En su lecho de muerte, a la edad de cuarenta años, Edgar Allan Poe le pidió a su editor, Rufus Griswold, que fuera su albacea literario. A la muerte de Poe, Griswold escribió un obituario sorprendentemente ofensivo. A partir de ese momento, se convirtió en el Salieri de Poe dedicando toda su vida a manchar la reputación del escritor. Esa obsesión acabó destruyéndolo a él mismo.
Edgar Allan Poe, una de las figuras literarias más fascinantes del siglo XIX, fue un ser de gran talento y difícil personalidad, tan admirado como denostado en su tiempo. Frobenius aborda la trágica infancia de Poe, su participación en los círculos literarios de Nueva York, la relación amorosa que mantuvo con su joven prima, así como muchos otros episodios vitales del autor. En una trama paralela, un hombre de palidez cadavérica, que sigue los pasos de Poe y Griswold por las calles de las ciudades de la costa este de Estados Unidos, va dejando un rastro de sangre y de miedo a su paso.
Nikolaj Frobenius
La cara del miedo
ePUB v1.0
Crubiera24.01.13
Título original:
Jeg skal vise dere frykten
Nikolaj Frobenius, 2010.
Traducción: Diego García Quiroga
Editor original: Crubiera (v1.0)
ePub base v2.1
Leí la novela de Edgar Allan Poe con creciente
excitación e increíble simpatía.
C
HARLES
B
AUDELAIRE
La obra de Poe es salvaje.
H
AROLD
B
LOOM
Griswold
Nueva York, 1857
T
arde, en una noche de agosto, un hombre envuelto en una capa avanzaba entre la multitud de Broadway echando miradas asustadas a su alrededor. Rufus Wilmot Griswold empujó a los peatones hacia el costado y cruzó la calle corriendo, rápidamente —todavía más rápido—, frente a un coche de alquiler tirado por caballos. Detrás de él, el borde de su capa se arrastraba sobre la calle y producía una suerte de murmullo aciago. La recogió justo frente al vehículo que pasaba, y así evitó verse arrastrado bajo las grandes ruedas.
Broadway apestaba a basura, orín de caballos y perfume. La calle hormigueaba de sombreros y cofias, y entre la suciedad deambulaban los perros callejeros como olvidados allí por sus míseros dueños.
Griswold se abrió paso entre galopines, predicadores y bebedores con botellas ardientes en las manos. En la calle, frente a él, estalló una pelea entre dos caballeros irlandeses en mangas de camisa. Uno tomó a su contrincante por el pescuezo, lo arrojó al suelo y le dio una serie de puñetazos en la cara mientras descargaba un furioso torrente de insultos. El hombre que corría no les hizo caso, tenía la mirada fija en la calle frente a él, como si no existiese en el mundo otra cosa más que aquello de lo que escapaba. Tiempo atrás, Griswold había sido un famoso editor en esta ciudad, pero ahora ya nadie lo reconocía. Mientras corría, murmuraba para sí:
—El viejo está de regreso…, puedo sentirlo…, está muy cerca…
La gente lo esquivaba; una mujer se volvió y le gritó algo, y un chiquillo se rio señalando con el dedo su cara confundida. Frente a la Primera Iglesia Presbiteriana, que erige patéticamente sus torres hacia la bóveda celeste entre Broadway y Nassau, se detuvo y miró alrededor. Luego abrió la puerta y entró en el templo. Allí era donde buscaba refugio cada vez que necesitaba encontrar el amparo de su Señor.
Griswold se apresuró entre las columnas. En el rincón más apartado y pegado a la pared, como con miedo de que alguien lo descubriese en la nave vacía, se sentó durante un rato en el banco y miró alrededor. Comenzó de nuevo a hablar consigo mismo, calmándose: «No tienes nada que temer, el Señor te protege», pero ahí se detuvo.
En el suelo, frente a él, yacía una figura. Agazapado, con la cabeza pequeña y taimada apretada bajo el asiento del banco, el viejo lo miraba ceñudo. Griswold retrocedió como si buscara protección y comenzó a llorar.
—¿Qué haces aquí? —preguntó con dificultad.
Debajo del banco, el viejo lo saludó con una sonrisa que parecía expresar a la vez preocupación y desilusión. Toda su figura transmitía la más extrema pobreza y degradación; llevaba unos pantalones agujereados de lana basta y un abrigo sucio abrochado hasta el cuello, que parecía sostener la cabeza cadavérica. A pesar de que sonreía, su cara era triste y sus ojos brillaban con expresión torturada. Alargó la mano y Griswold se acurrucó aún más en el rincón, la mirada fija en la figura. El hombre llevaba en el meñique derecho un anillo con una piedra roja, parecía fuera de lugar en la mano temblorosa.
—Dime lo que quieres que haga.
Pero el viejo parecía no poder contestar la pregunta, no podía o no quería. Sacudió la cabeza con el gesto insistente de una criatura, y eso hizo que Griswold se agitase más aún. Se puso de pie y empezó a correr entre los bancos hacia el pasillo central. El otro se apresuró detrás de él a cuatro patas. A mitad del camino, Griswold tropezó con la capa y cayó de rodillas. Enseguida el hombrecillo estaba sobre él.
—¡Déjame! —gritó Griswold intentando soltarse.
Sin embargo, el viejo lo aprisionaba, se agarraba de la capa con una fuerza tan irresistible como la de un terremoto o una inundación que con potencia gradualmente creciente pueden modificar un paisaje hasta volverlo irreconocible. Pronto Griswold depuso su resistencia y cayó al suelo.
—La intención no era lastimarlo.
Pero ahora el viejo estaba encima de él. Acercó su cara y silbó.
—Querías destruir al maestro.
Entonces se agachó y murmuró algo al oído de Rufus Griswold. Éste trató durante unos segundos de entender lo que el viejo susurraba y, poco a poco, una idea perversa tomó forma en su conciencia. Su cabeza cayó hacia atrás y sintió una bofetada en la cara; la nave de la iglesia desapareció y le pareció que le arrastraban hacia la oscuridad entre las filas de los bancos.
Una hora más tarde subió arrastrándose las escaleras de su apartamento en la Cuarta Avenida. Boqueaba buscando aliento. Al llegar a la puerta abrió la boca para gritar, pero su voz ya no tenía fuerza. Se arrastró a través del umbral hasta el dormitorio. Una vez que estuvo en la cama se obligó a abrir los ojos y los fijó sobre un cuadro que colgaba en medio de la pared.
Más tarde, en la noche del 27 de agosto de 1857, en su miserable apartamento del 239, Cuarta Avenida, encontraron muerto al una vez tan distinguido pastor bautista y editor. Una capa enrollada le cubría los pies. Tendido allí, bajo la luz de la lámpara de la mesita de noche, parecía un perro que se hubiera arrebujado hasta quedar como un ovillo, los hombros apoyados con tanta fuerza contra el empapelado como si hubiese creído que la pared se derrumbaría en una nube de polvo y yeso.
Su hija mayor estaba quieta en medio del cuarto oscuro. Emily se había despertado ante los ruidos provenientes del dormitorio y se levantó porque creyó oír los pasos de su padre en la entrada. Cuando lo llamó, nadie le respondió.
Empujó la puerta del dormitorio con la punta de los dedos.
—¿Papá?
Él no se movió. Ella le acarició la mano y el frío de su piel se hizo evidente. Se agachó sobre el cuerpo. Cuando sus dedos tocaron el mentón de su padre, pensó que el tiempo había martilleado la cara con un instrumento muy tosco. La piel estaba arrugada y manchada, y la frente le hizo pensar en el nido de víboras del que escribe Pablo. Los ojos estaban muy abiertos; la mirada, fija en un punto sobre la pared. Emily la siguió a la luz de la lámpara de noche. Lo que Rufus Griswold vio en su último instante fue el retrato que colgaba en medio de la pared.
El cuadro mostraba el rostro orgulloso y condenado a la derrota del autor y crítico Edgar Allan Poe. Las imágenes de Poe y de su padre colgaban una al lado de la otra, como si hubieran querido recordarle al mundo la amistad que los unía.
Emily miró los retratos y pensó: «¿Por qué olvidó mi nombre?». Deslizó su dedo sobre la oreja y el lóbulo de su padre. Bajo la piel fría reconoció el borde de la mandíbula, que se metía en el cuello. Una semana antes se había acercado al escritorio de su padre; él se había vuelto hacia ella con la boca abierta, pero se había quedado sentado sin decir palabra. Mientras revolvía en sus papeles y tomaba la taza de té oscuro que ella le alcanzaba hizo como que nada sucedía, pero ella los vio. Vio los labios que buscaban su nombre en el aire. El nombre que se le había perdido entre todas las palabras sobre el escritorio.
Su padre trabajó durante veinte años con textos y cartas de Edgar Allan Poe, el genio infame, y a lo largo de todo ese tiempo hizo lo posible por destruir la reputación del hombre a quien ahora miraba, yacente, desde abajo. Aunque ya nadie quería imprimir lo que él escribía acerca de Poe, continuó escribiendo, leyendo a Poe, persiguiendo a Poe como si el escritor continuase aún con su reprochable vida en la ciudad, cuatro pisos más abajo. Emily había escuchado a gente que decía que Rufus destruía su propia reputación para destruir la de Poe. Cuando el escritor murió, su padre escribió una necrología. En ella describía con detalle la imagen mísera de Poe, sus zapatos y su abrigo, gastados por el uso, y la forma en que deambulaba por las calles como un loco mientras «movía los labios con imprecaciones confusas o súplicas apasionadas». Entonces había escrito: «Pero nunca se agradó a sí mismo…». Emily se sintió inmensamente triste, pues eso no era un obituario, era otra cosa.
Trepó llorosamente a la cama y, por unos segundos, fue como si viese la habitación a través de los ojos de su padre y sintiese su desesperación. Quizá, pensó, justo al final imaginó que Edgar Allan Poe lo miraba con expresión amistosa. Cuando apoyó el rostro contra su chaqueta y sintió en la mejilla la seda gastada, recordó cuando pocos días atrás él eligió uno de los libros de Poe y empezó a leerlo para ella.
Se habían sentado frente a la ventana abierta. Debajo se oían ruidos provenientes de la plaza, la suma de las voces de la gente y un coche que traqueteaba sobre los adoquines. Al comienzo él susurró, irónico, pero cuando siguió leyendo los versos, uno por uno, elevó el tono, y Emily comprendió que ya no se reía de lo que leía, sino que algo que estaba listo para explotar se había filtrado en su voz y que no podría terminar de leer el conocido poema. Pero cuando se agachó a mirar sus ojos bajo el mechón blanco, entendió que la mirada ya no estaba fija en las líneas del libro, sino que la había dejado salir a través de la ventana, hasta la plaza. Su padre había recitado los versos de memoria, como si fuese el único poema en el mundo:
Aunque mi alma ardía por dentro, regresé a mis aposentos,
pero pronto aquel rasguño se oyó más pertinaz.
«Esta vez quien sea que llama ha llamado a mi ventana;
veré pues de qué se trata, qué misterio habrá detrás.
Si mi corazón se aplaca lo podré desentrañar.
¡Es el viento y nada más!»
Entonces se volvió hacia ella y dijo:
—Hay alguien.
Emily lo miró interrogante.
—Un hombre…, que nos sigue, a todos los que tenemos algo que ver con Poe.
Emily no entendió.