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Authors: Joe Haldeman

La guerra interminable (14 page)

BOOK: La guerra interminable
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»Ahora podríamos atacar el planeta portal de los taurinos desde el espacio; tal vez lograríamos destruir la base sin necesidad de emplear la infantería, pero creo que eso involucraría un grave riesgo. Podríamos… ser derribados por lo mismo que nos golpeó hoy, y resultaría imposible retornar a Puerta Estelar con una información que considero vital. Existe la posibilidad de enviar una nave teledirigida con un mensaje en el que se detallaran nuestras deducciones sobre esta nueva arma enemiga… pero eso puede ser inconveniente. Y la Fuerza habría perdido la oportunidad de avanzar un gran trecho tecnológicamente.

»Por lo tanto, hemos fijado un curso que nos llevará en torno a Yod-4, haciendo que el colapsar quede situado en lo posible como escudo entre nosotros y la base taurina. Evitaremos todo contacto con el enemigo para regresar a Puerta Estelar lo antes posible.

Cosa increíble: el comodoro tomó asiento y apoyó los nudillos contra las sienes, para continuar:

—Todos ustedes son cuando menos jefes de brigada o de sección. Casi todos tienen buenos antecedentes en combate. Confío en que algunos vuelvan a enrolarse en la Fuerza cuando acaben los dos años de servicio. Quienes lo hagan recibirían probablemente el grado de teniente y se enfrentarán a la posibilidad de mandar. Es a esas personas a las que quiero dirigirme por algunos momentos. No hablaré como uno de los comandantes, sino como oficial superior y consejero.

»No es posible tomar decisiones mediante la simple apreciación de la situación táctica, para lanzarse después a la acción que provoque al enemigo el máximo perjuicio con mínimo daño propio. La guerra moderna se ha convertido en algo muy complejo, sobre todo durante el último siglo. Una guerra ya no se gana venciendo en una serie de batallas, sino gracias a una complicada interrelación entre victorias militares, presiones económicas, maniobras logísticas, acceso a la información enemiga, posiciones políticas… Cientos de factores.

Por mucha atención que yo prestara sólo sacaba una cosa en limpio: que una tercera parte de nuestros amigos había muerto hacía menos de una hora y él se había sentado allí para darnos una conferencia sobre teoría militar.

—A veces es necesario perder una batalla para ganar una guerra. Eso es, precisamente, lo que vamos a hacer. No ha sido una decisión sencilla. En realidad, la considero la más dura de toda mi carrera militar, pues al menos superficialmente se la puede confundir con la cobardía.

»La computadora logística estima que contamos con un sesenta y dos por ciento de posibilidades a favor si tratamos de destruir la base enemiga. Lamentablemente, sólo tenemos un treinta por ciento de posibilidades de supervivencia, pues algunas formas de ganar la batalla consisten, por ejemplo, en lanzar la Aniversario contra el planeta portal a la velocidad de la luz.

¡Cristo!

—Ojalá ninguno de ustedes se vea jamás obligado a tomar semejante decisión. Cuando lleguemos a Puerta Estelar, es muy posible que se me someta a una corte marcial, bajo el cargo de cobardía ante el ataque enemigo. Pero creo honestamente que el análisis de los daños sufridos por esta nave puede proporcionar informaciones cuya importancia supera a la destrucción de esta base taurina. —Y concluyó, irguiéndose en el asiento—: Será más importante que la carrera de un soldado.

Me costó dominar la risa. Indudablemente la «cobardía» no había influido en absoluto sobre su decisión. Sin duda no existiría en él nada tan primitivo y poco marcial como la voluntad de vivir.

La tripulación de mantenimiento logró tapar con algunos parches el enorme agujero abierto en el costado de la Aniversario y recompensar ese sector. Pasamos el resto del día limpiando aquella parte, sin alterar, por supuesto, las preciosas pruebas por las cuales el comodoro estaba dispuesto a sacrificar su carrera.

Lo peor fue deshacerse de los cuerpos. No resultó tan horrible, salvo en el caso en que los trajes habían estallado.

Al día siguiente, en cuanto Estelle acabó con sus tareas, fui a verla a su cabina.

—No tendría sentido que la vieras ahora —dijo ella, mientras sorbía una bebida compuesta por alcohol etílico, ácido cítrico y agua, con una gota de alguna especie de éster que le daba, más o menos, aroma a cáscara de naranja.

—¿Está fuera de peligro?

—No lo estará hasta dentro de dos semanas. Deja que te explique.

Dejó el vaso y apoyó la barbilla sobre los dedos entrelazados.

—Este tipo de heridas —dijo— serían rutinarias en condiciones normales. Una vez repuesta la sangre perdida se rocía la cavidad abdominal con un polvo mágico y se cierra. En dos o tres días el paciente queda como nuevo. Pero en este caso hay complicaciones. Hasta ahora nadie había recibido heridas en el interior de un traje presurizado. Por el momento no se presenta nada anormal, pero debemos observar sus órganos con mucha atención durante los próximos días. Además nos preocupa mucho la posibilidad de una peritonitis. ¿Sabes qué es eso?

—Sí —dije, pues tenía una vaga idea.

—Porque una parte de su intestino se abrió bajo presión. No quisimos emplear la profilaxis normal debido a la… contaminación que afectó al peritoneo bajo presión. Para mayor seguridad esterilizamos completamente la cavidad abdominal y el sistema digestivo, desde el duodeno hacia abajo. Después, por supuesto, hubo que reemplazar toda la flora intestinal, ya muerta, con un cultivo preparado. Todo eso sigue siendo un procedimiento normal, pero no se utiliza sino en heridas mucho más graves.

—Comprendo.

Todo eso me inquietaba un poco. Los médicos no comprenden que, en general, uno rechaza la idea de verse como un saco de piel lleno de bultos obscenos.

—Con todo esto bastaba para pedirte que no la veas por un par de días. El cambio de la flora intestinal tiene un efecto bastante violento sobre el sistema digestivo; aunque no es peligroso, puesto que está bajo observación constante, resulta cansado, embarazoso, ¿comprendes? Con este tratamiento estaría completamente fuera de peligro si se tratara de una situación clínica normal, pero estamos desacelerando a una gravedad y media, y sus órganos internos ya han sufrido demasiado manoseo. Más vale que lo sepas: en caso de que aceleremos a más de dos gravedades no habrá esperanza para ella.

—Pero ¡para la aproximación final tenemos que llegar a más de dos! ¿Qué…?

—Lo sé, lo sé. Pero aún faltan dos semanas para eso. Es de esperar que para entonces ya haya cicatrizado. William, debes mirar las cosas de frente. Ya es un milagro que haya vivido lo bastante como para ir a cirugía; son pocas las probabilidades de que llegue a la Tierra. Es triste, lo sé: ella es una persona especial, al menos para ti. Pero hemos visto morir a tantos que ya deberías estar acostumbrado a eso.

Tomé un trago de mi bebida, idéntica a la de ella, con excepción del ácido cítrico.

—Te has endurecido bastante —observé.

—Tal vez no. Soy realista, eso es todo. Tengo el presentimiento de que nos esperan otras muertes y más pena.

—A mí no. En cuanto lleguemos a Puerta Estelar vuelvo al estado civil.

—Yo no estaría tan segura —replicó ella, con el viejo argumento de siempre—. Estos payasos que nos enrolaron hace dos años bien podrían prolongar el plazo a cuatro o…

—O a seis, a veinte, hasta la eternidad. Pero no lo harán. Se verían frente a un motín.

—No sé. Si pudieron condicionarnos para que fuéramos asesinos al oír una simple clave, pueden hacer cualquier cosa con nosotros. Obligarnos a un nuevo enrolamiento.

La idea me produjo escalofríos.

Más tarde intentamos hacer el amor, pero los dos teníamos la cabeza ocupada en demasiadas cosas.

Una semana más tarde pude ver a Marygay por primera vez. Estaba macilenta, había perdido mucho peso y parecía confusa. El doctor Wilson me aseguró que era sólo efecto de la medicación, pues no habían detectado señales de lesión cerebral.

Aún estaba en cama; la alimentaban por medio de un tubo. El calendario comenzó a ponerme muy nervioso, pues aunque Marygay mejorara un poco de día en día, no tendría la menor oportunidad si aún estaba en cama cuando recibiéramos el impulso del colapsar. Ni Doc Wilson ni Estelle alentaban mis esperanzas; seguían diciendo que todo dependía de su resistencia.

En la víspera del impulso la trasladaron de la cama a la litera de aceleración de Estelle, situada en la enfermería. Estaba lúcida y había empezado a alimentarse normalmente, pero aún no podía caminar por su cuenta, ni siquiera bajo una gravedad y media. Ese día fui a verla.

—¿Sabes lo del cambio de curso? Tenemos que pasar por Aleph-9 para volver a Tet-38. Cuatro meses más en esta maldita cáscara. Pero cuando lleguemos a la Tierra nos esperarán otros seis años de sueldo.

—¡Qué bien!

—¡Ah, piensa en las cosas que haremos con…!

—William…

Se me cortó la voz. Me era imposible mentir.

—No trates de levantarme el ánimo. Háblame de soldaduras en el vacío, de tu niñez, de cualquier cosa, pero no me vengas con eso de volver a la Tierra.

Y agregó, volviendo la cara hacia la pared:

—Una mañana los médicos hablaron en el pasillo, creyéndome dormida. Lo que dijeron no hizo más que confirmar lo que yo ya sabía por el modo en que me trataban. Y ahora cuéntame: naciste en Nuevo México en 1975. ¿Qué pasó después? ¿Te quedaste allí? ¿Cómo te fue en la escuela? ¿Tenías amigos, o eras demasiado inteligente, como me pasaba a mí? ¿Cuántos años tenías cuando hiciste el amor por primera vez?

Así charlamos durante un rato, ambos incómodos. Pero durante la conversación se me ocurrió una idea. En cuanto me despedí de Marygay fui directamente a ver al doctor Wilson.

—Le estimamos una probabilidad del cincuenta por ciento, pero es bastante arbitraria. Ninguno de los antecedentes que hemos estudiado sirve para este caso.

—Pero se puede decir que sus probabilidades serán mayores cuanto menor sea la aceleración a soportar.

—Indudablemente, pero con saberlo no ganamos nada. El comodoro prometió hacer la maniobra con tanta suavidad como pueda, pero de cualquier modo no bajará de cuatro o cinco gravedades. Y hasta tres podrían ser demasiado; no lo sabremos hasta ver los resultados.

Hice un gesto de impaciencia y observé:

—Sí, pero creo que hay un medio para exponerla a una aceleración menor.

—Si has inventado un escudo contra la aceleración —respondió, sonriendo—, apresúrate a patentarlo. Podrías venderlo por una considerable…

—No, Doc, no tendría mucha utilidad en condiciones normales; nuestras cápsulas funcionan mejor, aunque operan según el mismo principio.

—Explícate.

—Ponemos a Marygay en una cápsula e inundamos…

—Un momento, un momento. Imposible desde todo punto de vista. Ella quedó en ese estado debido a una cápsula que no ajustaba bien. En este caso tendría que usar la de otra persona y sería peor.

—Lo sé, déjeme explicarle. No hace falta que se ajuste exactamente a sus medidas mientras funcionen bien las conexiones de mantenimiento vital. La cápsula no recibirá presión desde el interior; no será necesario, pues Marygay no estará sujeta a la presión de miles de kilos por centímetro cuadrado que impone el fluido exterior.

—Me parece que no entiendo.

—Es una simple adaptación de… Usted estudió física, ¿verdad?

—Un poco, en medicina. Después del latín fueron mis peores notas.

—¿Recuerda el principio de equivalencia?

—Recuerdo que había algo así. Estaba medio relacionado con la relatividad, ¿no?

—Aja. Significa que… no hay diferencia entre estar en un campo gravitatorio y un marco de aceleración equivalente; significa que cuando la Aniversario avanza a cinco gravedades, el efecto sobre nosotros es el mismo que si estuviéramos sentados en un planeta grande con una gravedad de cinco en la superficie.

—Parece obvio.

—Tal vez. Significa que es imposible determinar, por los resultados de distintos experimentos, si estamos acelerando o bajo la gravedad de un planeta grande.

—Claro que sí. Bastaría con apagar los motores y…

—O mirar hacia afuera, por supuesto. Me refería a experimentos de laboratorio.

—De acuerdo. Aceptado. ¿A qué nos lleva todo eso?

—¿Conoce la ley de Arquímedes?

—Claro, la falsa corona. Eso es lo que siempre me llamó la atención en la física; se trabaja mucho sobre cosas obvias y cuando se llega a los puntos arduos…

—La ley de Arquímedes dice que, cuando se sumerge algo en un fluido, el objeto recibe de abajo hacia arriba una fuerza equivalente al peso del liquido que desplaza.

—Es lógico.

—Y válido en cualquier tipo de aceleración o gravitación.

—Si una nave avanza a cinco gravedades, el agua desplazada pesa cinco veces más que el agua común a una gravedad.

—Por supuesto, si suspendemos a una persona en el centro de un tanque de agua, de modo tal que no tenga peso alguno, seguirá sin peso cuando la nave avance a cinco gravedades.

—Un momento, hijo. Hasta allí íbamos bien, pero eso no sirve.

—¿Porqué?

Estuve a punto de decirle que se ocupara de sus píldoras y de sus estetoscopios mientras yo me las entendía con la física, pero en seguida me alegré de no haberlo hecho.

—¿Qué pasa cuando dejas caer una herramienta dentro de un submarino?

—¿Qué tienen que ver los submarinos?

—Funcionan según la ley de Arquím…

—¡Cierto! Tiene razón. ¡Jesús! No se me había ocurrido.

—La herramienta cae al suelo como si el submarino no estuviera privado de peso —observó él, mientras tamborileaba con un lápiz—. Lo que describes es similar al procedimiento que empleamos en la Tierra con pacientes que han sufrido daños severos en la piel; quemaduras, por ejemplo. Pero eso no proporciona sostén alguno a los órganos internos, como lo hace la cápsula de aceleración, y no le serviría de nada a Marygay.

—Lamento haberle hecho perder el tiempo —dije, levantándome para retirarme.

—Espera un momento. Tal vez podamos utilizar en parte tu idea.

—¿Cómo?

—Yo tampoco lo había pensado bien. En el caso de Marygay no hay modo de emplear una cápsula, por supuesto.

No me gustaba siquiera considerar la idea. Hacía falta mucho condicionamiento por hipnosis para acostarse allí y dejar que lo llenasen a uno con fluocarbono oxigenado por todos los orificios naturales y uno artificial. Mientras lo pensaba rocé con el dedo la válvula injertada en mi cuerpo sobre el hueso de la cadera.

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