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Authors: Joe Haldeman

La guerra interminable (15 page)

BOOK: La guerra interminable
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—Sí, es obvio; quedaría hecha pedazos… ¿Se refiere usted a la baja presión?

—Eso es. No hace falta suministrar varios miles de atmósferas para protegerla contra una aceleración en línea recta de cinco gravedades; eso es necesario en los casos de maniobras y cambios de dirección. Voy a llamar a Mantenimiento. Ve al ala de tu brigada; emplearemos ésa. Dile a Dalton que te busque allí.

Cinco minutos antes de que entráramos en el campo colapsar di comienzo a la secuencia de inundación. Marygay y yo éramos los únicos que ya estábamos en las cápsulas; mi presencia no era indispensable, puesto que la inundación y el vaciado podían efectuarse desde Control.

De cualquier modo prefería estar presente para mayor seguridad.

La sensación no era tan desagradable como la de costumbre; no me sentí, como en los casos normales, aplastado e hinchado al mismo tiempo. En un momento dado me encontré lleno de aquella sustancia que olía a plástico (nunca se percibía durante los primeros segundos, cuando entraba a raudales para reemplazar al aire en los pulmones); después hubo una ligera aceleración. En seguida me encontré nuevamente respirando aire y aguardé a que la cápsula se abriera para desconectarme y salir de allí.

La cápsula de Marygay estaba vacía. En su interior había sangre.

—Ha tenido una hemorragia —dijo la voz del doctor Wilson, con un eco sepulcral.

Me volví, con los ojos irritados. Allí estaba él, apoyado en la puerta del casillero. Cosa horrible e inexplicable: estaba sonriendo.

—Eso entraba en nuestros cálculos. La doctora Harmony se está ocupando de ella. Todo saldrá bien.

6

Marygay estuvo en pie una semana después, A los quince días empezó a «confraternizar». Seis semanas después la declararon completamente restablecida.

Llevábamos diez largos meses en el espacio; todo era ejército, ejército, ejército. Gimnasia, tareas sin importancia, conferencias obligatorias. En cierto momento corrió el rumor de que se volvería a imponer la asignación de literas por listas; no llegaron a hacerlo, probablemente por miedo a provocar un motín. Aquellos que ya habíamos formado parejas más o menos estables no habríamos recibido con agrado la orden de recibir un compañero al azar, distinto cada noche.

Todas esas porquerías, esa repetida insistencia sobre la disciplina militar, me tenían preocupado; empezaba a sospechar que no nos darían la baja. Marygay decía que estaba paranoico. Según ella, todo eso se debía sólo a que no había otro modo de mantener el orden durante diez meses.

Nuestras charlas se reducían fundamentalmente a maldecir al ejército y a especular sobre los cambios que habría sufrido la Tierra, sobre lo que haríamos cuando volviéramos a la vida civil. Entonces contaríamos con una pequeña fortuna: veintiséis años de sueldo acumulado a nuestra disposición, con el agregado del interés compuesto. Los quinientos dólares que nos habían pagado como primer sueldo se habrían convertido en mil quinientos.

Llegamos a Puerta Estelar a fines de 2023.

La base había crecido en forma sorprendente durante los diecisiete años de la campaña de Yod-4. El edificio tenía el tamaño de una pequeña ciudad y albergaba a casi diez mil personas. Setenta y ocho cruceros, iguales o mayores que la Aniversario, efectuaban incursiones en los planetas portales de los taurinos. Otros diez custodiaban Puerta Estelar; por último, otros dos permanecían en órbita, esperando a la tripulación y a la infantería, listos para partir. Una nave llamada Esperanza de la Tierra II acababa de regresar del combate y aguardaba en Puerta Estelar a que llegara otro crucero. Había perdido las dos terceras partes de la tripulación y no resultaba conveniente que volviera a la Tierra con sólo treinta y nueve personas. Treinta y nueve civiles confirmados.

Bajamos al planeta en dos naves exploradoras.

El general Bostford (al que habíamos conocido como mayor en nuestro primer encuentro, cuando Charon era sólo dos cabañas y veinticuatro tumbas) nos recibió en una elegante sala de conferencias, paseándose frente a un enorme cubo de operaciones holográficas. A duras penas pude entender lo que decían las etiquetas; quedé atónito al comprender la enorme distancia que separaba a Yod-4 de aquel lugar, aunque al tratarse de saltos colapsares el espacio no tiene importancia. Nos habría llevado diez veces el mismo tiempo llegar a Alfa Centauro, que estaba a la vuelta de la esquina, pero sin colapsar que llevara hacia ella.

—Como ustedes saben…

Había comenzado en un tono demasiado alto y se interrumpió para bajarlo a un volumen más coloquial.

—Como ustedes saben, podríamos repartirlos en otras fuerzas de choque y enviarlos nuevamente a combate, pues la Ley de Reclutamiento Escogido ha sido modificada y el período de servicio es de cinco años subjetivos en vez de dos. No haremos semejante cosa, pero ¡caray!, me parece muy probable que algunos de ustedes quieran permanecer en el ejército. Con dos años más de sueldos retenidos a interés compuesto se encontrarían ricos de por vida. Es cierto que han sufrido graves pérdidas, pero eso era inevitable: ustedes fueron los primeros. Desde ahora las cosas serán más sencillas. Los trajes de combate han sido mejorados, conocemos mejor las tácticas taurinas y nuestras armas son más efectivas. No hay por qué temer.

Tomó asiento a la cabecera de nuestra mesa y observó el largo eje que ésta formaba, sin ver a nadie.

—Mis propios recuerdos de guerra datan ya de medio siglo. Para mí se trató de algo vigorizante, lleno de estímulos. Tal vez ustedes sean diferentes.

«O no tenemos una memoria tan selectiva», pensé.

—Pero eso no viene al caso. Puedo ofrecerles una posibilidad que no involucra el combate directo. Andamos muy escasos de buenos instructores. Podría decirse que no tenemos ninguno, puesto que lo ideal sería emplear como instructores a veteranos de guerra. Ustedes fueron adiestrados por veteranos de Vietnam y Sinaí; los más jóvenes tenían ya más de cuarenta años cuando ustedes se marcharon de la Tierra. De eso hace ya veintiséis años. Por eso les necesitamos y estamos dispuestos a pagarles bien.

»La Fuerza ofrece el cargo de teniente a quienes acepten el puesto de instructor. Pueden escoger entre quedarse en la Tierra, en la Luna con paga doble, en Charon con paga triple, o aquí, en Puerta Estelar, donde el sueldo es cuádruple. No hay necesidad de que lo decidan de inmediato. Cada uno de ustedes tiene derecho a viajar gratuitamente a la Tierra. Les envidio; hace veinte años que no voy y creo que no regresaré jamás. Allá tendrán la oportunidad de probar la vida civil. Si no les gusta, no tienen más que entrar en cualquier oficina de la FENU; saldrán de ella con un título de oficial y podrán elegir el destino. Algunos de ustedes sonríen; creo que no deberían juzgar tan precipitadamente. La Tierra no es ya el mismo lugar que ustedes conocieron.

Extrajo una pequeña tarjeta de su túnica y la miró con una semisonrisa.

—La mayoría de ustedes dispondrá de cuatrocientos mil dólares, entre sueldos acumulados e intereses. Pero la Tierra está en pie de guerra y, por supuesto, son los ciudadanos los que la costean con lo que pagan en concepto de impuestos. Sus propios ingresos les colocan en la categoría de quienes pagan el noventa y dos por ciento del impuesto sobre la renta. Con treinta y dos mil dólares podrían vivir unos tres años, cuidando mucho los gastos. Tarde o temprano tendrán que buscar trabajo, y éste es precisamente el empleo para el cual están mejor preparados. No hay muchos otros disponibles; la población de la Tierra supera los nueve billones, de los cuales cinco o seis carecen de empleo. Por otra parte, ustedes están retrasados veintiséis años en sus respectivas profesiones.

»Deben tener en cuenta, además, que los amigos y las novias que hayan dejado hace dos años tendrán ahora veintiséis años más; muchos parientes habrán muerto. Creo que el mundo les parecerá muy solitario. De cualquier modo, para que estén mejor informados sobre el tema, les dejaré con el sargento Siri, que acaba de llegar de la Tierra. Adelante, sargento.

—Gracias, general.

Algo en el rostro, en la piel de ese hombre me llamó la atención; al fin comprendí que usaba lápiz de labios y polvo facial; sus uñas eran suaves almendras blancas.

—No sé por dónde comenzar —dijo, mordiéndose el labio superior y mirándonos con el ceño fruncido—. Las cosas han cambiado mucho desde que yo era niño. Tengo veintitrés años, de modo que ni siquiera había nacido cuando ustedes partieron con rumbo a Aleph… Bueno, para empezar: ¿cuántos de ustedes son homosexuales?

Nadie respondió.

—No me sorprende. Por mi parte, lo soy…

¡Y no bromeaba!

—…y creo que una tercera parte de la población de Europa y Norteamérica lo es también. En la India y en el Oriente Medio la proporción es mayor, pero decrece en Sudamérica y en la China. Casi todos los gobiernos propician la homosexualidad, sobre todo porque es un método infalible para el control de la natalidad. Las Naciones Unidas se mantienen oficialmente al margen del tema.

Aquello me sonó a sofisma. En el ejército conservaban una muestra de esperma congelado y sometían a los soldados a una vasectomía; eso sí era a prueba de balas. Pero ya en mi época de estudiante muchos homosexuales de la universidad empleaban ese argumento. Tal vez diera resultado, a su modo; yo habría creído que la Tierra tenía mucho más de nueve billones de habitantes.

—Cuando allá en la Tierra me dijeron que debería hablar con ustedes efectué algunas investigaciones, principalmente entre viejos telefaxes y revistas. Muchas de las cosas que se temían entonces no se produjeron. El hambre, por ejemplo. Aun sin emplear toda la tierra y el mar disponibles logramos alimentar a todo el mundo, con posibilidades para el doble de población, mediante la aplicación de calorías. Cuando ustedes partieron, millones de personas morían lentamente de hambre. Ahora no existe tal cosa.

»También estaban preocupados por la criminalidad. Leí que no se podía circular por las calles de Nueva York o de Hong Kong sin un guardaespaldas. Sin embargo, cuando todos estuvieron mejor cuidados y educados, cuando la psicometría avanzó lo bastante como para permitir la detección de un criminal en potencia a la edad de seis años y pudimos aplicar una terapia correctiva eficaz, los crímenes más peligrosos empezaron a declinar; de eso hace ya veinte años. Probablemente hay menos crímenes serios en el mundo entero de los que había por entonces en una gran…

—Todo eso está muy bien —interrumpió el general, con un gruñido que decía a las claras todo lo contrario—, pero no coincide por completo con lo que me han dicho. ¿A qué llama usted «crímenes serios»? ¿Y qué pasa con los otros?

—Oh, crímenes serios son el asesinato, el asalto, la violación; todos los delitos graves contra el ser humano en sí han desaparecido por completo. Todavía hay delitos contra la propiedad: pequeños robos, vandalismo, residencias ilegales…

—¿Qué diablos es eso de «residencia ilegal»?

El sargento Siri vaciló antes de responder, con gazmoñería:

—No se debe privar a otros de espacio vital adquiriendo ilegalmente propiedades.

Alexandrov levantó la mano.

—¿Eso significa que ya no hay propiedad privada?

—Claro que la hay. Yo, por ejemplo, era dueño de mis propias habitaciones antes de que me reclutaran. Pero hay ciertos límites.

Por alguna razón el tema parecía resultarle embarazoso. Tal vez habían surgido nuevos tabúes. Luthuli preguntó:

—¿Qué hacen con los criminales? Con los peligrosos, claro. ¿Siguen lavándoles el cerebro?

Fue evidente que Siri se sentía aliviado al cambiar de tema.

—¡Oh, no! Ese método se considera como primitivo y bárbaro. Ahora inculcamos en ellos una personalidad nueva y saludable; después se les rehabilita y la sociedad les recibe nuevamente sin prejuicios. Da muy buenos resultados.

—¿Hay cárceles, prisiones? —preguntó Yukawa.

—Supongo que un centro de corrección puede considerarse como cárcel, puesto que mientras los internos reciben terapia se les retiene contra su voluntad; pero también podemos argüir que fue el mal funcionamiento de la voluntad lo que les condujo hasta allí.

Como yo no pensaba convertirme en criminal, había cosas que me interesaban más.

—El general dijo que media población está parada y que tampoco podremos conseguir buenos empleos. ¿Qué opina usted?

—No sé qué significa «estar parado». ¡Ah, se refiere usted a las personas sin empleo que reciben subsidio del gobierno! Es cierto, el gobierno se encarga de mantener a la mitad de la población. Yo nunca tuve trabajo antes de que me reclutaran. Era compositor. Pero este asunto del desempleo crónico tiene dos caras, ¿no se dan cuenta? El mundo y la guerra pueden funcionar perfectamente con sólo uno o dos billones de personas, pero eso no significa que los demás nos quedemos cruzados de brazos. Todos los ciudadanos tienen derecho a dieciocho años de educación gratuita, de los cuales catorce son obligatorios. Esto, sumado a la falta de necesidad de trabajar, ha producido un florecimiento de los estudios y de la actividad creativa, en una proporción inigualada en toda la historia de la humanidad. ¡Hoy hay más artistas y escritores que durante los dos mil años de la era cristiana! Además, sus obras llegan a un público tan amplio e instruido como no lo hubo nunca.

Era algo en lo que había que pensar. Rabí alzó la mano.

—¿Tienen algún Shakespeare, un Miguel Ángel? La cantidad no quiere decir nada.

Siri se apartó el pelo de los ojos con un gesto auténticamente femenino.

—Esa pregunta no es justa. Esas cosas debe juzgarlas la posteridad.

—Sargento Siri —dijo el general—, cuando hablábamos usted y yo, ¿no dijo acaso que vivía en un edificio similar a una enorme colmena, que ya nadie podía ahora vivir en el campo?

—Bueno, es cierto que nadie puede vivir en tierras aptas para el cultivo, señor. Y donde yo vivo, es decir, donde vivía, el Complejo Atlanta, tengo siete millones de vecinos en lo que técnicamente puede considerarse un solo edificio. Eso no quiere decir que estemos apretados. Cualquiera puede bajar en el ascensor cuando le plazca e ir a caminar por el campo y llegar hasta el mar, si así lo desea. Será mejor que se hagan a una idea: muchas de las ciudades actuales no tienen la menor semejanza con las antiguas aglomeraciones de edificios realizados según el capricho de cada propietario. La mayor parte de las metrópolis fueron reducidas a cenizas durante los motines del hambre, en 2004, precisamente antes de que las Naciones Unidas se encargaran de la producción y distribución de alimentos. Por lo general, los planificadores de las nuevas ciudades las edificaron siguiendo criterios más modernos y funcionales. París y Londres, por ejemplo, debieron ser reconstruidas por completo. Lo mismo ocurrió con casi todas las capitales del mundo, aunque Washington sobrevivió; sin embargo, ahora es sólo un grupo de monumentos y edificios, pues casi todo el mundo vive en los complejos circundantes: Reston, Frederick, Columbia…

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