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Authors: Joe Haldeman

La guerra interminable (30 page)

BOOK: La guerra interminable
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Pero habíamos predicho sus tácticas con bastante exactitud; todas descendían hacia el anillo de minas. Una de ellas se acercó a uno de los artefactos taquiónicos lo bastante como para ponerlo en funcionamiento. El estallido afectó la parte trasera del extraño vehículo, haciéndole dar una vuelta completa para estrellarse de proa. Se abrieron las puertas laterales y salieron los taurinos. Eran doce; tal vez habían quedado cuatro dentro. Si todos los transportes llevaban dieciséis soldados, el enemigo nos superaba apenas en número.

Eso en la primera tanda.

Los otros siete descendieron sin problemas. En efecto, había dieciséis soldados en cada nave. Brill cambió de sitio un par de brigadas para equilibrar la concentración enemiga y aguardó.

Los taurinos avanzaron rápidamente por el campo minado, caminando al unísono como pesados y chatos robots, sin interrumpir la marcha siquiera cuando uno de ellos volaba destrozado por una mina, cosa que ocurrió once veces.

Cuando surgieron por el horizonte quedaron claras las razones de aquella distribución, aparentemente al azar: habían analizado de antemano qué zonas les ofrecerían mayor protección natural a causa de los peñascos desprendidos por el bombardeo. Y como sus trajes también tenían circuitos de aumento, recorrieron un kilómetro en menos de un minuto.

Brill hizo que sus tropas abrieran fuego inmediatamente, quizá más para levantar el ánimo que por esperanzas de dañar al enemigo. Probablemente hicieron algunos blancos, aunque era difícil determinarlo. Al menos los cohetes taquiónicos realizaron la impresionante hazaña de convertir los cantos rodados en grava.

Los taurinos devolvieron el fuego con alguna arma similar al cohete taquiónico; tal vez fuera la misma. Sin embargo muy pocas veces hicieron blanco; los nuestros estaban bajo el nivel de tierra, y cuando un cohete no chocaba contra algo podía proseguir la marcha por los siglos de los siglos, amén. Sin embargo destruyeron uno de los rayos láser bevawatt, y la sacudida que llegó hasta nosotros fue lo bastante intensa como para hacerme desear que la base estuviera a más de veinte metros de profundidad.

Los bevawatt no nos servían de nada. Los taurinos habían descubierto las líneas de fuego anticipadamente y las esquivaban bien. Eso se convirtió en una ventaja para nosotros, pues hizo que Charlie apartara por un momento su atención de los monitores.

—¿Qué diablos…?

—¿Qué pasa, Charlie? —pregunté, sin quitar los ojos de los monitores, esperando que pasara algo.

—La nave, el crucero… Ha desaparecido.

Observé la pantalla holográfica. Tenía razón: las únicas marcas rojas correspondían a los transportes de tropas.

—¿Adonde ha ido? —pregunté como un estúpido.

—Lo haré retroceder.

Programó la pantalla para que retrocediera un par de minutos; después aumentó la escala para que aparecieran a la vez el planeta y el colapsar. Allí estaba el crucero; con él, tres puntos verdes: nuestro «cobarde» había atacado al crucero con sólo dos naves teledirigidas. Pero había recibido cierta ayuda de las leyes de la física.

En vez de entrar en inserción colapsar había rodeado el campo colapsar en una órbita en tiro de honda, para salir de él a una velocidad equivalente a nueve décimas de la luz; los vehículos teledirigidos iban a 99 c, directamente hacia el crucero enemigo. Nuestro planeta estaba a unos mil segundos-luz del colapsar, de modo que la nave taurina tuvo sólo diez segundos para detectar y detener ambos teledirigidos. Y a esa velocidad importaba muy poco que el choque fuera contra una bomba nova o contra un escupitajo.

El primer vehículo teledirigido desintegró al crucero; el otro, que le seguía a una décima de segundo, siguió de largo y se estrelló contra el planeta. El destructor esquivó el planeta a doscientos kilómetros y se lanzó hacia el espacio, desacelerando al máximo de veinticinco gravedades. En un par de meses estaría de regreso.

Pero los taurinos no pensaban aguardar tanto tiempo inactivos. Se estaban acercando a nuestras líneas, aunque no lo suficiente como para que pudiéramos emplear láser si estaban al alcance de las granadas. Una roca de buen tamaño les protegería del primero, pero no de las granadas y los cohetes, que estaban haciendo entre ellos una verdadera carnicería.

Al principio las tropas de Brill llevaron una ventaja aplastante; puesto que combatían desde las trincheras sólo podían ser alcanzados por algún disparo ocasionalmente afortunado o por una granada muy bien dirigida (que los taurinos arrojaban a mano, con un alcance de pocos cientos de metros). Brill había perdido a cuatro soldados, pero al parecer la fuerza enemiga estaba reducida a menos de la mitad.

El paisaje quedó al final tan lleno de hoyos que también los taurinos pudieron, en su mayoría, refugiarse en trincheras improvisadas. La lucha se fue reduciendo a duelos individuales de rayos láser, interrumpidos de tanto en tanto por armas pesadas. Pero no tenía mucho sentido emplear un cohete taquiónico contra un solo taurino, pues a los pocos minutos llegaría otra fuerza enemiga de poder ignorado.

Durante la reproducción holográfica de la batalla espacial me había sentido preocupado por algo que comprendí del todo cuando cedió un poco el fuego: ¿qué daño habría causado al planeta aquel segundo teledirigido, al chocar contra el planeta a una velocidad cercana a la de la luz? Me acerqué a la computadora y averigüé cuánta energía había sido liberada en la colisión; en seguida la comparé con la información geológica que contenía la memoria de la computadora.

Dicha energía equivalía a veinte terremotos de los más poderosos que habían podido registrarse. ¡En un planeta de tamaño bastante menor al de la Tierra! Conecté inmediatamente la frecuencia general:

—¡Todo el mundo arriba! ¡Ahora mismo!

Pulsé el botón que abriría la compuerta de aire instalada en el túnel que llevaba desde la Administración a la superficie.

—William, ¿qué diabl…?

—¡Terremoto! ¡Vamos!

¿De cuánto tiempo dispondríamos?

Hilleboe y Charlie estaban detrás de mí. El gato, sentado en mi escritorio, se lamía despreocupadamente. Sentí el impulso racional de meterlo dentro de mi traje (así lo habían llevado desde la nave hasta la base), pero comprendí que no resistiría más que unos pocos minutos. Pensé también en desintegrarlo con el dedo láser, pero la puerta ya se había cerrado y trepábamos ya por la escalera de mano. Mientras subía, y aun cuando estuve fuera, me persiguió la imagen de aquel animal indefenso, atrapado bajo toneladas de escombros, que moriría lentamente al perderse el aire.

—¿Vamos a las trincheras? —dijo Charlie.

—No sé —respondí—. Nunca he estado en un terremoto. Tal vez las paredes de la trinchera se derrumben sobre nosotros.

Me sorprendió la intensa oscuridad que reinaba en la superficie. S Doradus se estaba poniendo; los monitores habían compensado la falta de luz.

Un láser enemigo cruzó el claro a nuestra izquierda, dejando una rápida lluvia de chispas al rozar el armazón de un bevawatt. Aún no nos habían visto. Decidimos que estaríamos mejor en las trincheras y nos acercamos a la más próxima en tres grandes pasos. Había allí cuatro soldados, uno de ellos malherido o muerto. Una vez dentro gradué mi amplificador de imágenes a logaritmo dos, para inspeccionar a nuestros compañeros. Habíamos tenido suerte: uno era un lanzador de granadas; además tenían un lanzador de cohetes. Cuando pude descifrar los nombres pintados en los cascos noté que estábamos en la trinchera de Brill, aunque ella no había reparado aún en nosotros. Estaba en el extremo opuesto, espiando cautamente por el borde, mientras dirigía a dos brigadas en un movimiento de flanco. Cuando estuvieron a salvo y en posición volvió a esconder la cabeza.

—¿Es usted, mayor?

—En efecto —dije con prudencia, preguntándome si en esa trinchera habría alguien con ganas de cortarme el cuero cabelludo.

—¿Qué es eso del terremoto?

Estaba enterada de la destrucción del crucero, pero no de la suerte corrida por el otro vehículo teledirigido. Se lo expliqué en tan pocas palabras como era posible.

—Nadie ha salido aún de la esclusa —dijo—. Supongo que habrán ido todos al campo estático.

—Sí, estaban tan cerca de él como de la superficie.

Tal vez algunos no habían tomado en serio mi advertencia y estaban aún abajo. Precisamente cuando sintonizaba la frecuencia general para comprobarlo estalló el infierno.

La tierra se hundió bajo mis pies y volvió a levantarse, despidiéndonos con tanta fuerza que volamos por el aire, fuera de la trinchera. Subimos lo bastante como para ver las manchas ovales en amarillo y anaranjado brillante en los cráteres cavados por las bombas nova. Caí de pie, pero el suelo se sacudía de tal forma que era imposible mantenerse erguido.

Con un gruñido profundo que me llegó a través del traje, la zona descubierta bajo la cual estaba nuestra base cayó hacia adentro, desmoronada. Al ceder el suelo quedó expuesta una parte del campo estático subterráneo, que se acomodó en el nuevo nivel con soberana gracia.

Bien, ya no había gato. Ojalá todos los demás hubieran tenido tiempo y cerebro suficiente como para refugiarse en la cúpula.

Una silueta se acercó a tropezones, desde la trinchera más cercana. Reparé con un sobresalto en que no era humana. Dada la poca distancia, mi rayo láser le abrió un agujero directamente en el casco; dio dos pasos más y cayó hacia atrás. Otro casco asomó por el borde de la trinchera. Le hice volar la parte superior antes de que pudiera levantar el arma.

Mientras tanto no lograba orientarme. Lo único que permanecía en su sitio era la cúpula estática, pero se la veía igual desde cualquier ángulo. Los láser bevawatt habían quedado sepultados, pero uno de ellos funcionaba todavía, como un reflector brillante que parpadeara, iluminando una nube arremolinada de rocas hechas polvo. Sin embargo, era obvio que estaba en territorio enemigo. Me lancé hacia la cúpula, cruzando el suelo estremecido.

Ningún jefe de pelotón respondía a mi llamada. Todos, con excepción de Brill, estarían probablemente en el interior de la cúpula. Cuando al fin contestaron Hilleboe y Charlie, ordené a la primera que entrara en la cúpula y sacara a todo el mundo de allí. Si la tanda siguiente era también de ciento veintiocho necesitaríamos mucha gente para rechazar el ataque.

Al apagarse los temblores logré refugiarme en una trinchera «amiga»; en realidad era la de los cocineros, pues sus únicos ocupantes eran Orban y Rudkoski.

—Parece que se acabó el alambique, recluta.

—No importa, señor. El hígado necesitaba un descanso.

Oí la señal de llamada de Hilleboe y establecí contacto con ella.

—Señor, aquí hay sólo diez personas. El resto no alcanzó a llegar.

—¿Se quedaron dentro? —pregunté, pensando que habían tenido tiempo de sobra.

—No lo sé, señor.

—No importa. Averigüe cuántos soldados tenemos en total.

Volví a probar la frecuencia de los jefes de pelotón, pero seguía en silencio. Los tres buscamos el fuego láser del enemigo durante un par de minutos, pero no lo había. Probablemente esperaban refuerzos. Hilleboe volvió a llamar:

—Responden sólo cincuenta y tres, señor. Tal vez haya algunos sin sentido.

—Está bien. Que todos permanezcan donde están hasta que…

En ese momento apareció la segunda tanda; los transportes de tropas se lanzaron desde el horizonte con los eyectores apuntados hacia nosotros, desacelerando.

—¡Lancen algunos cohetes sobre esos bastardos! —chilló Hilleboe, sin dirigirse a nadie en particular.

Pero la sacudida había apartado a los soldados de los lanzadores de cohetes. Tampoco había lanzadores de granadas, y a esa distancia los láseres de mano no tenían ningún efecto.

Los nuevos transportes eran cuatro o cinco veces más grandes que los primeros. Uno de ellos aterrizó a un kilómetro de nosotros, deteniéndose el tiempo necesario para desembarcar sus tropas. Eran cincuenta, tal vez sesenta y cuatro, lo que multiplicado por ocho hacía quinientos doce. No habría modo de rechazarlos.

—Atención todos, aquí el mayor Mandella —dije, tratando de conservar la voz tranquila—. Vamos a retirarnos hacia la cúpula, con rapidez, pero en orden. Sé que estamos totalmente dispersos. Quienes pertenezcan al segundo o al cuarto batallón, que permanezcan un minuto en sus puestos disparando para cubrir al resto. Los pelotones primero, tercero y de apoyo, retrocedan. Cuando lleguen a la mitad del trayecto, deténganse y cubran al segundo y al cuarto mientras éstos retroceden. Llegarán hasta el borde de la cúpula y volverán a cubrirles mientras ustedes entran.

Me había expresado mal al hablar de retirada; esa palabra no figuraba en el manual; debí decir «acción de repliegue».

Hubo mucho más repliegue que acción. Nueve o diez soldados disparaban mientras el resto huía a toda velocidad. Rudkoski y Orban habían desaparecido. Disparé con cuidado unas cuantas veces, sin grandes resultados, y después corrí hacia el otro extremo de la trinchera para salir de ella y dirigirme hacia la cúpula.

Los taurinos comenzaron a disparar cohetes, pero la mayoría apuntaba demasiado alto. Vi que dos de los nuestros volaban en pedazos antes de llegar a la mitad del camino. Allí encontré una roca bastante grande tras la cual me escondí. Al echar una mirada descubrí que sólo dos o tres taurinos estaban lo bastante próximos como para constituir blancos remotamente posibles; lo mejor sería no atraer innecesariamente la atención sobre mí. Cubrí el resto del trayecto hasta el borde del campo y me detuve para devolver el fuego. Tras disparar un par de veces noté que no hacía sino exponerme inútilmente, pues hasta donde me alcanzaba la vista había sólo una persona en carrera hacia la cúpula.

Un cohete pasó tan cerca que pude haberlo tocado. Flexioné las rodillas, tomé impulso y entré en la cúpula en una postura bastante indigna.

7

El cohete que había pasado junto a mí avanzaba perezosamente en la penumbra interior, elevándose ligeramente al pasar hacia el otro extremo de la cúpula. Se convertiría en vapor en cuanto saliera por el otro lado, puesto que toda la energía cinética perdida al disminuir abruptamente la marcha a 16,3 metros por segundo volvería bajo la forma de calor.

Nueve personas yacían muertas allí, boca abajo junto al borde. No era extraño que eso hubiera ocurrido, aunque no era posible explicarlo a las tropas. Si bien sus trajes espaciales estaban intactos (de lo contrario no hubieran llegado hasta allí), en las dificultades de los últimos minutos se había dañado la película de aislamiento especial que les protegía del estasis. En cuanto entraron en el campo cesó toda la actividad eléctrica del cuerpo, matándoles inmediatamente. Por otra parte, como ninguna molécula del cadáver podía moverse a más de 16,3 metros por segundo, se congelaron instantáneamente, estabilizados en una temperatura de 0,426 grados.

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