Read La guerra interminable Online
Authors: Joe Haldeman
Días para encuentro, Probabilidad
11 0,000001
15 0,001514
20 0,032164
25 0,103287
30 0,676324
35 0,820584
40 0,982685
45 0,993576
50 0,999369
Media
28,9554 0,500000
A menos que Antopol y su banda de alegres piratas lograran eliminarlos. En el tanque había aprendido que las posibilidades de que eso ocurriera eran del cincuenta por ciento, o algo menos.
Pero tanto si duraba 28,9554 días como dos semanas, quienes estábamos sobre la superficie del planeta no podíamos hacer otra cosa que esperar cruzados de brazos. Si Antopol tenía éxito ya no sería necesario combatir hasta que las tropas regulares nos reemplazaran; entonces pasaríamos al siguiente colapsar.
—Aún no han salido —dijo Charlie.
Tenía el exhibidor graduado a escala mínima: el planeta era como un melón blando; la Masaryk II estaba representada por una mota verde, a unos ocho melones del centro; no era posible verlos simultáneamente en la pantalla. Mientras los observábamos apareció una pequeña mota verde, surgida de la nave, y se alejó, flanqueada por un fantasmal número 2; la clave proyectada en la esquina inferior izquierda del exhibidor indicaba: «2. Nave teledirigida de persecución.» Otros números identificaban a la Masaryk II, a un destructor de defensa planetaria y a catorce naves teledirigidas de defensa. Esos dieciséis vehículos no estaban aún lo bastante separados entre sí como para que se vieran puntos distintos.
El gato se estaba frotando contra mi tobillo; le levanté para acariciarle, mientras ordenaba:
—Que Hilleboe convoque la asamblea general. Será mejor comunicarlo de inmediato a todo el mundo.
A los soldados no les cayó muy bien, cosa perfectamente comprensible. Habíamos creído que los taurinos atacarían mucho antes; al ver que no llegaban fue creciendo la idea de que el Comando de Fuerzas de Choque había cometido un error y acabamos por pensar que no vendrían.
Quise que toda la compañía empezara a adiestrarse en firme con las armas; llevaban casi dos años sin usar armas de alto poder. Por lo tanto activé los dedos-láser y saqué a relucir los lanzadores de cohetes y granadas. No podíamos practicar en el interior de la base por temor a dañar los sensores externos y el anillo de defensa a láser. Fue menester apagar medio círculo de rayos láser bevawatt y avanzar un klim más allá del perímetro, un pelotón cada vez, ya fuera acompañado por mí o por Charlie. Rusk vigilaba atentamente las pantallas de alarma previa. Si algo se aproximaba lanzaría una bengala para que el pelotón regresara al interior del anillo antes de que lo desconocido apareciera en el horizonte; en ese momento los rayos láser de defensa se pondrían automáticamente en funcionamiento; además de derribar lo desconocido podían asar a todo el pelotón en dos centésimas de segundo.
En la base no había nada que pudiéramos utilizar como blanco, pero eso no fue problema. El primer cohete taquiónico que disparamos cavó un hoyo de veinte metros de largo por cinco de profundidad y diez de ancho; los escombros proporcionaron blancos de diversos tamaños, el mayor de los cuales duplicaba el tamaño de un hombre.
Los soldados tenían excelente puntería, mucho mejor que la demostrada en el campo de estasis con armas primitivas. La mejor práctica para disparar con rayos láser resultó la de blancos en movimiento; agrupábamos a los soldados de dos en dos, uno tras otro, para que arrojaran piedras a intervalos regulares. El que disparaba debía calcular la trayectoria de la roca y destruirla antes de que llegara al suelo. La coordinación viso-motora de aquella gente era maravillosa (tal vez el Consejo de Eugenesia había hecho bien las cosas), pues la mayoría superaba una proporción de aciertos de nueve en diez. Los viejos como yo, que no habíamos sido mejorados por la bioingeniería, acertábamos cuando más siete entre diez, a pesar de que teníamos mucha práctica.
También eran muy hábiles para calcular la trayectoria con el lanzador de granadas, arma mucho más versátil que la antigua. En vez de disparar bombas de un microtón con carga propulsiva común, tenía cuatro cargas diferentes entre las que se podía escoger. En los casos en que el combate era entre grupos muy próximos, cuando resultaba peligroso emplear los rayos láser, la barra del lanzador se podía desmontar para cargarla con bombas para corto alcance. Cada tiro enviaba una nube de diminutos dardos que ocasionaban la muerte instantánea a cinco metros y se evaporaban inofensivamente a los seis.
El lanzador de cohetes taquiónicos no requería la menor destreza. Sólo era menester no quedarse detrás de él cuando se disparaba, pues la eyección del cohete era peligrosa en un radio de varios metros.
Teniendo eso en cuenta, bastaba con centrar el blanco en la mirilla y apretar un botón. No era necesario preocuparse por la trayectoria, puesto que el cohete viajaba en línea recta. En menos de un segundo alcanzaba la velocidad de escape.
Aquello de salir a probar los juguetes nuevos mejoró en mucho el ánimo de la tropa, pero las rocas del paisaje no respondían al fuego. No importaba mucho el poder aparente de las armas: su efectividad dependía de lo que los taurinos arrojaran a cambio. Una falange griega pudo tener un aspecto muy impresionante, pero habría sucumbido de inmediato ante un solo hombre armado de lanzallamas.
Por otra parte, la dilación cronológica volvía a ponernos ante la incertidumbre de no saber qué clase de armas tendría el enemigo. Tal vez no tuvieran noticias del campo de estasis. Tal vez les bastara con una palabra mágica para hacernos desaparecer.
En cierta oportunidad, mientras yo estaba en el exterior con el cuarto pelotón, fundiendo rocas, Charlie me llamó para pedirme que regresara urgentemente. Dejé a Heimoff a cargo del ejercicio y regresé.
—¿Algún otro?
La escala del exhibidor holográfico era tal que nuestro planeta tenía el tamaño de un guisante y estaba a cinco centímetros de la cruz que indicaba la posición de Sade-138. Había cuarenta y un puntos rojos y verdes esparcidos por la pantalla. La clave identificaba al número 41 como «Crucero taurino (2)».
—¿Has llamado a Antopol?
—Sí —respondió él, imaginando cuál sería mi próxima pregunta—. La señal tardará casi todo un día en llegar y volver.
—Nunca había ocurrido nada así con anterioridad.
—Tal vez este colapsar les parezca de excepcional importancia.
—Probablemente.
Por lo tanto era casi seguro que deberíamos combatir. Aunque Antopol lograra derribar al primer crucero no tendría siquiera un cincuenta por ciento de probabilidades con el segundo. Ya se habría quedado escasa de destructores y naves teledirigidas.
—No me gustaría estar en el lugar de Antopol —comenté.
—A todos nos tocará, tarde o temprano.
—No sé. Los soldados están en buena forma.
—Reserva esas tonterías para la tropa, William.
Y aumentó la escala del exhibidor hasta que mostró tan sólo dos objetos: Sade-138 y el nuevo punto rojo que se acercaba lentamente.
Pasamos las dos semanas siguientes observando cómo se apagaban los puntos. Y si uno sabía cuándo y dónde mirar, podía salir afuera y presenciar el hecho real, bajo la forma de una chispa blanca y cegadora que se apagaba en un segundo.
En ese instante una bomba nova había liberado una energía un millón de veces mayor que la de un láser bevawatt; era como una estrella en miniatura, de medio klim de diámetro, tan ardorosa como el interior del sol. Cualquier cosa puesta en contacto con ella se consumiría de inmediato. Su proximidad achicharraba sin remedio los circuitos electrónicos de las naves; era evidente que dos destructores, uno nuestro y el otro enemigo, habían corrido esa suerte y se alejaban silenciosamente del sistema, a una velocidad constante, sin energía.
En el primer período de la guerra habíamos empleado bombas nova de mayor poder, pero la materia degenerada que se empleaba como combustible era inestable en grandes cantidades; la bomba tendía a explotar cuando todavía estaba en la nave. Por lo visto los taurinos habían tropezado con el mismo problema (o habían copiado el proceso de nosotros), pues también ellos habían reducido las bombas nova a menos de cien kilogramos de capacidad. Además, estaban armadas en forma bastante similar a la nuestra, pues la cabeza se separaba en muchas piezas al aproximarse al blanco; sólo una de esas piezas era la bomba nova.
Cuando acabaran con la Masaryk II y su cohorte de destructores y naves teledirigidas, aún les quedarían unas cuantas bombas. Por lo tanto, parecía inútil desperdiciar tiempo y energías en prácticas de tiro. De tanto en tanto se me filtraba el pensamiento de que podía reunir a once personas y subir al destructor que habíamos escondido tras el campo de estasis; estaba preprogramado para llevarnos de regreso a Puerta Estelar. Llegué al extremo de preparar mentalmente una lista de las once personas, tratando de escoger a aquellas que me inspiraran mayor aprecio, pero resultó que debería elegir seis al azar.
De cualquier modo aparté el pensamiento, pues teníamos una oportunidad, tal vez una buena oportunidad, aun contra un crucero totalmente armado. No sería fácil colocar una bomba nova lo bastante cerca como para que cayéramos en su radio de acción. Además, en el caso de que huyera me arrojarían al espacio por desertor. ¿Para qué preocuparse?
Los ánimos mejoraron cuando las naves de Antopol derribaron al primer crucero taurino. Sin contar los vehículos que habían quedado atrás para defender el planeta, la comodoro contaba aún con dieciocho naves teledirigidas y dos destructores. Todos cambiaron el rumbo para interceptar al segundo crucero, que estaba por entonces a unas pocas horas-luz, aún acompañado por quince vehículos enemigos.
Uno de ellos alcanzó a nuestra nave. Las subsidiarias prosiguieron con el ataque, pero estaban destinadas a la derrota. Un destructor y tres naves teledirigidas abandonaron el campo de batalla a la aceleración máxima, trepando por encima del plano de la elíptica; no fueron perseguidas, las observamos con mórbido interés, mientras el crucero enemigo avanzaba para presentar batalla al planeta. El destructor se encaminó hacia Sade-138. Huía, pero nadie pudo reprochárselo. En realidad les enviamos un mensaje deseándoles buena suerte; no respondieron, por supuesto, pues estarían todos en los tanques, pero quedaría grabado.
El enemigo tardó cinco días en llegar al planeta y en instalarse en una órbita estable, al otro lado del globo. Nosotros nos preparamos para la inevitable primera fase del ataque, siempre aéreo y totalmente automático: sus vehículos teledirigidos contra nuestros rayos láser. Puse a un grupo de cincuenta soldados en el interior del campo de estasis, para el caso de que alguna nave teledirigida lograra pasar. En realidad, la medida no tenía sentido: el enemigo podía rodearles y aguardar a que desconectaran el campo, para liquidarles en el momento en que cesara su poder.
Charlie tuvo una idea extraña que estuve a punto de aceptar.
—Podríamos instalar aquí una trampa para tontos.
—¿A qué te refieres? —le pregunté—. Tenemos todo el terreno minado en un radio de veinticinco klims.
—No hablaba de minas y cosas por el estilo. Me refería a la base en sí. Aquí, bajo tierra.
—Sigue.
—En el destructor tenemos dos bombas novas —me recordó, señalando hacia el campo estático, a través de doscientos metros de roca—. Podríamos traerlas hasta aquí, dejar que llegaran los taurinos y ocultarnos todos en el campo estático.
La idea era tentadora. Me relevaría de toda responsabilidad en cuanto a las decisiones y dejaría todo librado al azar.
—No creo que diera resultado, Charlie.
—Claro que sí —repuso, ofendido.
—No. Escucha, para que diera resultado todos los taurinos deberían estar en el radio de alcance antes de que estallara, y es imposible que carguen todos al mismo tiempo una vez rotas nuestras defensas. Menos aún si esto parece desierto. Sospecharán algo y enviarán un grupo para inspeccionar. Y cuando el grupo de avanzada desactive las bombas…
—Estaremos otra vez en el punto de partida, sí. Además, habríamos perdido la base. Disculpa.
—Parecía buena idea —dije, encogiéndome de hombros—. Sigue pensando, Charlie.
Volví mi atención al exhibidor, que mostraba una batalla espacial desequilibrada. Lógicamente el enemigo quería derribar al destructor que quedaba antes de caer sobre nosotros. No nos quedaba sino observar los puntos rojos que circundaban el planeta y tratar de llevar la cuenta. Hasta ese momento el piloto había logrado derribar a cuantas naves teledirigidas se le habían acercado, pero el enemigo no había lanzado aún ningún destructor en su búsqueda.
Yo había otorgado al piloto el control de cinco rayos láser de nuestro anillo defensivo. No era mucho lo que podía hacer con eso. Un láser bevawatt bombea un billón, de kilovatios por segundo, con un alcance de cien metros, pero a mil kilómetros de altura el rayo se atenúa hasta llegar a diez kilovatios. Tal vez pudiera hacer algún daño si golpeara un sensor óptico. Al menos confundiría las cosas.
—Nos vendría bien otro destructor. O seis de ellos.
—Usa las naves teledirigidas —dije.
Teníamos un destructor, naturalmente, y un marinerito que podía manejarlo. Tal vez fuera nuestra única esperanza, si nos acorralaban en el campo estático.
—¿A qué distancia está el otro? —me preguntó Charlie, refiriéndose al piloto que había vuelto la cola a la batalla.
—A unas seis horas luz.
Aún le quedaban dos naves teledirigidas, demasiado cercanas como para figurar como dos puntos separados; habían perdido otra al cubrir la retirada.
—Ya no acelera más —observé—, pero va a 9 c.
—Aunque quisiera ayudarnos, no podría. Tardaría un mes en aminorar la marcha.
En ese momento se apagó la luz correspondiente a nuestro destructor.
—Ahora empieza lo bueno. ¿Indico a las tropas que se preparen para ir arriba?
—No… Que se pongan los trajes por si perdemos aire. Confío en que tarden un poco antes de atacar la superficie.
Volví a aumentar la escala. Cuatro puntos rojos circundaban ya el globo hacia nosotros.
Me vestí y volví a Administración para observar la batalla en los monitores. Los rayos láser funcionaban perfectamente. Los cuatro vehículos teledirigidos convergieron simultáneamente sobre nosotros y fueron destruidos. Todas las bombas novas, menos una, estallaron más allá de nuestro horizonte (el horizonte visual estaba a diez kilómetros, pero los artefactos de láser estaban montados a cierta altura y podían hacer blanco a una distancia doble). La bomba que detonó en las proximidades fundió una roca semicircular que refulgió al rojo blanco durante varios minutos. Una hora después emitía aún un resplandor anaranjado y la temperatura del suelo había ascendido a 50 grados sobre cero, derritiendo la mayor parte de la nieve, con lo que quedó al descubierto una superficie gris de forma irregular.