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Authors: Joe Haldeman

La guerra interminable (10 page)

BOOK: La guerra interminable
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Dos granadas hicieron saltar la tierra a treinta o cuarenta metros de la estructura. Ésta, como en una imitación del pánico, empezó a soltar una constante ráfaga de burbujas, ninguna de las cuales bajó a menos de dos metros. Todos proseguimos el avance sin levantarnos del suelo.

De pronto apareció una ranura en el edificio; esa ranura se ensanchó hasta alcanzar el tamaño de una puerta grande. Por allí salieron los taurinos en tropel.

—Los lanzadores de granadas, detengan el fuego. Equipo B, fuego de láser a derecha e izquierda; manténganlos agrupados. A y C, atacar el centro.

Un taurino murió al tratar de atravesar corriendo un rayo láser. Los demás permanecieron donde estaban.

En un traje de guerra es bastante difícil correr agachado. Es necesario ir de un lado a otro, como los patinadores al tomar velocidad, para no acabar suspendido en el aire. Por lo menos una persona del equipo A brincó demasiado alto y corrió el mismo destino que Chin. Por mi parte me sentía atrapado entre un muro de láser a un lado y un techo cuyo contacto representaba la muerte. Sin embargo, y a pesar de mí mismo, experimentaba cierta euforia ante la oportunidad de matar a alguno de aquellos canallescos devoradores de niños. Y sabía que todo eso era mierda de soja.

Y ellos no respondían al fuego, con excepción de aquellas burbujas, muy poco eficaces, que obviamente no habían sido diseñadas para el combate cuerpo a cuerpo. Tampoco trataron de retroceder nuevamente hasta el interior del edificio. Un centenar de ellos se apretujó allí, mirando cómo nos acercábamos. Con un par de granadas les habríamos cocinado, pero creo que Cortez pensaba en el prisionero.

—Bien, cuando les diga «ya» avanzaremos hacía ellos para rodearlos. El equipo B suspenderá el fuego. Pelotones dos y cuatro, a la derecha; seis y siete, a la izquierda. El equipo B avanzará en línea recta a fin de arrinconarlos. ¡Ya!

Nos lanzamos hacia la izquierda. En cuanto cesaron los disparos de láser los taurinos huyeron precipitadamente en grupo; su dirección los llevaba hacia un punto en el que chocarían contra nuestro flanco.

—¡Equipo A, cuerpo a tierra y fuego! No disparen hasta haber apuntado bien. Si fallan pueden matar a un compañero. ¡Y en el nombre de Dios, guárdenme uno!

Era un espectáculo horripilante: aquel monstruoso rebaño se lanzaba contra nosotros corriendo a grandes brincos. Las burbujas los esquivaban. Todos tenían el mismo aspecto del que habíamos visto anteriormente en el palo volador y estaban desnudos, con excepción de una esfera transparente que les rodeaba el cuerpo entero y avanzaba con ellos. El flanco derecho empezó a disparar eligiendo a los individuos de la retaguardia.

De pronto un rayo láser pasó por entre los taurinos, errado el blanco. Se oyó un grito espantoso que me hizo volver la cabeza. Alguien (creo que era Perry) se retorcía en el suelo con la mano derecha sobre el muñón marchito del brazo izquierdo, cercenado justo bajo el codo. La sangre manaba por entre sus dedos mientras el traje, confundidos los circuitos de camuflaje, pasaba del negro al blanco, al jungla, al desierto, al verde y al gris. No sé cuánto tiempo perdí mirándolo (lo bastante como para que el médico se lanzara en ayuda del herido), pero cuando volví la vista hacia el frente los taurinos estaban casi sobre mí.

Lancé precipitadamente un disparo que resultó demasiado alto, pero rozó la parte superior de una burbuja protectora. Ésta desapareció y el monstruo cayó a tierra, agitándose espasmódicamente. El agujero bucal se le llenó de espuma, blanca al principio, finalmente veteada de rojo. Con una última sacudida quedó rígido y arqueado hacia atrás, casi en forma de herradura. Su largo grito, agudo y sibilante, quedó sofocado bajo los pies de sus camaradas, que avanzaban sobre él. Me odié a mí mismo por sonreír.

Aquello fue una carnicería, aunque el enemigo superaba en número a nuestro flanco por cinco a uno. Seguían avanzando sin vacilar, aunque debían pasar por encima de los cadáveres y miembros cercenados, en línea paralela a la nuestra. El suelo intermedio estaba rojo y viscoso por la sangre de los taurinos (todas las criaturas de Dios tienen hemoglobina); al igual que con los ositos de felpa, a mis ojos sin experiencia sus entrañas se parecían mucho a las de cualquier humano. Mi casco retumbaba con una risa histérica mientras los reducíamos a trozos ensangrentados. Apenas oí la orden de Cortez:

—¡Alto el fuego! ¡He dicho alto el fuego, caramba! Atrapen a un par de esos bastardos. No les harán daño.

Dejé de disparar. Al fin todos me imitaron. Cuando el siguiente taurino saltó por encima de la humeante pila de carne que había frente a mí, me zambullí para cogerlo por aquellas piernas larguiruchas. Fue como atrapar un globo grande y escurridizo. Cuando traté de arrojarlo al suelo escapó de entre mis brazos y siguió corriendo.

Logramos detener a uno de ellos mediante el simple recurso de apilar cinco o seis soldados encima de él. Por entonces los otros habían cruzado nuestra línea y se dirigían a la hilera de grandes tanques cilíndricos que Cortez había indicado como posible depósito. En la base de cada uno se había abierto una pequeña puerta.

—¡Ya tenemos al prisionero! —gritó Cortez—. ¡Tiren a matar! —ordenó.

Estaban a cincuenta metros, pero resultaban blancos difíciles, dada la velocidad con que corrían. Los láseres latiguearon en torno a ellos, arriba y abajo. Uno de los taurinos cayó cortado en dos, pero los otros (diez de ellos, más o menos) prosiguieron el avance; estaban casi junto a las puertas cuando los lanzadores de granadas empezaron a disparar.

Todavía estaban cargados con bombas de quinientos microtones, pero no bastaba con realizar un tiro aproximado: el impacto no haría más que hacerlos volar indemnes en sus burbujas.

—¡Los edificios! ¡Tiren contra esos malditos edificios!

Los lanzadores de granadas apuntaron más alto y lanzaron los proyectiles, pero las bombas no hicieron sino chamuscar el blanco exterior de las estructuras, hasta que, por casualidad, una de ellas cayó en una puerta. El edificio se abrió en dos como si tuviera una grieta; las dos mitades se separaron y una nube de maquinaria voló por los aires, acompañada por una enorme llamarada pálida que brotó y murió en un segundo. Entonces todos los demás tiradores se concentraron en las puertas, con excepción de algunos tiros dirigidos contra los taurinos, no tanto para matarlos como para alejarlos antes de que pudieran entrar; parecían terriblemente ansiosos por hacerlo.

Mientras tanto nosotros tratábamos de cazar con rayos láser a los que saltaban en torno a los edificios buscando refugio. Nos acercamos lo más posible sin ponernos al alcance de las granadas, pero ni siquiera desde allí era posible apuntar bien. De cualquier modo les alcanzamos uno a uno y logramos destruir cuatro de los siete edificios. Entonces, cuando sólo quedaban dos enemigos, una granada arrojó a uno de ellos hasta muy cerca de una puerta. Se lanzó hacia el interior, en medio de una salva de granadas que detonaron sin hacerle daño. Los estallidos se sucedieron en horrible estruendo, pero de pronto el ruido quedó ahogado por un fuerte silbido. Fue como si un gigante aspirara con violencia. Donde estaba el edificio quedó sólo una espesa nube cilíndrica de humo casi sólido, que se perdía hacia la estratosfera, tan recta como si la hubiesen trazado con una regla. Vi volar los pedazos del taurino que había quedado a los pies del cilindro. Un segundo más tarde nos alcanzó la onda y rodé, indefenso, hasta estrellarme contra el montón de cadáveres taurinos.

Al levantarme tuve un instante de pánico: mi traje estaba cubierto de sangre. En seguida comprendí con alivio que se trataba sólo de sangre enemiga, pero de cualquier modo me sentía sucio.

—¡Agarrad a ese bastardo! ¡Agarradlo!

En la confusión, el taurino había logrado liberarse y corría hacia la hierba. Uno de los pelotones se lanzó tras él, con bastante desventaja; en ese momento el equipo B, completo, le cerró el paso. También yo corrí para unirme a la diversión. Había ya cuatro personas encima de él; otras cincuenta les rodeaban contemplando la lucha.

—¡Sepárense, diablos! Puede haber otros mil taurinos listos para atraparnos.

Nos dispersamos, gruñendo. Por acuerdo tácito estábamos seguros de que no quedaba un taurino con vida en todo el planeta. Al retroceder vi que Cortez se acercaba al prisionero, pero en ese instante los cuatro hombres cayeron amontonados sobre la criatura. A pesar de la distancia pude notar que tenía la boca llena de espuma. Su burbuja había reventado: suicidio.

—¡Maldición! —exclamó Cortez, que ya llegaba—. Apártense de ese bastardo.

Los cuatro se levantaron y el sargento empleó el láser para destrozar al monstruo en diez o doce fragmentos estremecidos. Fue un espectáculo reconfortante.

—No importa, muchachos, ya encontraremos otro. ¡A ver, todos! Vuelvan a la formación en punta de flecha. Asaltaremos la Flor.

Bien, asaltamos la Flor, que obviamente se había quedado sin municiones (aún eructaba, pero no había ya burbujas) y estaba desierta. Anduvimos por rampas y corredores, con los dedos-láser listos para disparar, como niños que jugaran a los soldados. Allí no había nadie.

En la instalación de la antena obtuvimos la misma falta de respuesta, y otro tanto en la Salchicha, en otros veinte edificios importantes y en las cuarenta y cuatro cabañas que seguían intactas. Habíamos «capturado» una buena cantidad de edificios, cuya finalidad nos resultaba en su mayoría incomprensible, pero fracasábamos en nuestra principal misión: la de apresar a un taurino para que los xenólogos pudieran experimentar con él. ¡Oh, bueno, allí tenían todos los fragmentos que necesitaran! ¡Algo es algo!

Cuando hubimos revisado hasta el último rincón de la base llegó una nave exploradora con el verdadero equipo investigador: los científicos.

—Bueno —dijo Cortez—, basta de sugestión.

Y los efectos de la sugestión poshipnótica dejaron de hacerse sentir.

Al principio la cosa fue lamentable. Muchos reclutas, como Suerte y Marygay, estuvieron a punto de enloquecer ante el recuerdo de aquellos mil asesinatos sangrientos. Cortez ordenó que todo el mundo tomara una píldora sedante; quienes estaban demasiado alterados debían tomar doble dosis. Por mi parte tomé dos sin que nadie me lo indicara.

Porque en verdad todo aquello había sido asesinato puro, carnicería sin atenuantes. Una vez que hubimos burlado el arma antiaérea no corríamos ningún peligro. Los taurinos parecían ignorar el concepto de la lucha personal. En aquel primer encuentro entre la humanidad y los miembros de la otra especie inteligente, nuestra actitud había sido la de reunirlos como a un rebaño para una masacre total. En realidad se trataba del segundo contacto, si teníamos en cuenta los ositos de felpa. ¿Qué habría pasado si hubiésemos tratado de comunicarnos con ellos? Pero con ellos el tratamiento había sido el mismo.

Después de aquello pasé mucho tiempo repitiéndome que no había sido yo quien despedazara tan ferozmente a aquellas aterrorizadas criaturas. Ya en el siglo XX se había establecido, a satisfacción de todos, que lo de «yo tenía órdenes que cumplir» no era excusa adecuada para la falta de humanidad…, pero ¿qué puede uno hacer cuando las órdenes provienen de lo más profundo, desde allí donde una marioneta gobierna el inconsciente?

Lo peor era la sensación de que tal vez mi conducta no era tan inhumana. Sólo unas pocas generaciones antes, mis antepasados habrían hecho lo mismo (aun a sus propios congéneres) sin necesidad de condicionamiento hipnótico. Me sentía disgustado con la raza humana, asqueado por el ejército y horrorizado ante la perspectiva de soportarme a mí mismo durante todo un siglo… Afortunadamente siempre se podía recurrir al lavado de cerebro.

Un vehículo, tripulado por un solo sobreviviente taurino, había logrado escapar indemne, puesto que el bulto del planeta lo ocultó a la Esperanza de la Tierra mientras se lanzaba en el campo colapsar de Aleph. Yo suponía que habría huido hasta su patria, dondequiera que estuviese, para informar que veinte hombres, provistos de armas manuales, podían imponerse a cien de ellos que huyeran a pie y desarmados. Era de sospechar que cuando los humanos volvieran a enfrentarse a los taurinos en combate personal las fuerzas estarían más equilibradas.

Y así fue.

PARTE II
Sargento Mandella
2007-2024
1

¿Miedo? Oh, sí, claro que tenía miedo. ¿Quién no lo hubiera tenido? Sólo un tonto, un suicida o un robot. O un oficial con mando.

El mayor Stott se paseaba por el pequeño podio del recinto que servía como sala de reuniones, comedor, cuarto de estar y gimnasio de la nave Aniversario. Habíamos realizado el último salto colapsar, entre Tet-38 y Yod-4; estábamos decelerando a 112 gravedades y nuestra velocidad relativa a ese colapsar era de unos respetables 90 c. Nos perseguían.

—Me gustaría que se relajaran un poco y confiaran en la computadora de la nave. De cualquier modo, el vehículo taurino aún tardará dos semanas en tenernos a tiro. Y si todo el mundo se amarga la vida durante estas dos semanas, cuando llegue el momento ni ustedes ni sus hombres estarán en condiciones de combatir. El temor es contagioso. ¡Mandella!

Frente a la compañía nunca dejaba de llamarme «sargento» Mandella, pero en esa reunión todos éramos cuando menos jefes de brigada; no había un solo recluta en la sala y, por lo tanto, podía prescindir de los tratamientos.

—Sí, señor.

—Mandella, usted es responsable de la eficacia tanto física como psicológica de los hombres y mujeres de su equipo. Supongamos que usted tiene plena conciencia del problema moral surgido en esta nave; supongamos que su brigada no es inmune al mismo. ¿Qué ha hecho para solucionarlo?

—¿En lo que respecta a mi equipo, señor?

Me miró por un instante; después respondió:

—Naturalmente.

—Lo hemos discutido entre todos, señor.

—¿Y han llegado a alguna conclusión dramática?

—Sin intenciones de faltar al respeto, señor, creo que el problema principal está a la vista. Mis hombres han estado encerrados en esta nave… ¡diablos, como todo el mundo…!, durante catorce…

—Ridículo. Cada uno de nosotros ha recibido el condicionamiento adecuado contra las presiones que involucra la vida en cuarteles cerrados. Además, los reclutas tienen el privilegio de la confraternidad…

Era un modo bastante delicado de expresarlo.

—…mientras que nosotros, los oficiales, debemos permanecer célibes. Y, sin embargo, no tenemos problemas morales.

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