Read La guerra interminable Online
Authors: Joe Haldeman
—Ha muerto —dijo.
—¿Que ha muerto? —preguntó sorprendido Cortez—. ¿Qué diablos…?
—Un momento.
Doc enchufó un cable en el monitor y operó algunos indicadores de su maletín.
—Todos los datos biomédicos quedan grabados durante doce horas. Los estoy revisando hacia atrás para… ¡Ahí está!
—¿Qué?
—Hace cuatro minutos y medio… Debió ser cuando abrieron fuego… ¡Jesús!
—¿Qué pasa?
—Hemorragia cerebral generalizada. Y no hubo…
Mientras hablaba estaba observando los indicadores.
—…No hubo la menor indicación, ningún síntoma fuera de lo común; el pulso y la presión sanguínea eran algo elevados, pero normales dadas las circunstancias… Nada parecía indicar…
Se inclinó para abrir el traje. Las delicadas facciones orientales estaban contorsionadas en una mueca horrible, mostrando las encías. Un fluido viscoso le corría por entre los párpados cerrados; aún goteaba la sangre de las orejas. Doc Wilson volvió a cerrar el traje.
—Nunca vi nada parecido. Es como si le hubiera estallado una bomba en el cráneo.
—¡Oh, mierda! —dijo Rogers—. Tenía percepción Rhine, ¿verdad?
—Es cierto —murmuró Cortez, pensativo—. Bien, escuchen todos. Jefes de pelotón, cada uno verifique si hay alguien desaparecido o lastimado. ¿Hay alguna otra víctima en el siete?
—Yo… me duele horriblemente la cabeza, sargento —dijo Suerte.
Otros cuantos sufrían fuertes dolores de cabeza. Uno de ellos afirmó que tenía una ligera percepción Rhine; los otros no lo sabían.
—Cortez, creo que es obvio lo que ha pasado —dijo Doc Wilson—. Tendríamos que evitar el encuentro con estos… monstruos, sobre todo hay que tratar de no hacerles daño, considerando que tenemos cinco personas sensibles a lo mismo que al parecer mató a Ho.
—Por supuesto, maldición, no hace falta que nadie me lo diga. Será mejor que sigamos la marcha. Ya informé al capitán de lo ocurrido; está de acuerdo en que nos alejemos lo más posible de aquí antes de detenernos para pasar la noche. Retrocedamos en formación y sigamos con el rumbo que traíamos. Pelotón quinto, a tomar la delantera; segundo, a la retaguardia. Todos los demás irán en los puestos que ocupaban antes.
—¿Qué hacemos con Ho? —preguntó Suerte.
—Los de la nave se encargarán de ella.
Cuando ya nos habíamos alejado unos quinientos metros se produjeron un relámpago y un violento trueno. En el sitio donde habíamos dejado a Ho se elevó una vaporosa nube en forma de hongo, que centelleó contra el cielo antes de desaparecer.
Nos detuvimos a pasar «la noche» (aunque en realidad el sol no se pondría aún en otras setenta horas) en la cima de una pequeña elevación, a unos diez klims del lugar en que habíamos matado a los seres extraños…, aunque debía recordar que allí no eran ellos los extraños, sino nosotros.
Dos pelotones formaron un círculo en torno a los demás y nos dejamos caer al suelo, exhaustos. Cada uno debía dormir cuatro horas y hacer guardia otras dos. Potter se sentó a mi lado. Yo marqué su frecuencia con la barbilla.
—Hola, Marygay.
—Oh, William —dijo por la radio su voz, áspera y llena de estática—. ¡Dios mío, es horrible!
—Ya ha pasado.
—Yo maté a uno de ellos en el primer segundo. Le di justamente en el… en el…
Le apoyé una mano en la rodilla, pero el contacto provocó un chasquido de plástico que me obligó a retirarla, imaginando una cópula de máquinas abrazadas.
—No te sientas aislada, Marygay; si alguien es culpable lo somos todos por igual…, aunque el más culpable es Cor…
—A ver, reclutas, basta de cháchara; traten de dormir. Ustedes dos montarán guardia dentro de dos horas.
—De acuerdo, sargento.
Su voz sonaba tan triste que me resultó insoportable. Si al menos hubiera podido tocarla le habría hecho descargar toda su tristeza como un cable a tierra, pero ambos estábamos atrapados en individuales mundos de plástico.
—Buenas noches, William.
—Buenas.
Era casi imposible experimentar alguna excitación sexual en el interior de un traje, con ese tubo de salida y todos los sensores de cloruro de plata incrustados en el cuerpo; de cualquier modo, tal era mi reacción a la impotencia emotiva. Quizá recordaba noches más gratas pasadas junto a Marygay, o sentía que, en las nieblas de tanta muerte, la muerte propia podía estar a un paso; y todos esos amables pensamientos ponían en funcionamiento el pozo generador en una última tentativa… Cuando concilié el sueño soñé que yo era una máquina y que avanzaba torpemente por el mundo, crujiendo y chirriando, en imitación de la vida humana; la gente, demasiado cortés para hacer observaciones, se burlaba no obstante a mis espaldas; dentro de mi cráneo había un hombrecito sentado ante varios indicadores, que movía llaves y palancas y estaba loco sin remedio; él iba atesorando resentimiento para el día en que…
—¡Mandella, despierta, maldición! ¡Es tu turno!
Caminé arrastrando los pies hasta mi puesto en el perímetro de guardia, donde debía vigilar sabe Dios qué posibles apariciones, pero estaba tan cansado que ni siquiera podía mantener los ojos abiertos. Al fin tomé un estimulante, sabiendo que más tarde lo pagaría caro.
Pasé más de una hora sentado allí, observando los alrededores: a la izquierda, a la derecha, cerca, lejos… La escena jamás cambiaba; ni siquiera había un golpe de brisa que agitara las hierbas.
Súbitamente los pastos se abrieron y una de aquellas criaturas de tres patas apareció frente a mí. Levanté el dedo, pero sin disparar.
—¡Movimiento!
—¡Movimiento!
—¡Jesucr…! Hay uno justo en…
—¡No disparen! ¡No disparen, mierda!
—Movimiento.
—Movimiento.
A derecha e izquierda, hasta donde alcanzaba mi visión, cada uno de los vigías tenía una de aquellas criaturas ciegas y mudas frente a sí. Tal vez la droga que yo había tomado me hacía más sensible a su poder, o lo que fuera. Me corrió un escalofrío por la nuca y sentí que algo informe me ocupaba la mente, como cuando alguien ha dicho algo que no oímos bien y queremos responder, pero ya ha pasado la oportunidad de pedirle que lo repita.
La criatura se sentó sobre los cuartos traseros, inclinándose hacia delante sobre la única pata frontal. Era como un gran oso verde con un brazo disecado. Su poder se filtraba en mi cerebro, telarañas, eco de errores nocturnos, tratando de comunicarse, o tratando de destruirme; no había modo de saberlo.
—Bien, todos los que están en el perímetro, retrocedan. Lentamente. No hagan gestos bruscos. ¿Alguien tiene dolor de cabeza o algo así?
—Sargento, aquí Hollister.
Era Suerte.
—Están tratando de decir algo… Casi puedo… No, pero… Todo lo que capto es que les parecemos… les parecemos… Bueno, cómicos. No nos tienen miedo.
—Querrá decir que el ejemplar parado frente a usted no tiene miedo.
—No, la sensación proviene de todos por igual. Todos piensan lo mismo. No me pregunte cómo lo sé.
—Tal vez creyeron que también lo de Ho era cómico.
—Tal vez. No me parecen peligrosos. Sólo sienten curiosidad.
—Sargento, aquí Bohrs.
—¿Sí?
—Los taurinos llevan por lo menos un año aquí. Tal vez hayan aprendido a comunicarse con estos… ositos de felpa para gigantes. ¿Quién sabe si no nos están espiando? Tal vez ellos les envían…
—No creo que se dejaran ver si las cosas fuesen así —observó Suerte—. Es obvio que pueden esconderse muy bien cuando quieren.
—De cualquier modo —dijo Cortez—, si son espías el daño ya está hecho. No creo que sea prudente tomar medidas contra ellos. Ya sé que todos ustedes quisieran matarlos por lo que le hicieron a Ho; también yo querría, pero conviene andar con cuidado.
Por mi parte no tenía ningún interés en matarlos, pero tampoco me gustaba tenerlos por ahí. Retrocedí lentamente hacia el centro del campamento. La criatura no parecía dispuesta a seguirme. Tal vez sabía que estábamos rodeados. Arrancó hierba con el brazo y la masticó.
—Bien, todos los jefes de pelotón, despierten a todo el mundo y pasen lista. Quiero saber si alguien ha sufrido daño. Informen que avanzaremos dentro de unos minutos.
No sé cuáles eran las esperanzas de Cortez, pero las criaturas, naturalmente, nos siguieron sin vacilar. En vez de rodearnos, hacían que veinte o treinta de ellos nos siguieran constantemente: no eran siempre los mismos. Algunos ejemplares se alejaban y eran reemplazados por otros. Era bien obvio que, por su parte, no se cansarían.
Recibimos autorización para tomar una píldora estimulante cada uno; sin eso nadie habría podido marchar durante una hora siquiera. Cuando los efectos comenzaron a desvanecerse todos hubiésemos tomado otra con gusto, pero las matemáticas de la situación lo prohibían: estábamos aún a treinta klims del enemigo, lo que representaba cuando menos quince horas de marcha. Y aunque uno podía mantenerse despierto y activo durante cien horas bajo el efecto de los estimulantes, después de tomar la segunda dosis se presentaban aberraciones de juicio y de percepción; en casos extremos se darían por reales las más absurdas alucinaciones; uno podía pasar horas enteras tratando de decidir si tomaría o no el desayuno.
Siempre con estímulos artificiales, la compañía avanzó enérgicamente durante seis horas; a la séptima, las fuerzas empezaron a flaquear hasta que todos nos detuvimos exhaustos tras nueve horas y diecinueve kilómetros de marcha.
Los osos de felpa no nos habían perdido de vista un solo instante; según informó Suerte, tampoco habían dejado de «transmitir». Cortez decidió que nos detendríamos durante siete horas; cada pelotón debía montar guardia durante una hora. Nunca me sentí más contento por pertenecer al séptimo pelotón, pues eso nos permitía dormir seis horas sin interrupción, ya que nuestra guardia era la última.
En los pocos instantes que tardé en dormirme, ya acostado, se me ocurrió que cuando volviera a cerrar los ojos bien podía ser para siempre. En parte debido a la resaca de la droga, pero sobre todo por los horrores del día anterior, descubrí que en realidad me importaba un rábano.
Nuestro primer contacto con los taurinos se produjo durante mi guardia. Los osos de felpa estaban aún allí cuando desperté para reemplazar a Doc Jones. Habían adoptado la formación original: había uno frente a cada guardia. El que esperaba frente a mi puesto parecía algo más grande que lo normal, si bien en los demás aspectos era como los otros. Allí donde estaba sentado no había ya hierba que masticar, de modo que de tanto en tanto hacía excursiones hacia la derecha o hacia la izquierda. Pero siempre volvía a sentarse frente a mí; se habría dicho que me miraba fijamente, de haber tenido algún órgano con el cual mirar.
Llevábamos unos quince minutos frente a frente cuando la voz de Cortez rugió:
—¡A ver, todos! ¡Despierten y ocúltense!
Me dejé llevar por el instinto, que me indicó echarme a tierra y rodar hasta la hierba alta. Cortez informó, casi lacónicamente:
—Vehículo enemigo arriba.
En términos estrictos no estaba «arriba», sino hacia el este.
Avanzaba lentamente por el cielo, tal vez a unos cien kilómetros por hora; parecía un palo de escoba rodeado por una sucia burbuja de jabón. La criatura que viajaba en él parecía, algo más humana que los ositos de felpa, pero de cualquier modo no resultaba una belleza. Gradué mi conversor en logaritmo cuarenta y dos para verlo desde más cerca.
Tenía dos brazos y dos piernas, pero la cintura era tan fina que se la podría rodear con las manos. Por debajo presentaba una estructura pélvica en forma de herradura, de un metro de ancho, aproximadamente; de ella pendían dos piernas largas y escuálidas sin articulación visible. Sobre la cintura, el cuerpo volvía a ensancharse en un pecho no menos amplio que la pelvis. Los brazos resultaban asombrosamente humanos, si bien eran demasiado largos y carentes de músculos; además, tenía demasiados dedos en cada mano. Ni hombros, ni cuello. La cabeza era un apéndice de pesadilla, que se inflaba como una especie de bocio a partir del imponente pecho. Dos ojos similares a huevas de pez, un manojo de flecos por nariz y un agujero abierto y rígido que podía ser la boca, situado allí donde debería estar la nuez de Adán. Era evidente que la burbuja contenía un ambiente apto, pues el ser iba completamente desnudo, luciendo el pellejo arrugado, algo así como la piel de quien ha estado largo rato sumergido en agua caliente, pero teñida de un color anaranjado claro. No presentaba genitales exteriores, pero tampoco señales de glándulas mamarias; por lo tanto decidimos, por omisión, aplicarle el pronombre masculino.
No nos vio o nos creyó parte del rebaño de osos, pues continuó en la misma dirección que llevábamos nosotros (05 radianes al este del norte) sin volver la mirada hacia atrás.
—Convendría que volviéramos a dormir, si es que alguien puede dormir después de ver semejante bicho. Emprenderemos de nuevo la marcha a las 0435.
Faltaban cuarenta minutos.
Debido al opaco techo de nubes que rodeaba el planeta, no había modo de saber, desde el espacio, cómo era la base enemiga, ni en aspecto ni en tamaño. Sólo conocíamos su posición y, por tanto, también dónde debían descender las naves exploradoras. De todos modos la base podía estar bajo agua o bajo tierra. Pero algunas de las naves teledirigidas no cumplían sólo funciones de disfraz, sino también de reconocimiento; en sus parodias de ataques a la base una de ellas había logrado tomar una fotografía. El capitán Stott irradió a Cortez un diagrama del lugar en cuestión (el sargento era el único cuyo traje tenía visor) cuando estábamos a cinco klims de la base. Nos detuvimos y convocamos a todos los jefes de pelotón para que conferenciaran con nosotros. Dos ositos de felpa se acercaron también, pero tratamos de ignorar su presencia.
—Veamos; el capitán envió dos imágenes de nuestro objetivo. Voy a dibujar un mapa para que los jefes de pelotón lo copien.
Todos sacaron el bloc de papel y el bolígrafo que llevaban en el bolsillo de la pierna, mientras Cortez desenrollaba una gran esterilla de plástico.
Después de sacudirla para aleatorizar cualquier carga residual, tomó su propio bolígrafo.
—Nos aproximaremos en esta dirección —indicó, dibujando una flecha al pie de la plancha—. En primer lugar atacaremos esta hilera de cabañas; deben ser cuarteles de vivienda, pero ¡quién diablos puede afirmarlo! Nuestro objetivo inicial consiste en destruir estos edificios. Toda la base está sobre una planicie; no hay forma de caer sobre ellos por sorpresa.