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Authors: Joe Haldeman

La guerra interminable (32 page)

BOOK: La guerra interminable
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La nave había sido diseñada para una tripulación máxima de doce personas; fue necesario establecer turnos para que siete personas permanecieran fuera, a fin de no forzar demasiado los sistemas de mantenimiento vital.

Envié repetidamente un mensaje al otro destructor, que aún debía estar a seis semanas de distancia, informando que estábamos en buenas condiciones y que aguardábamos el rescate. Estaba casi seguro de que dispondrían de lugar para siete, puesto que la tripulación normal de una misión de combate se reduce a tres personas.

Resultaba muy agradable volver a pasearse y a charlar.

Suspendí oficialmente cualquier ejercicio militar mientras permaneciéramos en el planeta. Algunos de los supervivientes pertenecían al grupo amotinado de Brill, pero no mostraron hostilidad alguna hacia mí. A veces nos entreteníamos jugando nostálgicamente a comparar las diversas épocas que habíamos visto en la Tierra; nos preguntábamos entonces cómo sería en aquel futuro de setecientos años al que regresábamos. Nadie mencionaba el hecho de que no cabía esperar sino un permiso de pocos meses antes de que nos asignaran a otra fuerza de choque, a otra vuelta de la rueda.

Un día Charlie me preguntó qué origen tenía mi apellido, pues le sonaba extraño. Le expliqué entonces que se originaba en la falta de diccionario; si lo hubieran escrito correctamente le habría parecido más extraño aún. Debí perder una buena media hora para que comprendiera los detalles periféricos del asunto.

Para concretar, mis padres habían sido «hippies», es decir, miembros de una especie de subcultura aparecida en Norteamérica a fines del siglo XX, que rechazaba el materialismo y comprendía un amplio espectro de ideas extrañas. Mis padres vivían con otros hippies en una pequeña comunidad agrícola. Cuando mamá quedó embarazada no les gustó la idea de casarse, pues ella debería entonces tomar el nombre del marido, como si fuera propiedad suya. Sin embargo, ampliamente intoxicados y sentimentales, decidieron que se casarían adoptando ambos un apellido común. Se dirigieron a la ciudad más próxima, discutiendo durante todo el trayecto sobre qué apellido simbolizaría mejor el lazo de amor que los unía (a duras penas me salvé de un nombre mucho más corto), y al fin se decidieron por Mándala.

El mándala es un símbolo en forma de rueda o de volante, que los hippies habían tomado de una religión extranjera; simbolizaba el cosmos, la mente cósmica, Dios o cualquier cosa que requiera un símbolo. Como ninguno de los dos sabía escribir esa palabra, el magistrado de la ciudad lo escribió tal como le sonaba. Cuando nací me pusieron el nombre de William en honor a un tío rico que, lamentablemente, murió sin un centavo.

Las seis semanas transcurrieron de modo bastante agradable: charlábamos, leíamos, descansábamos. Cuando la nave descendió junto a la nuestra nos informaron que disponíamos de seis plazas. Distribuimos las tripulaciones de modo tal que en cada nave hubiera alguien capaz de solucionar cualquier problema surgido en la secuencia preprogramada para el salto. Por mi parte, escogí la otra nave, en la esperanza de encontrar allí algunos libros nuevos, pero no fue así.

Una vez encerrados en los tanques, despegamos simultáneamente.

Pasábamos mucho tiempo en los tanques, aunque sólo fuera para no ver siempre las mismas caras. Los sucesivos períodos de aceleración nos llevaron a Puerta Estelar en diez meses subjetivos. Naturalmente, eso equivalía a 340 años menos siete meses para un espectador objetivo hipotético.

En torno a Puerta Estelar había cientos de cruceros en órbita. Eso nos pareció mala señal: con tantas naves a la espera de tripulación era muy difícil que nos dieran licencia. Por mi parte, era muy probable que me llevaran ante el tribunal militar en vez de dármela: había perdido el ochenta por ciento de mi compañía, en su mayor parte debido a que la falta de confianza en mí les llevó a no obedecer la orden de retirada ante el terremoto. Y en Sade-138 todo estaba como al principio: sin taurinos, pero también sin base.

Nos dieron instrucciones para descender; lo hicimos directamente, sin nave de lanzadera. En el espaciopuerto nos esperaba otra sorpresa: estaba lleno de cruceros en tierra, cosa que nunca se había hecho por temor a un ataque taurino; también vimos allí dos naves enemigas, aunque no sabíamos que nadie hubiera logrado capturar una entera. Al parecer, en los últimos siete siglos habíamos obtenido una ventaja decisiva. Tal vez estábamos ganando la guerra.

Pasamos por una esclusa de aire rotulada «Reingreso», y en cuanto repusieron el aire y nos quitamos los trajes se nos acercó una hermosa joven que traía túnicas para todos; en un inglés perfecto nos indicó que fuéramos a la sala de conferencias situada a la izquierda, al final de un pasillo. Me resultó extraño vestir aquella túnica ligera y abrigada, después de un año de no llevar sino el traje de guerra o la piel desnuda.

La sala de conferencias era demasiado grande para veintidós soldados; había en ella espacio para un grupo cien veces más numeroso. Allí nos esperaba la misma joven que nos había traído las túnicas. Eso me resultó inquietante: podía jurar que la había visto alejarse en dirección opuesta; estaba seguro, pues reparé en la belleza de su espalda vestida. ¡Diablos, tal vez tuvieran transmisores de materia o teleportación! Quizá la muchacha había preferido ahorrarse aquellos pocos pasos.

Ella nos pidió que nos acercáramos a la parte delantera de la sala. Un minuto después vimos entrar a un hombre, vestido con la misma túnica simple y sin adornos, quien cruzó el escenario con un fajo de gruesos cuadernos bajo cada brazo. La mujer le siguió con más cuadernos. Sin embargo, al mirar hacia atrás comprobé que aún estaba en el pasillo. Para completar la rareza de aquella situación, el hombre era a todas luces gemelo de ambas.

Él hojeó uno de los cuadernos y se aclaró la garganta.

—He traído estos libros para su información —dijo, también con perfecto acento—. No es obligatorio que los lean. Ya no tienen ninguna obligación, pues son hombres y mujeres libres. La guerra ha terminado.

Se produjo un incrédulo silencio.

—Tal como dice este libro, la guerra terminó hace doscientos veintiún años. Por lo tanto estamos en el año 220, según el sistema antiguo corresponde al 3138. Su grupo es el último que ha regresado. Cuando se marchen de aquí yo lo haré también. Y destruiré Puerta Estelar. Existe sólo como punto de retorno para los soldados que regresan y como monumento a la estupidez humana. A su vergüenza. Destruirlo será un acto de purificación.

En ese punto dejó de hablar; prosiguió la mujer:

—Lamento lo que ustedes han debido pasar. Me gustaría poder decir que ha sido por una buena causa, pero cuando lean estos libros sabrán que no fue así. Hasta la fortuna que acumularon con sueldos retenidos e interés compuesto ha perdido todo valor, puesto que ya no usamos dinero ni valores de cambio. No existe nada similar al sistema económico en donde se podrían emplear esas… cosas.

»Como ya habrán comprendido —prosiguió el hombre—, soy, o somos, reproducciones de un mismo individuo. Hace doscientos cincuenta años me llamaba Kahn. Ahora me llamo Hombre. Mi antecesor directo estuvo en su compañía: era el cabo Larry Kahn. Me entristece comprobar que no ha regresado. Aunque soy diez billones de individuos —continuó—, mi conciencia es una sola. Cuando ustedes hayan leído el libro trataré de aclararles este concepto. Sé que no les será fácil comprenderlo. Ya no se animan nuevos individuos, puesto que yo soy el modelo perfecto. Sólo se reemplazan los individuos que mueren. Sin embargo, hay algunos planetas donde los seres humanos nacen a la manera normal de los mamíferos. Si mi sociedad les resulta demasiado extraña podrán dirigirse a uno de esos planetas. En el caso de que deseen tomar parte en la procreación, no he de oponerme. Muchos veteranos me piden que les cambie la polaridad a heterosexual, a fin de adaptarse mejor a esas sociedades. Me es posible hacerlo con toda facilidad.

«No te preocupes por eso, Hombre, pensé; bastará con que me des el pasaje.» —Ustedes permanecerán en Puerta Estelar durante diez días como huéspedes míos; después de ese plazo podrán ir a donde quieran —dijo él—. Por favor, lean ustedes estos libros, mientras tanto. No vacilen en preguntar lo que deseen o en pedir lo que necesiten.

Ambos se levantaron y bajaron del escenario.

Charlie, que estaba a mi lado, murmuró:

—Es increíble, ¿permiten… y alientan a los hombres y las mujeres para que… vuelvan a hacer eso? ¿Juntos?

El Hombre femenino que habíamos visto en el pasillo estaba sentada a nuestras espaldas; ella se encargó de responder antes que yo pudiera pensar una respuesta lo bastante simpática o hipócrita.

—No se trata de abrir un juicio sobre su sociedad —dijo, sin comprender, tal vez, que él lo tomaba como algo más personal—. Pero me parece necesario como elemento de seguridad eugenésica. No tengo pruebas de que sea erróneo reproducir a un solo individuo ideal, pero si resulta ser perjudicial tendremos así un gran material genético para recomenzar la tarea.

Y agregó, dándole una palmadita en el hombro:

—Naturalmente, no tienes por qué vivir en esos planetas de procreación. Puedes permanecer en uno de los míos. Yo no establezco distinciones entre el juego homosexual y el heterosexual.

Después, subiendo al escenario, nos expuso un prolongado informe sobre lo que comeríamos y sobre lo que podríamos hacer mientras estuviéramos en Puerta Estelar.

—Nunca hasta ahora me había sentido seducido por una computadora —murmuró Charlie.

Aquella guerra, que durara mil ciento cuarenta y tres años, había comenzado por falsedades, sólo porque las dos razas se veían imposibilitadas de establecer comunicación. Cuando estuvieron en condiciones de conversar, la primera pregunta fue: «¿Por qué nos declararon la guerra?» Y la respuesta: «¿Nosotros?» Los taurinos habían pasado milenios enteros sin guerras, y hacia los comienzos del siglo XXI la Tierra parecía a punto de seguir el mismo camino. Pero allí estaban todavía los viejos soldados, muchos en puestos de gran responsabilidad. Ellos tenían prácticamente el dominio del Grupo de Exploración y Colonización de las Naciones Unidas, que iba tomando ventajas con cada salto colapsar recién descubierto para explorar el espacio interestelar.

Muchas de las primeras naves tropezaron con diversos accidentes y desaparecieron sin que se supiera de ellas. Los ex militares manifestaron desconfianza. Armaron a los vehículos de colonización, y en cuanto se encontraron con una nave taurina la hicieron pedazos. Desempolvaron sus viejas medallas y se dedicaron a hacer historia.

Naturalmente no era justo echar toda la culpa a los militares. Las pruebas presentadas sobre la responsabilidad de los taurinos en cuanto a las primeras bajas eran débiles hasta lo ridículo. Pero quienes se atrevieron a señalarlo no hallaron eco. La verdad era que la economía terráquea necesitaba una guerra; aquélla era una oportunidad ideal. Además de representar un hermoso agujero en el cual arrojar baldes de dinero, también unificaría la humanidad, en vez de dividirla.

Los taurinos, pasado un tiempo, volvieron a aprender la guerra, pero jamás la hicieron con gran destreza; tarde o temprano habrían resultado vencidos. Según explicaban los libros, no podían comunicarse con los humanos porque no tenían idea de la individualidad; eran reproducciones naturales desde hacía millones de años. Cuando los cruceros de la Tierra fueron tripulados por Hombre, las reproducciones de Kahn, lograron comprenderse por primera vez.

El libro lo expresaba así, directamente. Pedí a un Hombre que me explicara la razón de esa imposibilidad, preguntándole qué había de especial en la comunicación entre dos reproducciones. Respondió que me sería imposible entenderlo a priori. No existían palabras para expresarlo; aunque las hubiera, mi cerebro no podría acostumbrarse a los conceptos.

Aunque me sonaba algo sospechoso, me mostré dispuesto a aceptarlo. Aceptaría que el blanco era negro, siempre que eso indicara el fin de la guerra.

Hombre era una entidad bastante considerada. Se tomó el trabajo de rehabilitar, sólo para nosotros veintidós, un pequeño restaurante-taberna que mantenía en funcionamiento a todas horas; nunca vi que Hombre comiera o bebiera; al parecer había descubierto el modo de prescindir de los alimentos.

Una noche, mientras leía un libro sentado frente a una cerveza, Charlie vino a sentarse frente a mí y me dijo, sin más preámbulos:

—Voy a probar.

—¿Qué cosa?

—Las mujeres. La heterosexualidad —explicó, estremeciéndose—. No te ofendas, pero no me resulta muy atrayente.

Me palmeó la mano con gesto distraído, mientras agregaba:

—Pero la alternativa… ¿La has probado?

—Bueno… no, no lo he hecho.

El Hombre femenino se me presentaba como un placer visual, pero sólo como podrían haberlo sido una pintura o una estatua. No conseguía considerarlo como a un ser humano.

—No lo hagas —me aconsejó Charlie, sin molestarse en aclarar las cosas—. Además, dicen… Él dice, ella dice… que pueden anular el cambio con toda facilidad si no me gusta.

—Te gustará, Charlie.

—Claro, eso es lo que ellos dicen.

Después de pedir una bebida, prosiguió:

—Es que no me parece natural. De cualquier modo, como voy a… hacer la prueba, ¿no te gustaría…? ¿Por qué no elegimos el mismo planeta?

—Por supuesto, Charlie, sería magnífico —respondí sinceramente—. ¿Ya has elegido?

—¡Diablos, no me importa! Lo que quiero es salir de aquí.

—Me pregunto si Paraíso seguirá siendo…

—No —respondió Charlie, señalando al encargado del bar con un dedo—. Allí vive él.

—Bueno, no sé. Creo que hay una lista.

En ese momento entró un Hombre con un carrito lleno de carpetas.

—¿El mayor Mandella y el capitán Moore?

—Somos nosotros —respondió Charlie.

—Aquí tienen sus registros militares. Confío en que les resultarán interesantes. Los trasladamos al papel al ver que esta fuerza de choque era la única que quedaba, pues no habría sido práctico mantener en funcionamiento las redes normales de conservación de datos para tan poco material.

Siempre contestaban por anticipado cualquier pregunta, aunque uno ni siquiera pensara hacerlas.

Mi carpeta era muchísimo más gruesa que la de Charlie; tal vez la más gruesa de todas, pues al parecer yo era el único que había sobrevivido a toda la guerra. ¡Pobre Marygay!

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