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Authors: Nikolaj Frobenius

Tags: #Intriga

La cara del miedo (4 page)

BOOK: La cara del miedo
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George Foster le escribió y le rogó que retomara contacto, pero él no quería saber nada de George Foster ni el su detestable «amor».

Más bien quería ser el instrumento de Dios, pero nunca logró detener su pensamiento.

Recogió el portafolios del suelo y lo puso sobre sus rodillas. Cuando tocó el cierre con el pulgar, se abrió con un breve «clic». Miró dentro.

Últimamente había recibido varias recomendaciones sobre los poemas de Edgar Allan Poe. Cuando lo leyó por primera vez, en una novela en
Burton’s Magazine
, le gustó. La novela se llamaba
William Wilson
y terminaba con las palabras: «… de qué modo tan cruel te has suicidado». Trataba sobre la conciencia, pensó entonces Rufus; un hombre perseguido por una sombra que es mucho mejor que él. A Rufus le pareció que el autor describía muy bien la angustia que puede perseguir a un alma desmoralizada. Poe sabía algo acerca de esto, sobre las consecuencias de traicionarse a sí mismo y a Dios. Poe escribía acerca de algo de lo que Rufus también sabía un poco; así pues, decidió que leería más cosas del escritor. Pero cuando leyó la novela que se titula
Berenice
, se enfureció. ¡Qué trabajo más deplorable! Tan sin sentido y tan sangrienta, tan artera era esta novela que le costaba creer que una persona civilizada pudiese escribir algo así. Un charco de bajeza. ¿Por qué tenía el autor que arrancar los dientes de la boca de la pobre mujer y arrojarlos despreocupadamente al suelo? ¿Cuál era la gracia de regodearse en la maldad y en la angustia? ¿No era el deber del escritor escribir sobre algo que pudiese educar al lector y fortalecer la moral de las personas frente a las tentaciones del mundo? ¡Ah! Arrojó la novela al suelo y la pisoteó. La recogió nuevamente, arrancó las hojas y las tiró a una papelera. Durante varios días su interior se desgarró, sentía que el escritor le había fallado. Por sí solo, el nombre
Berenice
le provocaba malestar. De rodillas, pidió al Señor que lo protegiese de la sinrazón, el pecado y la barbarie. «Solamente a través de la devoción al Señor podemos ahuyentar el caos», le susurró, bastante alterado, a su mujer.

Muchos años después, mientras trabajaba en su antología y hubo de ocuparse de los poemas de Edgar Allan Poe, su atención volvió a esa novela retorcida. Lo sorprendió, porque la recordaba como si la hubiese leído sólo unos días atrás. Cuando leyó un reportaje en un periódico acerca de algo macabro que sucedió en un cementerio en Nueva York, pensó de inmediato en la novela de Poe, y la misma furia desesperada volvió a hervir en él. ¡No podía creer que fuera cierto! Alejó la crónica de sí. «No voy a pensar más en ello», se dice. Rufus deja el periódico a un lado y regresa a los poemas.

Naturalmente, se ha dado cuenta de que eso forma parte de la labor de editar una antología significativa; es obligado leer poemas que lo tornan «desvergonzado en el alma»; no obstante, le desagrada, y mucho más ahora, después de recordar esa detestable novela. Aún permanece en él la sensación de que Poe lo ha tratado… «injustamente».

Saca del portafolios el último poema que leyó la noche anterior:
La ciudad en el mar
.

¡Mira! La muerte se ha izado un trono…

—El trono de la muerte, sí —murmura devolviendo el poema a su lugar y cerrando el portafolios.

Por la noche cada poema «sonoro» que leía lo perturbaba más y más, al tiempo que lo confundían su curiosidad y la irritación que sentía ante su propia parálisis para manejar la cuestión.

—¿Qué voy a hacer con este barro embriagador? —murmuraba frente a las hojas—. ¡Este veneno, este brebaje anticristiano!

Lo que escribía Poe no era humanamente respetable. Escribía con placer acerca del miedo, de los círculos del dolor y de la corrupción. Sin Dios, sin moral. Alguien que escribía así no era cristiano, era un devoto de la oscuridad, uno que no tenía otro dios que él mismo y su sombra. Ni por un instante parecía Poe capaz de elevarse moralmente sobre lo que quería describir de forma tan «melódica». ¡No! Ésa era justamente la poesía que Rufus quería combatir y que iba a combatir, la que expulsaría y ridiculizaría. De hecho, ésa era su tarea: ¡Procurar que aquello no se leyera! De todos modos continuó leyendo los poemas, verso por verso. Era como si una voluntad maligna llevase su vista hacia las hojas del libro y no pudiera sustraerla de allí. A medida que leía, se le ocurrió que quizá no era un defecto en la poesía de Poe, sino que simplemente ésta estaba empapada de una amoralidad deliberada, de un «pecado ardiente».

¿Qué haría con aquello?

¡Mira! La muerte se ha izado un trono

en una extraña y solitaria ciudad,

allá lejos, en el sombrío Oeste,

donde el bueno y el malo, y el mejor y el peor,

son huéspedes de la eternidad.

La descripción de la muerte del espíritu era vulgar y salvaje.

El ritmo era demoníaco.

Rufus mira hacia la calle. Acaba de darse cuenta de que el coche está detenido. Han llegado al hotel Jones.

Algo confuso, camina hasta la puerta del hotel.

Una mujer con el rostro cubierto por un velo negro sube las escaleras detrás de él y le murmura algo. Él se aparta hacia un costado y susurra:

—¿Perdón?

La viuda no le presta atención, pero supera la puerta de vidrio manteniendo la mirada baja. Rufus se apresura tras ella en la recepción. Mientras persigue con la vista el velo de la viuda, hace chocar las botas entre sí y el polvo de la calle cae en silencio sobre la alfombra junto con pequeños terrones de arcilla. Cuando levanta la mirada, sus ojos se detienen en la figura de un hombre delgado y vestido de negro. Está de espaldas a él, quieto ante el mostrador de la recepción. Entonces decide volver sobre sus pasos. Los literatos pueden discutir cuanto quieran sobre Poe y acusarlo de haberlo descartado, pero para él ésta es una cuestión de principios. Poe no es un buen cristiano. No es en absoluto un cristiano. El devoto de falsos ídolos terminará en la perdición eterna. La antología no precisa de Edgar Allan Poe.

Rufus camina hacia la puerta con gesto resuelto.

Griswold

El hotel Jones

Filadelfia

-¿P
erdón?

Edgar se apresura detrás del hombre que se dirige hacia la salida.

—¿Señor Griswold, es usted?

El hombre, ya en la puerta, se da la vuelta.

—Señor Poe. Lo lamento. No le había visto —dice.

Entonces Griswold se le acerca cruzando la recepción. Lleva en la mano un delgado portafolios de cuero con un cierre que brilla. Va bien vestido y lleva el cabello oscuro peinado hacia atrás desde la frente. Sus ojos son como se los han descrito, parecen iluminados por una luz dentro de la cabeza.

—Bueno, aquí estoy —susurra Edgar sosteniéndole la mirada.

Griswold estira la mano sin quitarse el guante.

Edgar tiene hambre. Ha desayunado dos de los dátiles dulces que la tía Muddy consiguió en el mercado y todavía puede sentir cómo se le han disuelto en la boca. Ahora son las doce, y se siente casi mareado por el hambre. Las molestias jamás se toman licencia de la Gran Tarea; nunca es tan tarde ni tan temprano para sacarlo de quicio. ¿Qué otra cosa puede hacer sino tratar de soportar este viaje largo y miserable bajo un velo de educación y dignidad? Está visto que éste es el destino de los autores en Estados Unidos: transitar con estoica calma a través de la tormenta de casualidades sin objeto que junto al vulgar cinismo conforman la llamada «literatura norteamericana». Tiene que participar en el juego, pero no puede imaginar que sea sólo eso, un juego bastante cómico para hombres y mujeres cándidos. Durante meses ha querido encontrarse con el hombre que tiene ahora delante. ¿Es Griswold una llave para la fama? ¿Puede serlo?

—¿Por qué no entramos al bar? —dice, antes de darse la vuelta y comenzar a caminar.

Edgar oye tras de sí las pisadas del editor.

En un instante está ante el mostrador y observa la hilera de botellas de vino y whisky primorosamente expuestas en el anaquel.

—¿Podría traernos una tetera a la mesa que está al lado de la ventana? —le pregunta al mozo.

—Naturalmente, sir —responde el otro con voz lastimosa.

Edgar lo observa: en los ojos del hombre hay un manto amarillo y pálido de infección que lo hace mirar de forma extraña y levemente cómica.

Edgar se vuelve hacia Rufus Griswold.

—¿Usted toma té, verdad, señor Griswold?

Griswold asiente con la cabeza. Un mechón le cae sobre la frente y lo aparta de los ojos con la mano enguantada.

Caminan juntos hasta la mesa situada bajo la ventana.

—Me gusta sentarme aquí y observar los rostros que pasan por la calle —dice Edgar sentándose—. ¿Le gusta a usted mirar?

El otro lo escruta con sospecha. ¿Qué piensa ahora el buen editor? ¿Qué ha oído de él? ¿Qué pasa por esa mirada atenta?

—¿Mirar?

—Discúlpeme. Mi torpeza es imperdonable. Sabe usted, mi cabeza está en otro lado. Mi querida y dulce esposa, Sissy, está enferma, por lo que no logro concentrarme debidamente en otra cosa que su salud. Se le rompió una vena mientras cantaba. Desde entonces la pobre no es la misma. Es como si algo la consumiese; ya casi no la reconozco. Lo que quise preguntar, Griswold, es si también a usted le gusta mirar a las multitudes y las caras.

Griswold sonríe sin sonreír de veras. Edgar sabe que es un pastor, y aunque evidentemente nunca ha ejercido como tal, su semblante tiene una expresión amable y pastoral.

—¿Trabaja usted todavía con el
Daily Standard
?

Griswold asiente, no dice nada más. Edgar se acerca un poco.

—Entiendo que usted trabaja en una antología de poesía norteamericana. He pensado a menudo en la importancia de reunir las mejores voces del país, precisamente para dar muestra de que no somos peores que los escritores europeos.

—Comprendo.

—Por eso su tarea es enormemente importante, sir. Creo que no se la puede considerar de manera más elevada.

El editor parece estar incómodo. ¿Quizá sus elogios son algo exagerados? ¿Ha sido tal vez demasiado dadivoso, es su agenda tan obvia? Edgar se calla por un instante.

—Seamos menos formales, Poe.

Edgar asiente.

—Leo —dice entonces Griswold, pero no dice más que eso.

Edgar se vuelca un poquito más sobre la mesa y deja que su mirada distraída y abarcadora descanse sobre la cara del redactor.

—¿Qué lee?

—James Russell Lowell —le responde con tranquilidad—. Longfellow. Whittier. Charles Fenno Hoffman.

—Dios mío —se le escapa a Edgar, y se hunde hacia atrás en la silla. Debía de haberlo sabido: Griswold no es más que un tejón con ambiciones literarias.

En ese momento, por suerte, aparece el mozo y apoya la bandeja con el té y las tazas en la mesa, frente a ellos.

—Aquí tiene, sir. Darjeeling, espero que le agrade.

—Gracias, muchas gracias.

—¿Sucede algo? —pregunta Griswold mientras el camarero miope sirve el té.

—No, no —dice él—. Lowell ha escrito algunas líneas buenas.

—¿Algunas líneas buenas?

Edgar no se inmuta y no hace nada por excusarse. De hecho hay un rumor en Filadelfia acerca de que nunca sonríe. No es cierto. Sonríe a menudo. Pero no a un pastor como Rufus Griswold.

—Querido Poe —dice Griswold en su tono compuesto—, usted escribió con anterioridad, en
Burton’s
, que la poesía de Lowell y de Longfellow está entre las mejores de Norteamérica.

—Sí, sí, sí. No discutamos —dice Edgar de la forma más amistosa posible—. Naturalmente, no quiero ser irrespetuoso. Pero si hubiese comprendido lo que escribí en
Burton’s
, hubiese descubierto la falta de originalidad del profesor Longfellow.
Misa del Gallo para el año que muere
está claramente robada de Tennyson, que era, verdaderamente, un buen poeta. Y su
Ciudad sitiada
es de hecho, si uno mira bien, asombrosamente similar a mi propia
Ciudad en el mar
. Ese hombre plagia.

—Majaderías. Sólo hay similitudes casuales entre el poema de Longfellow y
La muerte del año viejo
de Tennyson —protesta Griswold—. Yo mismo he escuchado al profesor Longfellow leer el poema con su famosa calma y placidez. No puedo creer que plagiara el poema de Tennyson.

—Las apariencias engañan —dice Edgar, que tiene ganas de sonreír, pero no lo hace.

—¿Qué?

—Hay una parte del poema de Longfellow que es casi verdadera.

—¿Casi verdadera?

—La poesía auténtica es real de otra manera.

—¿Qué diantres quiere decir eso?

—Sólo escúcheme por un momento —dice Edgar, que sirve más té en las tazas. Tiene que calmarse y evitar que esto termine en una discusión—. El sentido de la belleza es una parte importante de la conciencia de las personas, ¿no cree? Vivimos en medio de una abundancia de belleza. Pero el registro de la belleza no es de por sí poesía. Lo que aspira sólo a reproducir las formas que rodean a las personas no hace honor a los criterios de la verdadera poesía.

Griswold mira su taza de té.

—Habla como un libro.

—Quizá —dice Edgar—. Permítame explicar. La sed de belleza está en la naturaleza de cada persona…, y esa sed es una señal de que vivimos. La luz atrae a los insectos: te acercas mucho al sol y te enciendes, y caes, ¿no es así? La verdadera poesía abarca no sólo la belleza que tenemos frente a nosotros, intenta atrapar la belleza que está más allá —dice.

—¿Más allá de qué?

—¿Qué hay del otro lado de la tumba?

—Sinceramente, Poe…

—¡El verdadero poeta busca lo que no sabemos!

Griswold se pasa la mano por la cara.

—En un poema usted escribe sobre «el pecado ardiente». En otro, acerca de «el trono de la muerte». El Infierno que nos da la bienvenida. Como si el Infierno…, sí…, como si fuera…

Griswold recita sin levantar la vista de la taza:

… baja, baja esta ciudad hasta donde quedará desde ahora.

El Infierno, elevándose desde mil tronos,

le hará reverencias.

Y prosigue:

—¿No es la tarea del poeta, Poe, mostrarnos lo bueno?

—No, no. No lo entiende —dice Edgar sin apartar la mirada del rostro de Griswold.

—¿Qué es lo que no entiendo?

—La poesía es la invención rítmica de la belleza. La belleza es la única meta de la poesía. La verdadera poesía no se ocupa en principio de nada de lo que usted dice. El único juez de la poesía es el gusto. Ni el intelecto ni la moral son importantes para ella. Su único interés es la belleza.

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