Read La guerra interminable Online
Authors: Joe Haldeman
Después, al lado oscuro. Un vehículo aéreo nos llevó, en grupos de veinte, y nos dejó ante un montón de materiales de construcción, previsoramente inmersos en helio II. Usamos garfios para sacar las cosas del charco. No es prudente vadearlos, pues el fluido cubre el cuerpo y resulta difícil predecir qué hay abajo; si uno llega a pisar una laja de hidrógeno se acabó la buena suerte.
Sugerí que tratáramos de evaporar el fluido con nuestros rayos láser, pero tras concentrar el fuego durante diez minutos el helio no había descendido gran cosa. Tampoco llegaba a hervir, puesto que el helio II es «superfluido», es decir, cualquier evaporación debe producirse en forma regular, sobre toda la superficie; no hay sitios de mayor calor ni burbujeos.
Se nos había indicado no usar luces para evitar el ser detectados. La luz de las estrellas bastaba, si uno graduaba el conversor de imágenes a logaritmo tres o cuatro, pero cada amplificación representaba una imagen menos detallada. En logaritmo cuatro el paisaje se veía como una pintura monocroma y borrosa; ni siquiera se podían leer los nombres pintados sobre los cascos, a menos que estuvieran ante uno.
De cualquier modo el paisaje no era muy interesante. Había cinco o seis cráteres medianos causados por los meteoros (todos con la misma cantidad de helio II en el fondo) y un asomo de endebles montañas sobre el horizonte. El suelo irregular tenía la consistencia de una telaraña de hielo; cada vez que se pisaba, el pie se hundía uno o dos centímetros, entre crujidos chirriantes. Eso acababa por alterar los nervios de cualquiera.
Nos llevó casi todo el día sacar el material del charco. Nos turnamos para dormir a ratos, cosa que se podía hacer de pie, sentado o acostado sobre el vientre. Por mi parte no me sentía cómodo en ninguna de esas posturas, de modo que me urgía ver el refugio construido y presurizado. Era imposible edificarlo bajo tierra, pues se habría llenado de helio II; por lo tanto lo más urgente era construir una plataforma aislada con tres capas de permaplast separadas entre sí por vacío.
Yo actuaba como cabo al frente de un equipo de diez personas. Mientras llevábamos las capas de permaplast al lugar de la construcción (dos personas son suficientes para transportar cada una de ellas) uno de mis hombres resbaló y cayó de espaldas.
—Maldición, Singer, mira por dónde caminas.
Ya habíamos tenido un par de fiambres a causa de esos accidentes.
—Lo siento, cabo. Tropecé.
—Ya sé. Ten cuidado.
Se levantó sin dificultad, para colocar, junto con su compañero, la hoja de permaplast en el sitio correspondiente; en seguida fueron en busca de otra. Mientras tanto yo no perdía de vista a Singer. A los pocos minutos le vi tambalearse, cosa nada fácil en esa armadura cibernética.
—¡Singer! En cuanto acabes de poner esa plancha ven aquí.
—De acuerdo.
Terminó su tarea y se acercó pesadamente.
—Déjame ver tus indicadores.
Abrí la portezuela frontal del traje para descubrir los monitores médicos. Comprobé que la temperatura le había subido dos grados, y tanto la presión sanguínea como el ritmo cardíaco eran altos también, aunque todavía no llegaban al punto de peligro.
—¿Te encuentras mal?
—¡Diablos, Mandella! Me encuentro perfectamente; estoy un poco cansado, eso es todo; me siento algo aturdido desde que me caí.
Inmediatamente marqué con la barbilla la combinación numérica del médico.
—Doctor, aquí Mandella. ¿Quiere venir por un momento?
—Claro. ¿Dónde está?
Agité la mano a modo de señal y él se acercó desde la orilla del charco.
—¿Qué problema tiene? —preguntó.
Le mostré los indicadores de Singer y él se entretuvo un poco observando los otros datos.
—Que yo sepa, Mandella… este hombre tiene calor, eso es todo.
—¡Demonios, es lo que te dije! —observó Singer.
—Tal vez convendría que el armero revisara un poco este traje.
Dos de nuestros hombres habían seguido un curso acelerado para el mantenimiento de los trajes; ellos eran nuestros «armeros». Marqué la señal de Sánchez y le pedí que viniera con el equipo de herramientas.
—Iré dentro de unos minutos, cabo. Estoy llevando una plancha.
—Déjala donde estés y ven en seguida.
Tenía un feo presentimiento. Mientras esperábamos a Sánchez volví a revisar el traje de Singer con el médico.
—¡Oh, oh! —exclamó el doctor Jones—. Fíjese en esto.
Miré la espalda, tal como el médico lo indicaba. Dos de las aletas de escape estaban dobladas.
—¿Qué pasa? —preguntó Singer.
—Caíste sobre el acondicionador de calor, ¿no es cierto?
—Claro, cabo, es eso. Debe estar funcionando mal.
—Creo que no funciona en absoluto —opinó el médico.
Sánchez se acercó provisto de su equipo. Enterado de lo que había ocurrido, revisó el acondicionador y conectó un par de cables, que le proporcionaron una cifra en cierto indicador de su maletín; aunque yo no sabía de qué se trataba, lo vi subir desde cero a ocho cifras decimales. En seguida oí un chasquido. Era Sánchez, que había marcado mi frecuencia privada.
—Mire, cabo, dele por muerto.
—¿Qué? ¿No puedes arreglar esa porquería?
—Tal vez… tal vez pudiera arreglarlo si lograse desmontarlo, pero no hay modo de…
—¡Eh, Sánchez! —llamó Singer por la línea general—. ¿Qué has averiguado?
Estaba jadeando. Se produjo un chasquido en la conexión y Sánchez respondió:
—Paciencia, hombre, estamos en eso.
Tras un nuevo chasquido volvió a hablar conmigo.
—No vivirá lo bastante como para que presuricemos el refugio. Y no puedo arreglar el acondicionador desde fuera.
—Hay un traje de repuesto, ¿verdad?
—Dos, para cualquier talla, pero no hay dónde…
—Bien, que calienten uno de los trajes.
En seguida conecté la línea general.
—Oye, Singer, tenemos que sacarte de ahí. Sánchez tiene un traje de repuesto, pero para hacer el cambio tendremos que construir una casa a tu alrededor, ¿comprendes?
—Aja.
—Mira, haremos una caja para meterte dentro y la conectaremos a la unidad de mantenimiento vital. Así podrás respirar mientras te cambies el traje.
—Parece muy compis… compil… ca…
—Ven y…
—…stoy bien, mbre, déj… me desean…
Lo tomé por el brazo para llevarlo hasta el sitio donde estábamos construyendo. El doctor lo tomó por el otro brazo y entre los dos conseguimos mantenerlo en pie.
—Cabo Ho, aquí el cabo Mandella.
Ho estaba a cargo de la unidad vital.
—Vete, Mandella, estoy ocupada.
—Pues estarás más ocupada todavía.
Le resumí el problema en pocas palabras.
Mientras su equipo corría a adaptar la UMV (para el caso necesitábamos tan sólo calefacción y manguera de aire), ordené a mis hombres que trajeran seis planchas de permaplast para construir una gran caja en torno a Singer y el traje de repuesto, como si se tratase de un enorme ataúd de seis metros de largo por uno de ancho y uno de profundidad.
Pusimos el traje sobre la plancha que serviría de fondo y ordené:
—Vamos, Singer.
No hubo respuesta.
—¡Singer!
Seguía allí, de pie. El doctor Jones verificó los datos médicos.
—Está inconsciente.
El cerebro me funcionaba a toda prisa. Tal vez lograra entrar otra persona en la caja.
—A ver, ayudadme.
Tomé a Singer por los hombros, mientras el doctor hacía lo mismo por los pies, y lo depositamos cuidadosamente a los pies del traje vacío. Finalmente yo también me acosté, al otro lado del traje.
—Bueno, cerrad.
—Oiga, Mandella, tendría que ser yo quien entrara con Singer.
—Jódase, doctor. Es mi trabajo. Es mi hombre.
Todo eso parecía rebuscado. William Mandella, el héroe, el muchacho bueno. Pero ya estaban poniendo el lado de la caja, con dos aberturas para las conexiones de entrada y salida con la UMV. En seguida los soldaron al fondo con un rayo láser fino. En la Tierra habríamos usado cola, pero allí el único fluido era el helio, entre cuyas interesantes propiedades no se cuenta la de ser adhesivo.
Diez minutos después ya habíamos completado la construcción y la UMV empezaba a zumbar. Encendí la luz de mi traje por primera vez desde que nos bajaran en la zona oscura; el resplandor hizo bailar manchas purpúreas frente a mis ojos.
—Mandella, aquí Ho. Quédate en el traje por lo menos durante dos o tres minutos. Vamos a bombear aire caliente, pero por el momento sigue volviendo en forma líquida.
Contemplé por un rato las manchas purpúreas, que se iban desvaneciendo.
—Bueno, todavía está frío, pero ya puedes trabajar.
Abrí mi traje; no conseguí hacerlo por completo, pero no me costó mucho salir de él. Aún estaba lo bastante frío como para arrancarme la piel de los dedos y del culo al deslizarme hacia fuera. Tuve que arrastrarme por el ataúd con los pies hacia adelante para llegar hasta donde estaba Singer; de ese modo la luz quedaba al otro lado y me alumbraba muy poco.
Al abrir el traje de mi compañero sentí una vaharada de aire caliente sobre el rostro. Su piel estaba muy roja y ampollada. La respiración era muy débil y el corazón palpitaba con demasiada fuerza. En primer término desconecté los tubos de evacuación, cosa bastante desagradable; después, los biosensores; por último me vi ante el problema de sacarle los brazos de las mangas.
Es algo muy fácil de hacer por uno mismo; uno gira en este sentido y en este otro y los brazos están fuera. Hacerlo desde el exterior es algo muy distinto: tuve que retorcerle los brazos, meter la mano por debajo y mover la manga en el mismo sentido; hace falta mucha fuerza para mover un traje desde fuera. Una vez que hube sacado un brazo el resto fue sencillo. Me adelanté a cuatro patas, puse los pies sobre las hombreras del traje y tironeé del brazo libre. Singer salió deslizándose del traje como una ostra de su concha.
Abrí el traje de repuesto y, tras mucho empujar y tironear, logré ponerle las piernas en él; conecté los biosensores y el tubo de evacuación frontal; en cuanto al trasero tendría que conectarlo por su cuenta; era demasiado complicado. Por enésima vez me alegré de no haber nacido mujer; siendo hombre me ahorraba uno de esos dos malditos tubos y podía reemplazarlo por una simple manguera.
Le dejé los brazos fuera de las mangas. De cualquier modo el traje le sería inútil para trabajar; los equipos Waldo deben ser hechos a medida.
De pronto le vi parpadear.
—Man… della… ¿Dónde mierda?
Se lo expliqué lentamente. Pareció comprenderme.
—Ahora voy a cerrar tu traje y me pondré el mío. Haré que corten un extremo del cajón y te sacaré a rastras. ¿Entiendes?
Asintió. Fue extraño verlo. Nadie se entera cuando uno asiente o niega con la cabeza metida en un traje de guerra. Me introduje en mi traje, conecté todo lo necesario y marqué la línea general.
—Doctor, creo que está bien. Ahora sáquennos de aquí.
—En seguida —respondió la voz de Ho.
El zumbido de la UMV dejó paso a una serie de ruidos y, finalmente, a una especie de latido. Estaban vaciando la caja para evitar cualquier explosión. Una esquina de la soldadura llegó al rojo y después al blanco; un rayo de color carmesí perforó el material a treinta centímetros escasos de mi cabeza. Me aparté tanto como pude. El rayo rebanó la soldadura a lo largo de los tres lados, precisamente hasta donde comenzaba, y aquel extremo del cajón cayó lentamente, dejando tras de sí filamentos de plástico derretido.
—Espera a que esto fragüe, Mandella.
—¡Eh, Sánchez, no soy tan estúpido!
—Toma.
Alguien me arrojó una soga. Eso era más inteligente que arrastrar a Singer por mi cuenta. Le até un trozo bajo los brazos, anudándolo tras el cuello. Después salí a gatas para ayudarles a tirar de la soga, cosa totalmente innecesaria, pues ya había diez o doce personas en fila, listas para tirar.
Singer salió sin más problemas. Ya estaba sentado cuando el doctor Jones se aproximó para verificar los datos de los indicadores. Precisamente cuando todos se acercaban para felicitarme y pedirme detalles del hecho, Ho apuntó hacia el horizonte, exclamando súbitamente:
—¡Mirad!
Era una nave negra; se acercaba a toda velocidad. Apenas tuve tiempo de pensar que no era justo, que debían atacar sólo en los últimos días. Inmediatamente la tuvimos encima.
Todos nos echamos instintivamente al suelo, pero la nave no atacó. Encendió los cohetes de frenado y descendió para posarse sobre los patines.
Por último se deslizó hasta detenerse ante la construcción. Cuando las dos figuras enfundadas en trajes de guerra bajaron de la nave, todos sabíamos ya de qué se trataba y estábamos mansamente de pie. Una voz familiar tartajeó por la línea general:
—Todos ustedes nos han visto venir, pero nadie ha respondido con un disparo de láser. No hubiera servido de nada, pero al menos habría indicado cierto espíritu combativo. Falta sólo una semana para el verdadero ataque, y puesto que el sargento y yo estaremos aquí, insisto en que muestren un poco más de ganas de vivir. Sargento Potter.
—Aquí, señor.
—Necesito doce personas para descargar bultos. Hemos traído cien robots teledirigidos de tamaño reducido, para que ustedes tengan al menos una oportunidad de luchar antes de que lleguen los blancos vivientes. Y ahora, muévanse. Tenemos sólo treinta minutos; después la nave volverá a la base Miami.
Verifiqué la hora; en realidad fueron cuarenta minutos. La presencia del capitán y del sargento no representó mucha diferencia. Seguíamos librados a nuestra propia capacidad, aunque estábamos bajo observación.
Una vez construido el suelo, completar el refugio nos ocupó un día entero. Era un edificio cuadrangular y liso, con excepción de cuatro ventanas y la esclusa de aire. En la parte superior había un láser bevawatt montado sobre una placa giratoria. El operador (no era posible llamarlo «cañonero») se sentaba ante los mandos, con una llave de funcionamiento por interrupción en cada mano. El láser no disparaba mientras él tuviera una de las llaves en la mano. En cuanto las soltara se dispararía automáticamente, apuntando a cualquier objeto aéreo en movimiento. La detección y el rastreo se realizaban por medio de una antena de mil metros de altura, instalada cerca del edificio. Puesto que el horizonte estaba tan cercano y los reflejos humanos eran tan lentos, no había otro artefacto en el cual se pudiera depositar confianza. Tampoco era posible instalar un láser totalmente automático, pues, al menos en teoría, también podíamos recibir la visita de naves aliadas.