifras:

—Tet-17, Sed-21, Aleph-14, el Lazlo… el informe de la comisión de emergencia Lazlo, en junio de 2106.

—Exactamente. Y, por extensión, su propia experiencia en Aleph-1. Los robots no resultan buenos soldados.

—Resultaron hasta el siglo XXI. El condicionamiento conductista era el sueño de cualquier general. Se podía formar un ejército con los mejores rasgos de la SS, la guardia pretoriana, la Horda de Oro y los Boinas Verdes.

El coronel rió por encima del borde del vaso.

—Ponga a ese ejército contra una brigada de hombres provistos de trajes de batalla modernos. Estará acabado en dos minutos.

—Siempre y cuando los hombres de la brigada no pierdan la cabeza y luchen como endemoniados para conservar la vida.

—La generación de soldados que provocó los informes Lazlo fueron condicionados desde el nacimiento para satisfacer alguna imagen de guerrero ideal. Operaban magníficamente en equipo, estaban sedientos de sangre y no daban mayor importancia a la supervivencia individual…, pero los taurinos les hicieron pedazos. También ellos luchaban sin preocuparse por los individuos, pero lo hacían mejor y eran más numerosos.

Kynock tomó un trago y se quedó mirando los colores de la bebida.

—He visto su análisis caracterológico —dijo—. Antes y después de la sesión en el tanque. Esencialmente es el mismo.

—Eso me tranquiliza —observé, mientras pedía por señas otra cerveza.

—Tal vez no es tan tranquilizador como usted cree.

—¿Por qué? ¿Dice que no voy a ser buen oficial? Se lo dije desde el principio: no tengo pasta de jefe.

—En un sentido tiene razón; en el otro, no. ¿Quiere saber qué dice el análisis?

—¿No es secreto? —respondí, encogiéndome de hombros.

—Sí, pero usted es mayor; puede revisar el análisis de cualquier persona bajo su mando.

—No creo que me depare muchas sorpresas.

Pero me sentía algo curioso. ¿Qué animal resiste la fascinación de los espejos?

—No. Dice que usted es pacifista. Un pacifista fallido, cosa que le ocasiona una ligera neurosis. La compensa transfiriendo la culpa al ejército.

La cerveza estaba tan fría que hizo que me dolieran los dientes.

—Hasta aquí no me sorprende.

—Si usted tuviera que matar a un hombre y no a un taurino, me parece dudoso que pudiera hacerlo. Aunque debe conocer mil formas diferentes de llevarlo a cabo.

No supe qué responder. Tal vez tenía razón.

—En cuanto a la pasta de jefe, tiene algunas condiciones en potencia, pero se prestaría más para dedicarse a la enseñanza o a las conferencias; preferiría mandar por medio de la empatia o la compasión. Tiene el deseo pero no la voluntad de imponer sus ideas en otra gente, lo cual significa que usted está en lo cierto: será endemoniadamente malo como oficial, a menos que se ponga en forma.

Me vi forzado a reír.

—La FENU ha de haberlo sabido cuando me ordenó someterme al adiestramiento para oficiales.

—Hay otros parámetros a tener en cuenta —dijo—. Por ejemplo, usted es adaptable, razonablemente inteligente y analítico. Y es una de las once personas que han sobrevivido a toda la guerra.

—La supervivencia es virtud en los reclutas —comenté, sin poder resistir la tentación—, pero los oficiales deberían dar ejemplo de gallardía. Hundirse con la nave, avanzar hacia el parapeto como si no tuvieran miedo.

El coronel carraspeó, corrigiendo:

—No cuando el reemplazante más cercano está a mil años-luz de distancia.

—De cualquier modo no tiene sentido que me hayan traído desde Paraíso para intentar «ponerme en forma», cuando en Puerta Estelar hay muchos con mejores condiciones que yo. ¡Oh, Dios, la mentalidad militar!

—Sospecho que al menos la mentalidad burocrática tuvo algo que ver en el asunto. Usted tiene demasiada antigüedad como para ser simple recluta.

—Pero eso se debe tan sólo a la dilación cronológica. No he hecho más que tres campañas.

—Improcedente. Además eso supera en dos campañas y media lo que sobrevive el soldado medio. Los muchachos de publicidad le convertirán probablemente en una especie de héroe folclórico.

—¿Héroe folclórico? —pregunté, sorbiendo la cerveza— ¿Dónde está John Wayne, ahora que nos hace tanta falta?

—¿Quién fue John Wayne? Como nunca estuve en el tanque no soy experto en historia militar.

—No importa.

Kynock acabó su bebida y pidió al recluta que le trajera (lo juro por Dios) un «ron Antares».

—Bueno, se supone que soy su oficial de orientación cronológica. ¿Qué desea saber sobre el presente, o lo que pasa por tal?

Pero yo seguía con el tema anterior en la mente:

—¿Nunca estuvo en el tanque?

—No, eso es sólo para los oficiales de combate. Las instalaciones de computación y la energía que se consume en el proceso durante tres semanas mantendrían la Tierra entera en movimiento durante varios días. Es demasiado caro para aplicarlo a nosotros, que no hacemos sino calentar sillas.

—Pero sus condecoraciones indican que usted estuvo en combate.

—Son honoríficas. Pero estuve.

El ron Antares resultó ser un vaso alto y esbelto lleno de líquido de color ambarino, con un pequeño cubo de hielo flotando en la superficie. En el fondo había un glóbulo de color rojo brillante; no era más grande que la uña de un pulgar: de él surgían filamentos carmesíes que ondulaban hacia arriba.

—¿Qué es eso rojo?

—Canela. Oh, algún tipo de éster con canela. Es bastante bueno. ¿Quiere probarlo?

—No, gracias; seguiré con la cerveza.

—En nivel uno la máquina de la biblioteca tiene un archivo de orientación cronológica que mi personal mantiene al día. Para cualquier pregunta específica puede acudir a él. Lo que yo deseo es, principalmente, prepararle para la presentación a la fuerza de choque.

—¿Qué pasa? ¿Son todos ciborgs? ¿Clónicos?

Él se echó a reír.

—No, es ilegal reproducir seres humanos. El principal problema es que usted es… ¡ejem!, heterosexual.

—¡Oh, eso no es problema! Soy tolerante.

—Sí, su análisis caracterológico revela que usted… se cree tolerante, pero ése no es el problema principal.

Comprendí lo que intentaba decir, si no en detalle, al menos en sustancia.

—Sólo las personas emocionalmente estables son reclutadas por la FENU —explicó—. Sé que a usted le resultará duro aceptar esto, pero la heterosexualidad se considera como irregularidad emocional relativamente fácil de curar.

—Si creen que me van a curar…

—Quédese tranquilo, ya es demasiado viejo para eso —dijo, mientras sorbía delicadamente su bebida—. No será tan difícil entenderse con ellos como usted puede…

—Espere. ¿Quiere decir que nadie… que todos los de mi compañía son homosexuales, salvo yo?

—William, todos los terráqueos son ahora homosexuales, con excepción de un millar de personas, todas ellas veteranos incurables.

¿Qué me quedaba por decir?

—¡Vaya manera drástica de resolver la superpoblación!

—Tal vez, pero da buen resultado. La población terráquea se mantiene estable por debajo de un billón de personas. Cuando alguien muere o se va del planeta se anima a otro individuo.

—La gente no nace.

—Sí, nace, pero no al modo antiguo. Se trata de lo que ustedes llamaban «bebés de probeta», aunque naturalmente no se emplean probetas para eso.

—Bueno, menos mal.

—En cada guardería hay una especie de vientre artificial que se encarga de los individuos durante los primeros ocho o diez meses siguientes a la animación. Lo que ustedes llamarían «nacimiento» se produce en un período de varios días; ya no es el acontecimiento súbito y drástico de otros tiempos.

«¡Oh, un mundo feliz!», pensé.

—Sin traumas de nacimiento. Un billón de homosexuales perfectamente equilibrados.

—Perfectamente equilibrados para las normas de la Tierra actual. A usted y a mí nos parecerían algo extraños.

—Ese término es muy suave para el caso —observé, mientras acababa mi cerveza—. En cuanto a usted… ¡ejem!, ¿es homosexual también?

—¡Oh, no! —exclamó, para mi alivio—. En realidad ya no soy tampoco heterosexual.

Se golpeó la cadera con un ruido extraño.

—Me hirieron; resultó que yo tenía una rara afección del sistema linfático y no podía tener descendencia. Desde la cintura hacia abajo no soy más que metal y plástico. Para usar su propia palabra, soy un ciborganismo.

Aquello ya fue demasiado, como solía decir mi madre.

—Oiga, recluta —dije al camarero—, tráigame uno de esos Antares.

Estar sentado en un bar con un ciborganismo asexuado, que probablemente era la única persona normal de todo aquel maldito planeta, aparte de mí mismo.

—Que sea doble, por favor.

2

Al día siguiente entraron todos en fila a la sala de conferencias. Parecían bastante normales, muy jóvenes y algo tiesos. La mayoría llevaba apenas siete u ocho años fuera de la guardería infantil. Ésta era un medio aislado y bajo permanente verificación, al cual sólo tenían acceso unos pocos especialistas, en su mayoría maestros y pediatras. Cuando un individuo abandonaba la guardería, a la edad de doce o trece años, escogía un nombre de pila (el apellido se tomaba generalmente del padre donante de mayor alcance genético) y se convertía en adulto legal, con una educación equivalente a la que yo poseía en el primer año de la universidad. Casi todos se dedicaban a un aprendizaje más especializado, pero a algunos les asignaban un puesto y entraban directamente a trabajar. Eran observados atentamente; a quienes mostraban cualquier síntoma de sociopatía, como por ejemplo inclinaciones heterosexuales, se les enviaba a un instituto correccional. Si no se curaban permanecían allí durante el resto de su vida.

Todos se enrolaban en la FENU a la edad de veinte años. Casi todos trabajaban en alguna oficina durante cinco años y recibían la baja. Unos pocos afortunados, uno entre ocho mil individuos, eran invitados a recibir adiestramiento para el combate. Rehusar se consideraba «sociopático», aunque significara enrolarse por otros cinco años. Y las posibilidades de sobrevivir esos diez años eran tan pequeñas que podían considerarse nulas; nadie lo había logrado. La mayor oportunidad consistía en que la guerra terminara antes de cumplirse los diez años subjetivos. Era de esperar que la dilación cronológica pusiera muchos años entre cada una de las batallas.

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