Read La guerra interminable Online
Authors: Joe Haldeman
La computadora encargada de disparar podía escoger entre doce blancos (como número máximo) que aparecieran simultáneamente, y disparaba en primer término a los de mayor tamaño; los doce caían en el plazo de medio segundo.
La instalación estaba parcialmente protegida del fuego enemigo por una cubierta ablativa muy eficaz que lo cubría todo, excepto al operador humano. Claro, las llaves funcionaban por muerte de su operador. Una persona, arriba, custodiaba a las ochenta cobijadas en el interior. El ejército domina bien esa clase de aritmética.
Una vez terminado el refugio, la mitad de nosotros permaneció en el interior a todas horas, sintiéndonos como si fuéramos blancos vivientes; mientras el resto salía de maniobras, nosotros nos turnábamos para operar el láser.
A unos cuatro klims de la base había un gran «lago» de hidrógeno congelado; una de las maniobras más importantes consistía en aprender a caminar sobre aquella materia traicionera. No era demasiado difícil; como no era posible mantenerse de pie, había que echarse sobre el vientre y resbalar. Si había alguien que pudiera impulsarlo a uno desde la orilla, no era problema iniciar el movimiento. De lo contrario era necesario patalear con manos y pies, con tanta energía como fuera posible, hasta que uno empezaba a avanzar en pequeños saltos. Una vez en movimiento ya no se detenía mientras hubiera hielo. A fin de gobernar un poco la dirección podíamos hundir hacia un lado el pie y la mano correspondientes, pero eso no servía para detener la marcha. Lo mejor era no adquirir demasiada velocidad y mantener una posición tal que no fuera el casco el encargado de frenar.
Pasamos por todos los ejercicios que habíamos realizado en la base Miami: práctica con armas, demolición, planes para el ataque. También lanzábamos naves teledirigidas hacia el refugio, a intervalos irregulares. De ese modo el operador se veía obligado a demostrar su habilidad diez o doce veces por día, soltando las llaves en cuanto se encendía la luz de proximidad.
Yo cumplía mis cuatro horas de turno, como todos los demás. Esperé con nerviosismo el primer ataque, pero cuando llegó pude ver que era muy sencillo. La luz se encendía, yo soltaba las llaves, el cañón apuntaba y la nave teledirigida asomaba por el horizonte. ¡Zzzztt! Un bello toque de color y metal fundido, en lluvia desde el espacio. Salvo en lo que respecta a ese detalle no resultaba muy entretenido. Por lo tanto, nadie se preocupaba mucho por «el ejercicio de graduación» que debíamos afrontar, pensando que sería más o menos lo mismo.
La base de Miami atacó al decimotercer día con dos misiles que surgieron simultáneamente desde lados opuestos, a unos cuarenta kilómetros por segundo. El láser desintegró al primero sin dificultades, pero el segundo llegó a ocho klims del refugio antes de recibir el disparo.
Nosotros regresábamos en ese momento de las maniobras y estábamos a un klim del edificio. Yo no habría visto lo ocurrido si no hubiera estado mirando directamente hacia allí en ese momento. El segundo misil envió una lluvia de escombros fundidos directamente hacia el refugio. Once piezas dieron en el blanco. Según la reconstrucción posterior de los hechos, he aquí lo que pasó:
La primera baja fue Maejima, nuestra bienamada Maejima, que estaba en el interior del edificio; recibió un golpe en la cabeza y otro en la espalda, y falleció instantáneamente. Al bajar la presión, la UMV comenzó a funcionar a toda marcha. Friedman, que estaba de pie frente a la boca de salida del acondicionador principal, fue arrojado contra la pared opuesta con tanta fuerza que perdió el sentido; murió por descompresión antes de que los otros pudieran ponerle el traje. Todos los demás pudieron salir a tropezones a través del vendaval y ponerse los trajes, pero el de García estaba agujereado y no le sirvió de nada.
Cuando llegamos allí habían apagado ya la UMV y estaban soldando los agujeros de las paredes. Uno de los hombres trataba de recoger la papilla, aún reconocible, que había sido Maejima; le oí sollozar entre arcadas. Ya se habían llevado a García y a Friedman para enterrarlos. El capitán relevó a Potter en la tarea de dirigir las reparaciones; mientras tanto, el sargento Cortez llevó al hombre sollozante hasta un rincón y volvió para limpiar, él solo, los restos de Maejima. No pidió ayuda a nadie y nadie se la ofreció.
Como ceremonia de graduación nos amontonaron sin contemplaciones en una nave; era la Esperanza de la Tierra, la misma que nos había llevado hasta Charon. En ella fuimos hasta Puerta Estelar a poco más de una gravedad. El viaje nos pareció interminable; eran casi seis meses de tiempo subjetivo y no había mucho en qué entretenerse, pero siempre resultaría mejor que la travesía hasta Charon. El capitán Stott nos hizo repasar oralmente el adiestramiento, día tras día; también hicimos gimnasia hasta quedar agotados.
Puerta Estelar era como el lado oscuro de Charon, pero peor. La base de Puerta Estelar I era más pequeña que la base Miami y apenas mayor que el refugio construido por nosotros. Allí deberíamos permanecer una semana, colaborando en la ampliación de las instalaciones. La dotación permanente pareció muy feliz con nuestra llegada, especialmente las dos mujeres, que tenían un aspecto algo desgastado. Todos nos amontonamos en el pequeño comedor, donde el vicemayor Williamson, que estaba a cargo de la base, nos dio algunas noticias desconcertantes.
—Pónganse cómodos. Vamos, apártense de las mesas, hay espacio de sobra. Tengo alguna idea de lo que ustedes acaban de soportar como adiestramiento en Charon. No diré que ha sido esfuerzo perdido, pero las cosas son muy distintas en el lugar al que van. No es tan frío.
Hizo una pausa para dejar que absorbiéramos la idea.
—Aleph del Auriga, el primer colapsar detectado, gira alrededor de una estrella normal. Épsilon del Auriga, en una órbita de veintisiete años. Allí tiene el enemigo una base de operaciones; no está en un planeta portal regular de Aleph, sino en un planeta que gira en torno a Épsilon. No es mucho lo que sabemos sobre ese planeta; describe una órbita completa cada 745 días, su volumen equivale aproximadamente a las tres cuartas partes del terrestre y su albedo es de 0,8, lo cual probablemente significa que está cubierto de nubes. Aunque no podemos precisar su temperatura, por su distancia con respecto a Épsilon se puede calcular que es bastante más cálido que la Tierra. Claro, no sabemos si ustedes trabajarán… lucharán en el lado del sol o en el oscuro, en el ecuador o en los polos. Es muy improbable que la atmósfera sea respirable.
En todo caso tendrán que usar los trajes. Bien, ya saben tanto como yo sobre el planeta al que van. ¿Alguna pregunta?
—Señor —se adelantó Stein—, ahora que sabemos adonde vamos… ¿sabe alguien qué haremos al llegar allí?
Williamson se encogió de hombros.
—Eso depende de su capitán… y del sargento, del capitán de la Esperanza de la Tierra y de la computadora logística. Aún no tenemos datos suficientes como para proyectar un plan de acción. Tal vez sea una batalla prolongada y sangrienta; tal vez sólo tengan que ir a recoger los pedazos. Es posible que los taurinos quieran hacer un tratado de paz…
Cortez soltó un resoplido.
—…y en ese caso ustedes serán sólo nuestro músculo, la fuerza que apoye nuestras exigencias.
Y luego agregó, dirigiendo a Cortez una mirada mansa:
—Nunca se sabe.
Por la noche la orgía resultó muy entretenida, pero era como tratar de dormir en medio de una bulliciosa fiesta nocturna. La única estancia lo bastante grande como para que cupiéramos todos era el comedor. Pusieron algunas sábanas aquí y allá para mayor discreción y soltaron a los dieciocho hombres de Puerta Estelar, hambrientos de sexo, sobre nuestras mujeres condescendientes y promiscuas por hábito (y ley) militar, pero que nada deseaban tanto como dormir en suelo firme.
Los dieciocho hombres obraron como si estuvieran obligados a probar todos los cambios posibles; la cantidad de trabajo realizado fue impresionante, aunque sólo en un sentido estrictamente cuantitativo. Algunos de nosotros llevamos la cuenta e improvisamos un coro de aliento para los mejor dotados. Creo que éste es el término correcto.
La mañana siguiente, al igual que todas las mañanas que pasamos en Puerta Estelar I, salimos tambaleantes de la cama y nos pusimos nuestros trajes para salir a trabajar en «el ala nueva». A su debido tiempo Puerta Estelar se convertiría en el centro táctico y logístico de la guerra; habría de albergar a miles de personas en forma permanente y estaría custodiada por seis grandes cruceros similares a la Esperanza. Cuando nosotros comenzamos consistía apenas en dos cobertizos y veinte personas; al partir los cobertizos eran cuatro, pero el personal no había pasado de veinte. El trabajo era muy ligero comparado con los esfuerzos realizados en el lado oscuro de Charon, pues disponíamos de luz en abundancia y se nos concedían dieciséis horas en el interior por cada ocho de trabajo. Además no hubo flota teledirigida que nos atacara como examen final.
Cuando llegó el momento de partir en la Esperanza, nadie se mostró muy feliz por abandonar ese planeta (aunque algunas de las mujeres más codiciadas declararon que no les vendría mal un descanso). Puerta Estelar era nuestro último puerto seguro y cómodo antes de tomar las armas contra los taurinos. Y tal como Williamson nos lo había señalado el primer día, nadie podía adivinar cómo sería la guerra.
Por otra parte, a nadie le entusiasmaba mucho la idea del salto colapsar. Nos habían asegurado que ni siquiera nos daríamos cuenta, que permaneceríamos en caída libre durante el trayecto. Yo no estaba muy convencido. Como todo estudiante de física, había asistido a los cursos de relatividad general y teorías sobre la gravitación. Por entonces teníamos muy pocos datos directos, pues Puerta Estelar había sido descubierta cuando yo cursaba aún los estudios primarios, pero el modelo matemático parecía muy claro.
El colapsar llamado Puerta Estelar era una esfera perfecta de unos tres kilómetros de radio, suspendida por siempre en un estado de colapso gravitacional; esto significa que su superficie caía hacia el centro aproximadamente a la velocidad de la luz. La relatividad la mantenía en su sitio, o al menos daba la impresión de que estaba allí. Así se torna ilusoria toda realidad cuando uno estudia relatividad general, o budismo, o cuando es reclutado.
De cualquier modo, habría un punto teórico en el espacio-tiempo en el que un extremo de nuestra nave estaría sobre la superficie del colapsar y el otro a un kilómetro de distancia, según nuestro marco de referencia. En cualquier universo cuerdo eso provocaría una marea de fuerzas que destrozarían la nave, con lo cual nosotros nos convertiríamos en otro millón de kilos de materia degenerada diseminados por la superficie teórica, lanzados de cabeza, hacia la nada por el resto de la eternidad, o cayendo hacia el centro en la trillonésima parte del segundo siguiente. Que cada uno elija su marco de referencia.
Mas estaban en lo cierto. Nos alejamos de Puerta Estelar I, efectuamos unas pocas correcciones al curso y después caímos por espacio de una hora. A continuación sonó una campana y todos nos hundimos en nuestros colchones bajo dos gravedades de desaceleración. Era territorio enemigo.
Llevábamos casi nueve días desacelerando a dos gravedades cuando comenzó la batalla. Mientras yacíamos en nuestras literas, angustiados, percibimos sólo dos golpes secos muy suaves al dispararse los misiles. Unas ocho horas después el altavoz anunció:
—Atención, tripulantes. Les habla el capitán.
Quinsana, el piloto, era sólo teniente, pero estaba autorizado a darse el título de capitán dentro de la nave, donde su rango era superior al de todos, incluido el capitán Stott.
—Esos murmuradores que están en la bodega también pueden escuchar. Acabamos de alcanzar al enemigo con dos misiles de cincuenta bevatones y hemos destrozado, simultáneamente, la nave enemiga y otro objeto lanzado aproximadamente tres microsegundos antes. El enemigo trataba de alcanzarnos desde hacía 179 horas, tiempo a bordo. En el momento del contacto avanzaba a una velocidad algo superior a la mitad de la luz con respecto a Aleph y estaba a treinta UA de la Esperanza. Su avance relativo era de 47 c; por lo tanto habríamos coincidido en el espacio-tiempo.
¡Habríamos chocado!
—…en poco más de nueve horas. Lanzamos los misiles a 0719, hora de a bordo, y destruimos al enemigo a 1540, detonando ambas bombas de taquiones a mil klims de los blancos enemigos.
Los dos misiles pertenecían a un tipo cuyo sistema de propulsión era en sí una bomba de taquiones apenas controlada. Aceleraban a un promedio constante de 100 G y viajaban a velocidades relativas en el momento en que la masa cercana de la nave enemiga las hizo estallar.
—No creemos que se produzcan nuevas interferencias del enemigo. Nuestra velocidad con respecto a Aleph será de cero dentro de cinco horas; entonces comenzaremos el viaje de regreso. Éste requerirá veintisiete días.
Hubo lamentos generales y juramentos a discreción. Todos lo sabíamos ya, por supuesto, pero nadie tenía interés en que se lo recordaran.
Así, después de pasar otro mes entre calistenia logística e instrucción militar, a 2 G constantes, pudimos ver por primera vez el planeta que íbamos a atacar. Éramos invasores del espacio exterior, claro que sí.
Era una blanca luna creciente que nos esperaba a dos UA de Épsilon. El capitán había delimitado la ubicación de la base enemiga desde una distancia de 50 UA, tras lo cual bajamos en una curva amplia, manteniendo el cuerpo del planeta entre ellos y nosotros. Eso no significaba que cayéramos sigilosamente sobre ellos (por el contrario: lanzaron tres ataques demasiado prematuros), pero nos ponía en una posición defensiva más segura. Desde ese momento sólo la nave y su tripulación estarían razonablemente a salvo.
Puesto que el planeta rotaba con bastante lentitud (una vuelta cada diez días y medio) la órbita fija de la nave debía situarse a 150.000 klims de altura. Con 10.000 kilómetros de roca y 140.000 de espacio entre ellos y el enemigo, los de la nave podían sentirse bastante seguros, pero eso representaba un segundo de demora en las comunicaciones entre la computadora de batalla de a bordo y quienes estaríamos en la superficie.
Uno podía morir cien veces mientras la pulsación de neutrino subía y bajaba.
Nuestras vagas órdenes indicaban que debíamos atacar la base y apoderarnos de ella con el mínimo daño posible al equipo enemigo. Debíamos tomar al menos un prisionero vivo, pero no permitir, bajo ninguna circunstancia, que nos apresaran con vida. La decisión, de cualquier modo, no dependía de nosotros: una pulsación determinada a la computadora de batalla y ese fragmento de plutonio de la planta energética se fisionaría con una eficacia de 99,99 %; el soldado afectado no sería entonces más que un plasma muy caliente en rápida expansión.