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Authors: Joe Haldeman

La guerra interminable (17 page)

BOOK: La guerra interminable
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Era de esperar: lo mismo que el general Botsford nos había dicho en Puerta Estelar. «Necesitarán un empleo y pueden contar con éste.» Terminó diciendo que al cabo de pocos minutos vendría un ayudante para llevarnos al escenario y se marchó. Nos resultó muy divertido discutir, mientras tanto, los méritos de volver al ejército.

El ayudante resultó ser una joven muy bonita que no parecía tener mejor opinión de los militares. Supo manejarnos de modo que nos ordenáramos alfabéticamente y nos condujo hacia la sala. Los delegados que ocupaban las dos primeras hileras nos habían cedido los asientos. Yo ocupé el de «Cambia», desde donde escuché, sintiéndome muy incómodo, leyendas de heroísmo y sacrificios. El general Manker narraba hechos verídicos, pero sus palabras no eran precisamente las más adecuadas.

Después nos llamaron uno por uno; el doctor Ojukwu nos fue entregando una medalla de oro que pesaría más o menos un kilo. Después pronunció un pequeño discurso acerca de la humanidad unida en una causa común, mientras discretas cámaras holográficas nos enfocaban sucesivamente. Había que animar a los compatriotas. Finalmente desfilamos bajo oleadas de aplausos que nos parecieron de algún modo opresivas.

Como Marygay no tenía parientes vivos la invité a que me acompañara y se acostara conmigo. Una verdadera multitud pululaba en torno a la entrada, por lo que optamos por emplear la otra, tomamos el primer ascensor que se presentó a la vista y nos perdimos por completo en una maraña de aceras móviles y ascensores. Al fin llegamos a casa, gracias a las pequeñas computadoras de las esquinas.

Ya había hablado con mamá sobre Marygay, diciéndole que probablemente la traería conmigo a mi regreso. Se saludaron con mutuo entusiasmo y después mamá nos dejó en la salita con un par de copas y fue a preparar la cena. Mike se reunió con nosotros.

—La Tierra va a pareceros terriblemente aburrida —dijo, después de un poco de conversación intranscendente.

—¿Te parece? —repliqué—. La vida militar no es precisamente estimulante. Cualquier cambio me parecerá…

—No conseguirás trabajo.

—En física no, ya lo sé. Un atraso de veintiséis años es como…

—No conseguirás ningún trabajo.

—Bueno, yo había pensado seguir el doctorado cuando volviera. Tal vez…

Mike meneó la cabeza.

—Deja terminar, William —dijo Marygay, agitándose inquieta—. Ha de saber algo que nosotros ignoramos.

Él acabó su bebida e hizo girar el pedazo de hielo en el fondo del vaso, mirándolo fijamente.

—Así es —dijo—. Veréis: la Luna está completamente copada por la FENU y su gente, tanto civiles como militares. Nuestro mayor entretenimiento consiste en recoger y transmitir rumores.

—Un antiguo pasatiempo militar.

—Aja. Bueno, me llegó un rumor sobre vosotros, los veteranos, y me tomé el trabajo de verificarlo. Era cierto.

—Me alegra saberlo.

—Ya te alegrarás.

Dejó el vaso y tomó un cigarrillo de marihuana, pero después de mirarlo volvió a guardarlo en su caja.

—La FENU hará cualquier cosa para conseguir que volváis al ejército. Ellos dominan el Banco de Empleos; podéis estar seguros que os considerarán demasiado instruidos o muy poco adiestrados para cualquier vacante que se produzca, con excepción de la de soldado.

—¿Estás seguro? —preguntó Marygay.

Ambos conocíamos demasiado bien a aquella gente como para afirmar que no podían hacernos algo así.

—Pondría las manos en el fuego por lo que digo. Tengo un amigo en la división lunar del Banco de Empleos. Él me enseñó la orden; está redactada con mucha diplomacia, pero dice «absolutamente sin excepciones».

—Tal vez cuando termine los estudios…

—Ni siquiera podrás ingresar en la facultad. No podrás satisfacer todas las normas y requisitos. Si tratas de insistir dirán que eres demasiado viejo. ¡Diablos, si yo, con mi edad, no pude entrar en un programa de doctorado…!

—Comprendo. Yo soy dos años mayor.

—Efectivamente. Puedes elegir: o te pasas la vida de permiso o vuelves a ser soldado.

—Ni pensarlo —replicó Marygay—. Permiso perpetuo.

—Si hay cinco o seis billones de parados que viven decentemente sin profesión —concordé—, también yo puedo hacerlo.

—Pero ellos siempre han vivido así —observó Mike—. Y quizá no vivan tan decentemente como crees. La mayoría no hace sino doparse con la hierba y mirar holo todo el día. Comen lo estrictamente necesario para reponer las calorías gastadas. Carne, una vez por semana. Incluso para los que están en Clase 1.

—Eso no será ninguna novedad —afirmé—. Me refiero a la comida. Así nos alimentaban en el ejército. En cuanto a lo demás, tal como has dicho, Marygay y yo no estamos habituados a eso; no creo que nos quedemos todo el día mirando un aparato y aturdiéndonos.

—Yo pinto —comentó Marygay—. Siempre quise tener tiempo para dedicarme a eso hasta convertirme en una buena pintora.

—Y yo puedo seguir estudiando física, aunque no sea para obtener un título. Y dedicarme a la música, a la literatura o…

Y concluí, volviéndome hacia Marygay:

—…o cualquiera de las cosas que comentó el sargento, allá en Puerta Estelar.

—Únase al Nuevo Renacimiento —dijo mi hermano, sin inflexiones de voz, mientras encendía su pipa.

Era tabaco. Olía deliciosamente. Seguramente reparó en mi gula, pues exclamó:

—¡Oh, disculpa! ¡Qué modo de atender a las visitas!

Sacó algunos papeles de una bolsa y preparó un cigarrillo perfecto.

—Toma. ¿Quieres tú, Marygay?

—No, gracias. Si es tan difícil de conseguir como dicen, prefiero no habituarme de nuevo.

Él, asintiendo, volvió a encender la pipa.

—Esto nunca le hizo bien a nadie. Es mejor adiestrar la mente y saber relajarse sin su ayuda.

Y preguntó, volviéndose hacia mí:

—¿El ejército os ha mantenido inmunizados contra el cáncer?

—Por supuesto. No pueden permitir que muramos de un modo tan poco militar.

Encendí el largo y esbelto cigarrillo y lo probé:

—Buen material.

—Mucho mejor que el terrestre. La marihuana selenita también es mejor. No marea tanto.

En ese momento entró mamá y se sentó con nosotros.

—La cena estará lista dentro de unos minutos. Ya oí que Michael está haciendo otra vez comparaciones injustas.

—¿Qué es lo injusto? Con un par de cigarrillos terráqueos uno queda hecho un zombie.

—Permíteme corregir: tú quedas así, porque no estás habituado.

—De acuerdo, de acuerdo. Y los niños no deben discutir con mamá.

—Cuando tiene razón, no —replicó ella, aunque sin muestras de jocosidad—. ¡Bueno! ¿Os gusta el pescado, niños?

Hablamos del hambre que teníamos y el tema pareció bastante inofensivo. Pocos minutos después nos reunimos en torno a un enorme pez mexicano a la parrilla, servido sobre un colchón de arroz. Era la primera comida de verdad que Marygay y yo probábamos en veintiséis años.

8

El día siguiente, como todos los demás, me hicieron una entrevista por cubo. Fue una experiencia desilusionante.

Comentarista: Sargento Mandella, usted es uno de los soldados más condecorados por la FENU (cierto: todos habíamos recibido un puñado de cintas en Puerta Estelar). Usted participó en la famosa campaña de Aleph, el primer contacto con los taurinos, y acaba de regresar de un ataque a Yod-4.

Yo: Bueno, no se le puede llamar…

Comentarista: Antes de hablar de Yod-4, podría darnos su opinión personal sobre el enemigo, pues al público le resultará muy interesante conocer las impresiones de quien lo ha visto cara a cara. Son horripilantes, ¿verdad?

Yo: Bueno, sí; creo que todos han visto las fotografías. Lo único que no se ve en ellas es la textura de la piel. Es rugosa como la de una lagartija, pero de color anaranjado.

Comentarista: ¿Tienen algún olor especial los taurinos?

Yo: ¿Olor? No tengo la menor idea. Cuando uno está dentro de un traje espacial no siente otro olor que el propio.

Comentarista: ¡Ja, ja! Comprendo. Lo que quiero saber, sargento, es cómo se sintió usted la primera vez que vio al enemigo. ¿Miedo, asco, cólera, qué?

Yo: Bueno, la primera vez sí, sentí miedo, y asco también. Miedo, sobre todo. Pero eso fue antes de la batalla, cuando vimos pasar a un taurino solitario en un artefacto volador. Durante la batalla estábamos bajo la influencia del condicionamiento de odio, pues en la Tierra nos habían sometido a un tratamiento hipnótico cuyos efectos se manifestaban al oír cierta frase. Entonces no sentimos gran cosa, con excepción de esa furia artificial.

Comentarista: Les despreciaban, ¿verdad?, y no tuvieron piedad alguna.

Yo: Exacto. Los asesinamos a todos, aunque no trataron siquiera de defenderse. Pero cuando cesó el efecto del condicionamiento… Bueno, nos parecía imposible haber sido capaces de cometer semejante carnicería. Catorce de nosotros quedaron dementes y los demás pasamos varias semanas con drogas tranquilizantes.

Comentarista: ¡Ah! —(echó una mirada de soslayo hacia un lado): ¿A cuántos mató usted personalmente?

Yo: A quince o veinte; no lo sé. Como ya le he dicho no teníamos dominio sobre nuestras acciones. Fue una masacre.

Durante toda la entrevista el locutor parecía algo insistente y me obligaba a repetir muchas cosas. Aquella noche descubrí por qué.

Marygay y yo estábamos mirando el cubo con Mike; mamá había salido para hacerse colocar unos dientes postizos, pues los dentistas de Ginebra tenían fama de ser mejores que los norteamericanos. Mi entrevista figuraba en un programa llamado Potpourri, entre una película documental sobre los hidropónicos lunares y un concierto, dado por un ejecutante que afirmaba ser capaz de tocar la Doble Fantasía en Do Mayor de Telemann con la armónica. Dudo que alguien más estuviera contemplando aquello, en Ginebra o en cualquier lugar del mundo.

Debo confesar que la película sobre los hidropónicos era muy interesante y que el de la armónica resultó un verdadero virtuoso, pero lo que pusieron en medio fue una mera sarta de tonterías.

Comentarista: ¿Qué olor tienen?

Yo (fuera de cámara): Un olor horrible, mezcla de verduras podridas con sulfuro hirviendo. Se filtra por los ventiletes de salida del traje espacial.

Me había hecho hablar todo lo posible para obtener un amplio espectro de sonidos, con los cuales fraguar después cualquier tontería en respuesta a sus preguntas.

—¿Cómo diablos pueden hacer algo así? —le pregunté a Mike, al terminar el espectáculo.

—No les juzgues con demasiada severidad —observó Mike, mientras contemplaba las cuatro imágenes del músico, que tocaba cuatro armónicas distintas—. Todos los medios de comunicación están bajo la censura de la FENU. Hace diez o doce años que en la Tierra no se reciben informaciones objetivas con respecto a la guerra. Puedes considerarte afortunado por que no te hayan sustituido directamente por un actor para hacerle representar un libreto dado.

—¿En la Luna pasa lo mismo?

—Con respecto a las comunicaciones públicas, sí. Pero como todo el mundo está vinculado a la FENU resulta muy fácil descubrir cuándo nos mienten.

—Eliminó por completo lo que dije sobre el condicionamiento.

—Es comprensible —respondió Mike, encogiéndose de hombros—. Necesitan héroes, no autómatas.

La entrevista de Marygay salió al aire una hora después; a ella le habían hecho lo mismo. Todas sus frases contra la guerra o contra el ejército fueron eliminadas; en esas ocasiones el cubo mostraba un primer plano de la periodista, que asentía sabiamente mientras una notable imitación de la voz de Marygay respondía falsedades inventadas.

La FENU nos había otorgado cinco días de alojamiento y comida pagados en Ginebra. Como aquella ciudad parecía un punto adecuado para iniciar la exploración de la nueva Tierra, a la mañana siguiente conseguimos un mapa (era un libro de un centímetro de grosor) y bajamos en el ascensor hasta la planta baja, decididos a recorrerla desde allí hasta el techo sin perdernos nada.

La planta baja era una extraña mezcla de historia e industria pesada. La base del edificio cubría una gran parte de lo que antiguamente había sido la ciudad de Ginebra; muchos edificios estaban aún allí. Sin embargo todo era ajetreo y ruido. Grandes transportes venían rugiendo desde el exterior, entre nubes de nieve; las barcazas se balanceaban contra los muelles (el Ródano pasaba por el medio de aquella enorme construcción) y hasta algunos pequeños helicópteros volaban de un lado a otro, coordinándolo todo, esquivando los montones y los contrafuertes que sostenían el cielo gris del piso siguiente, a cuarenta metros de altura.

Aquello era extraordinario, maravilloso; habríamos podido pasar horas enteras contemplándolo, pero sólo llevábamos capas ligeras contra el viento frío. Decidimos volver cualquier otro día con ropas de más abrigo.

La planta siguiente, en desafío a toda lógica, se llamaba «primer piso». Marygay me explicó que los europeos habían numerado siempre de ese modo los edificios (cosa extraña; yo, que había estado a mil años-luz de Nuevo México, visitaba por primera vez la otra orilla del Atlántico). Allí estaba el cerebro del organismo: los burócratas, los analistas del sistema y los obreros criogénicos. Nos detuvimos en una gran sala silenciosa que olía a vidrio. Una de las paredes estaba formada por un enorme holocubo en el que se veía el gráfico de organización de Ginebra; era una pirámide de líneas anaranjadas en forma de red, con miles de nombres en las intersecciones, desde el mayor que la encabezaba hasta la gente del «corredor de seguridad», que constituía la base. A medida que esas personas morían o recibían un ascenso, los nombres se iban apagando para ser reemplazados por otros. Aquella forma reluciente y siempre alterada parecía el sistema nervioso de alguna fantástica criatura. Y en cierto sentido lo era.

En la pared opuesta se abría una ventana que daba a una gran habitación llamada Kontrollezimmer, según la placa identificadora. Detrás del vidrio trabajaban cientos de técnicos, instalados en columnas e hileras, cada uno con un pupitre dotado de un holocubo semiplano rodeado por llaves e indicadores. La atmósfera reinante parecía atareada, casi eléctrica; muchos tenían micrófonos y auriculares puestos y hablaban con algún otro técnico mientras tomaban notas en ciertas libretas u operaban las llaves circundantes. Otros repiqueteaban sobre los tableros con los auriculares colgados del cuello. Unos pocos asientos estaban vacíos; sus ocupantes caminaban por entre las hileras con aire de importancia. Una bandeja automática con servicio de café pasaba lentamente por una fila y bajaba por la siguiente. A través del vidrio nos llegaba apenas un leve susurro de lo que allí dentro debía ser una verdadera conmoción.

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