La cara del miedo (3 page)

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Authors: Nikolaj Frobenius

Tags: #Intriga

BOOK: La cara del miedo
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Cuando regresó en 1810 al Richmond Theatre, la recibieron como a una estrella que baja hasta el público desde las alturas de su encanto. El crítico del
Richmond Enquirer
escribió: «Desde la primera vez que se mostró ante el público en Richmond se la recibió con ovaciones de pie, y esa impresión no se redujo ni por un instante». Gritos entusiasmados brotaban desde la sala: «¡Qué criatura tan fascinante!»; «¡Alabado sea el Señor, qué figura!»; «¡Tan dulce!»; «¡Tan encantadora!»; «¡Tan llena de expresión!».

Estaba sentada en la cama, apoyada en cuatro almohadas. Le iluminaba el rostro la luz turbia de una lámpara que colgaba de un cordón del techo. Los brazos de Eliza se abrazaban a su cuello como si quisiera atrapar la sombra de la tos para aplacarla. El cabello le caía sobre el rostro húmedo de sudor, se mecía constantemente hacia atrás y hacia delante, y trataba de calmar la rebelión en sus pulmones.

Esa noche atrapó el cuello del abrigo del doctor y lo atrajo hacia sí en la cama con sus últimas fuerzas. Sus ojos, tal como los describiese un crítico teatral: «los más dulces y más expresivos de América», brillaron sobre la cara del médico y susurró:

—¿Viviré hasta mañana?

El médico pensó durante unos minutos antes de asentir con la cabeza, luego se dio la vuelta y se apresuró fuera de la habitación.

El
mycobacterium tuberculosis
, el capitán de la muerte, había lacerado sus pulmones durante años con sus pequeños cuchillos. Ahora tosía de forma tal que la sangre fluía imparable de su nariz y su boca. El día anterior había aparecido una noticia en el
Richmond Enquirer
:

AL CORAZÓN HUMANITARIO

Esta noche, la señora Poe yace en su lecho de enferma, rodeada por sus tres hijos pequeños. Quizá por última vez, ella ruega esta noche por su ayuda. El generoso público de Richmond no precisa otra llamada. Para más información, ver los anuncios del día.

Algunas buenas personas de Richmond la ayudaron, la familia recibió comida, dinero y medicinas. Ahora, de lo único que Eliza quería asegurarse era de que sus hijos no terminaran en un asilo para pobres. En su delirio, toda la noche habló de los padres adoptivos que vendrían a recogerlos.

—¿Adónde fueron? —murmuró.

¿Eran sus pasos en la escalera? ¿Era todavía noche?

—¿Ha comenzado ya el quinto acto?

Se adormeció. Se despertó justo para recobrar la conciencia por un momento, luego se durmió de nuevo.

¿Dónde estaban los padres adoptivos?

—¿Qué hace que se demoren?

Ya era por la mañana cuando Eliza abrió los ojos nuevamente.

El doctor se inclinó sobre ella y dijo —en irritante voz alta, pensó ella— que «unas personas de buen corazón» se harían cargo de sus hijos, que si bien no iban a vivir juntos, le aseguraba que estarían bien cuidados.

—¿Dónde? —preguntó ella mirándolo con amargura.

Henry viviría con la familia Poe en Baltimore, mientras que Rosalie lo haría con la familia Mackenzie en Richmond. El empresario John Allan y su esposa Fanny habían confirmado, finalmente, que se harían cargo del pequeño Edgar.

El pequeño estaba quieto al lado de la puerta escuchando. La observaba con la mirada melancólica y asombrada que había tenido desde que naciera.

—Edgar —gritó ella llevándose la mano a la boca. Cuando separó los dedos del rostro, estaban pegajosos de sangre. Aun así, el niño continuó quieto allí y ahora estiró la mano. Ella la tomó.

—¿Duele? —le preguntó.

Eliza no pudo evitar reír, de manera entrecortada y no muy convincente.

—No, niño mío —le aseguró.

—¿Qué es ese ruido en tu pecho?

Ella le apretó la mano con más fuerza.

—Es el viento rojo —dijo—. Es un viento que sopla a través de las personas.

—¿Es peligroso?

—Es el que sopla la vida hacia dentro de tu pecho, y también es el que la sopla afuera de él. No somos jefes en nuestra propia casa —murmuró ella, que parpadeó—. Este desgraciado… viento… es el jefe.

El niño la miró confundido.

—¿Está también dentro de mí?

—Sí, está en todos.

—¿Y sopla la vida afuera de todos?

—Sí.

Eliza hubiera dicho algo más para consolarlo, pero tuvo que inclinarse hacia delante y toser. Cuando se reincorporó, él escondió el rostro entre las manos.

—¿Edgar?

—¿Si?

—¿Puedes ir hasta la cómoda y buscarme las tijeras?

El crío se dirigió hacia la cómoda, con las manos cubriéndole la cara.

Eliza separó un mechón de su trenza, lo cortó y se lo alcanzó.

—Cuando yo me haya ido, siempre llevarás ese mechón contigo, ¿me entiendes?

—Si, mamá.

—Dentro de unas horas vendrán a buscarte tus nuevos padres. Vivirás en su casa, Edgar. Se llaman Fanny y John Allan.

Edgar asintió despacio.

—¿Y, Edgar?

—¿Sí?

—Déjalos pasmados.

De nuevo asintió con la cabeza.

—Ahora, ¿puedes llamar a Henry, por favor?

Fuera del cuarto, Rosie y Henry estaban sentados esperando, hombro contra hombro. Edgar se acercó y apoyó su mano en la cabeza de su hermano mayor. Henry levantó la vista, su mirada era furiosa. Edgar indicó con la cabeza el lecho de su madre.

—Debes entrar ahora.

Henry se puso de pie. Tieso como un viejo entró en la habitación de su madre.

Edgar y Rosie se sentaron juntos en el suelo. Oían la tos de Eliza desde el dormitorio. El sonido de las toses recorría la casa como un potro. Edgar se tapó los oídos con las manos.

—Ahora llega el viento —susurró.

Rosie no lo oyó, ella también se tapaba los oídos con fuerza.

Aparte de las toses maternas, la casa estaba en silencio. Al otro lado de las ventanas había dejado de soplar. No había viento en los árboles ni ruido en la calle. No se oía una sola voz. Lo único que percibían era el desagradable viento de sus pulmones.

Al final Edgar y Rosie se durmieron bajo una alfombra en el pasillo.

El chico soñó con una casita oscura en los pulmones de su madre.

Sus padres adoptivos le dieron otra vida: riqueza, orden y desamor. En las noches se despertaba para acostarse en el féretro de su madre, junto a sus restos, huesos y polvo. ¿Por qué estaba aquí? Olía su pelo. Le susurraba, pero ella no le respondía. Los huesos estaban mudos. Edgar quería golpear la tapa del féretro, patearla, pero no podía mover las piernas, había perdido la sensibilidad del cuello hacia abajo. La oscuridad lo envolvía como un cobertor enorme, quería salir, pero no podía moverse. Lo único que podía hacer era gritar tan alto como podía.

—¡Ayúdenme a salir!

Cuando se despertó, su madre adoptiva estaba sentada al borde de la cama. Fanny Allan enroscaba sus dedos en su cabeza.

—Debes guardar silencio durante la noche, Ned —dijo, íntima.

Lo llamaba Ned.

—¿Crees que podrás? El señor Allan necesita dormir.

Él asintió a su nueva madre.

—Sí, mamá.

«El miedo está en nosotros, todo el tiempo —pensó muchos años después—. Durante el día intentamos ocultarlo, pero por la noche domina nuestros pensamientos. Todo lo que hacemos está determinado por el miedo o por el deseo de liberarnos de él».

I

Filadelfia-Nueva York, 1841-1843

Poe

Una carta

Filadelfia

T
iene treinta y dos años, pero todavía no es un autor famoso. Cada día que transcurre, siente que la catástrofe se acerca, que dentro de poco será muy tarde y él será descartado para siempre, será ridiculizado y olvidado; abandonado en un anonimato abismal en donde quedará, medio vivo, medio muerto, y aguardando lo que sea, sin esperanza.

La llamada «vida de escritor» es solamente un párrafo más en el extenso y extraño catálogo sobre la miseria de la vida humana.

Debe ser entonces y por piedad divina una cuestión de tiempo: antes o después asombrará a todos. Ha escrito poemas y novelas excepcionales, lo sabe; son textos que superan lo que cualquier otro autor de su generación pueda escribir. Aun así la fama se hace esperar y él continúa escribiendo bajo el látigo de la pobreza.

Ya con dieciséis años, decidió que sería un autor famoso. Nada lo detendría. Ni su padre adoptivo, ni sus maestros ni la envidia, el odio o la arrogancia.

—No me ven —susurraba contrito a su amor de juventud, una muchacha melancólica de cabellos negros que se llamaba Elmira—. No ven mi talento.

—No —dijo ella, y lo besó bajo los árboles en Ellis Garden.

—¿Cómo pueden estar tan ciegos?

Dieciséis años después no ha logrado todavía nada de lo que estaba seguro de que podría alcanzar. No está cerca de ser famoso. No está en ningún lugar, y todo a su alrededor parece más y más anónimo.

—Por Dios, que empiece de una vez —murmura para sí cada mañana al levantarse—. No tengo tiempo para esperar.

¿Qué es preciso para que comiencen a notarlo? No lo sabe. Algunos dicen que lo que escribe es demasiado terrible, demasiado inarmónico. Pero él solamente describe el mundo tal como lo percibe. Estamos todos amarrados al mástil de una nave. Mientras las gaviotas nos picotean sin control, tratamos de conducirnos con buenas maneras y de forma civilizada. Primero perdemos la nariz y los ojos, y entonces el disco solar se hunde en el mar. Mientras las olas rompen sobre la cubierta, anhelamos el final.

La humanidad es temerosa, autodestructiva: las personas no pueden actuar de forma distinta a lo que lo hacen en sus textos.

Él no es una máquina de reír, no es un molino de viento.

Es un féretro indignado que se hunde en el mar.

Ahora están en Filadelfia, Edgar y su joven esposa, Virginia.

Es justo antes de su éxito como autor, le dice. Pronto Estados Unidos descubrirá lo que él escribe.

Cuando oye que el importante editor y crítico Rufus Griswold está en la ciudad, le escribe de inmediato una carta en la que le solicita un encuentro.

Filadelfia, 2 de mayo de 1841

Estimado señor Rufus Griswold:

El señor Geo. R. Graham, propietario de
Graham’s Gentlemen’s Magazine
, del que yo mismo soy redactor, se ha expresado con mucho entusiasmo y en varias oportunidades sobre usted y sobre el trabajo que ha realizado para él. Esto despertó de manera creciente mi curiosidad, que, debo admitir, tiende con frecuencia a investigar con la mayor desconfianza cada «evento» literario que ocurre en este país. Por el momento me es difícil sentir otra cosa que simpatía por su trabajo sobre una antología de la poesía norteamericana. Como creo que tenemos intereses coincidentes en varias áreas, le propongo un encuentro. ¿Podría usted tener a bien verse conmigo en el hotel Jones, el miércoles a eso de las doce?

Atentamente,

Edgar Allan Poe

Griswold

En el coche

Filadelfia

E
n el coche, camino del hotel, su mirada se pierde nuevamente; de pronto, siente que gira, atrapado en un torbellino de luz y penumbra. A pesar de que sufre un casi permanente cansancio y nunca duerme lo suficiente, sólo un par de horas cada noche, su conciencia se resiste a adormecerse. Aunque siempre apreció la zona entre la vigilia y el sueño como una advertencia para evitar rendirse a pensamientos desapacibles, pronto cede, con el ritmo del asiento del coche, a la tentación de dormir.

Rufus Griswold ha pasado toda la noche leyendo los poemas de este Poe con el que pronto se encontrará. «Terrible, terrible», murmuraba mientras leía y leía sin poder apartarlos de sí. Había un tono en los poemas que lo escandalizaba. Los poemas no eran solamente amorales, eran paganos, pensaba, y de todas maneras no lograba tomar distancia de las páginas. Cuanto más lo alteraban, más despertaban su curiosidad. No hay Dios en el mundo de Poe, pensaba. ¿Por qué leería él poemas sobre la muerte y la maldad, y sobre sueños e instintos sensuales…? ¿Por qué no pudo alejarse de los poemas antes de que se hicieran las cinco de la mañana?

Cerró los ojos y dejó caer las manos sobre el regazo. A través de la ventana del coche sintió el aire de la calle contra el rostro; un olor dulce y descompuesto de manzanas (¿o ciruelas?) hizo que se imaginara el jardín de la casa familiar en Hubbardton, Vermont, y a su madre, Deborah, enterrando la basura en un agujero en la tierra que hay al lado del roble grande. Sentado ahí en el coche, ve el paisaje desde la ventana del dormitorio del segundo piso, y siente como si estuviera de vuelta en la casa donde creció.

Se levantó de la cama en la oscuridad y fue hacia la ventana, la abrió y miró hacia Gregory’s Pond. Siguió con la mirada las nubes que formaban figuras sobre las copas de los árboles. Ahogan a un niño en una cuna. Manos y pies, miembros sueltos desparramados por todo el cielo. Rufus vio frente a sí el ojo de Dios. La madre había levantado la Biblia frente a su cara. Él se inclinó hacia delante y la miró por debajo del libro. Ella leía de la Biblia. Rufus pronunció las palabras junto con ella: «Porque su ojo llega hasta el fin del mundo; él ve todas las cosas bajo el cielo». Cerró los ojos y se quedó como ciego. Cerró la ventana y se tambaleó hacia dentro de la habitación, se arrastró bajo la alfombra y se acurrucó. ¿Cuándo lo destruiría Dios?

Había decidido ser obediente y seguir los consejos estrictos de su madre. Pero cuanto más pensaba en las reglas y órdenes maternas, más seguro estaba de que algo le haría transgredirlas. No había nadie que estimulara la preocupación de su madre tanto como él. Transgredía las reglas sin saber por qué ni cuál era su propósito. Todos los demás en la casa eran obedientes, salvo él. «Seré un buen cristiano —murmuraba acariciando a su gato blanco de tres patas—. A partir de mañana dejaré de mentir. No pensaré en la presencia de Dios, y para nada en el Cielo. No seré más una molestia para mi madre. A partir de mañana seré un niño obediente y cumpliré mis promesas. Mañana temprano cuando me despierte, voy a ser otro». Pero entonces pensaba: «Mañana me acuesto aquí y digo exactamente las mismas palabras». Desde pequeño, Rufus supo que haría algo espantoso, pero no sabía qué era lo que haría y tampoco que sería tan terrible.

Un socavón en la calzada hace que el coche se sacuda. Rufus se aferra al asiento y se encoge de hombros: sabe que es un «soñador incorregible». Siempre está pensando en sucesos que debiera haber dejado atrás hace tiempo pero ¿qué puede hacer uno con ello? ¿Debe dejar de pensar? Una vez que decidió hacer eso, quería detener su cerebro. Fue cuando tuvo que separarse de su amigo de juventud George Foster, en Troy. Se había despertado en el lecho con el brazo desnudo de George Foster sobre el pecho y con su cuerpo pegado al de él y salió de la cama. Juntó sus cosas y corrió a través de la ciudad por mucho tiempo antes de que se hiciera de día. Durante muchas jornadas deambuló sin saber bien adónde iba. Una noche oyó a Dios a través de las copas de los árboles: «Serás mi instrumento. Separarás el bien del mal». Con lágrimas en los ojos, cayó de rodillas y le dio las gracias al Señor.

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