—¿Su definición de belleza se relaciona, espero, con lo bueno y lo justo?
La voz de Griswold tiembla.
Edgar bebe su té, sin contestar. Tendría que haberlo sabido, intentar razonar con un pastor es un ejercicio absurdo.
—Porque, sin el bien, no le veo el sentido a la poesía.
—La belleza —dice Edgar, y golpea la taza contra el plato, que se rompe en pedazos.
«¿Qué tipo de lugar es éste?», piensa con irritación, y aparta los trozos de porcelana hacia un costado. «¿Cuán frágil puede ser un plato?»
—¿Qué?
—La belleza es oscura y desagradable —afirma con determinación—. Sólo cuando entiendes eso puedes escribir un poema realmente bueno.
Griswold mira el plato destrozado sobre la mesa.
—Esta fascinación con la belleza y el riesgo, ¿no es una poesía de la catástrofe… o de…? ¿Por qué este furor, Poe?
—No lo sé —contesta él con resignación—. Sinceramente, no sé por qué es así. Mi temperamento, comprenda, no es fácil de manejar.
Ahora Griswold se inclina sobre la mesa. Hay algo en su mirada que ha cambiado, algo calculador que no había estado durante la conversación.
—A mí me sucede lo mismo —dice Griswold, despacio—. Es como si me golpease un rayo…, y pierdo la cabeza, entiende, la cólera me deslumbra de manera formidable. Y entonces, mientras estoy en medio de esa… luz… arrebatada, entiendo que Dios está en mí, que respira dentro de mí y me sumerjo en un torbellino de luz colérica, en un vendaval que puede destruir todo a su alrededor. Puede volver sobre sí mismo todo el engreído mundo humano, y es como si Él quisiera mostrarme, decirme que… todo esto… no es más que una ilusión que él puede dispersar con el menor esfuerzo. ¿Me entiende?
Edgar observa con desconcierto al editor. Pero sólo asiente, despacio; parece meditar seriamente sobre lo que Griswold ha dicho.
—Le deseo suerte con su importante trabajo, Griswold. Ahora escúcheme. De entre mis poemas hay tres que quiero mencionarle especialmente. Considero que debe leerlos con más dedicación que la que creo que puso cuando leyó a Charles Fenno Hoffman.
Griswold abre la boca y trata de decir algo, pero Edgar continúa enseguida:
—
La Durmiente
es uno de mis mejores poemas. Tiene un ritmo casi perfecto. ¡Un poema delicioso! Además quiero mencionar
A Helen
. Fue escrito para una dama que una vez me enseñó que puede existir una enorme capacidad de amor en una mujer. Finalmente me gustaría que leyese de nuevo
La ciudad en el mar
. Allí verá que he estudiado a Byron y a Tennyson, pero que intento sobrepasar la descripción que ellos hacen de la belleza de la muerte.
Edgar escancia té en las tazas utilizando ambas manos, en la taza sana de Griswold, con su platillo intacto, y en su propia parodia de taza sin asa y sin platillo. La humedad se adhiere a la ventana.
—Muy buen té —dice.
—¿Qué? Sí. Muy bueno.
Parece que Griswold está a punto de decir algo, pero cambia de idea.
—Voy a leer sus poemas nuevamente —dice Griswold poco después. Luego se inclina y saca un sobre de dentro del cartapacio.
—Señor Poe. Ya tiene varios admiradores.
Griswold coloca el sobre entre los dos, sobre la mesa.
—¿De veras?
—Este artículo, sí, me preocupa desde que lo leí…, y…, sinceramente no sé qué pensar…
Edgar toma el sobre, lo abre y lee el contenido. Es un artículo del
Sun
de Nueva York, fechado el 30 de abril de 1841.
Espantoso hallazgo en el cementerio
Joven enterrada viva
Por Evan Olsen
Periodista y policía testigos de un crimen en el cementerio
¡Lea todo acerca del caso!
Según el artículo, se recibió un aviso acerca de un posible delito cometido en el cementerio. Edgar deja la taza y sostiene la hoja del periódico contra la ventana para leer mejor. Echa una ojeada rápida a Griswold, su expresión no le revela nada. Con las manos estiradas hacia la ventana, comienza a leer el artículo.
En la entrada del cementerio me sorprendió, como siempre, la enorme cantidad de muertos. Es ese número lo que nos hace guardar silencio en los cementerios, pensé. El saber que la muerte está cerca, en cualquier sitio. Y la inmensa cantidad de los que ya no viven. Somos siempre una minoría, querido lector. Los vivos somos solamente un pequeño paréntesis en el fichero de la muerte.
«Deja tus malditos recuerdos y sueños», me dijo mi amigo el policía Joe Sullivan. Un hombre estaba de rodillas al lado de una tumba fresca, enfrente de nosotros.
Era el cuidador del cementerio: un personaje flaco, sucio; pero quiero agregar de inmediato que no tenía nada de cómico, la suya era más bien una impresión de impotencia y completa confusión.
Se acunaba con furia hacia atrás y hacia delante, no de la forma en la que un niño lo haría para calmarse, sino más bien como se mueve una persona fuera de sus cabales para echar de sí un demonio.
Pero no fue sólo el hombre arrodillado lo que hizo que el periodista y el policía se detuviesen. Probablemente fue la persona que estaba al lado del cuidador la que nos causó una impresión mayor. El hombrecillo pálido como un cadáver en pie detrás del cuidador era, de hecho, una visión alarmante; todo el color había desaparecido de su rostro arrugado, tenía la boca cerrada como un trazo y se pasaba la mano repetidamente sobre la frente, como si tratase de ahuyentar un pensamiento. Murmuraba constantemente un nombre de mujer, pero no pude oír bien lo que decía.
Trozo de papel encontrado en el lugar del hecho
El cuidador le dio a Joe Sullivan un trozo de papel.
«Estaba sobre la tumba», murmuró, y fue así como pudimos escuchar su voz. Había una serie de números escritos en el papel, con una caligrafía prolija y pequeña. Joe Sullivan se acercó a la tumba.
Desde debajo de la tierra oíamos un gemido débil, desesperado. De rodillas, nos inclinamos sobre la tumba y pegamos las orejas al suelo. No era posible discernir una sola palabra de los gemidos, pero yo estaba convencido de que procedían de una persona.
«¿Por qué están sentados ahí? —gritó Joe—. ¡Busquen palas!»
Mientras el cuidador y su asistente corrían a buscar palas, escarbamos el suelo con las manos desnudas. Escarbamos hasta sudar, y sentíamos un frío helado. Cuanto más cavábamos, más fuertes eran los ruidos provenientes del féretro.
Cuando las palas chocaron contra la tapa, los gemidos eran insoportables. Entonces, Joe Sullivan abrió la tapa del féretro, y sólo un optimismo excesivo hizo que nos atreviésemos a mirar.
Una joven en el féretro
La joven llevaba un vestido sencillo, oscuro y con remates de encaje blancos. Sus cabellos debían de haber sido de un rubio oscuro, pero ahora estaban teñidos de rojo por la sangre. Los ojos eran grises; seguramente había sido una muchacha bella. Pero era imposible decir quién había sido o si había sido bella alguna vez, pues su boca, toda su mandíbula, estaba tan lacerada que era difícil creer que alguien la hubiese podido reconocer.
¿Qué tipo de instrumento había utilizado el atacante para destruirle la boca de ese modo? Ninguno de nosotros podía adivinar la respuesta, pero no nos cabía ninguna duda de que había sido extremadamente efectivo para arrancarle los dientes y la lengua, además de destruirle toda la mandíbula.
Que fuera yo el primero en empezar a llorar es algo que quizá ninguno creería. De todos modos, no tiene importancia. Frente a la tumba abierta y el féretro todo carecía de significado.
La escena que encontramos —un reportero, un policía, un encargado de cementerio y su humilde asistente— dejó en cada uno de nosotros una impresión que nada podrá borrar jamás. Los aullidos provenientes del féretro hicieron que deseáramos no haber puesto nunca los pies sobre esta tierra.
Unas pocas horas después, la joven falleció a causa de las heridas. La Policía todavía no tiene pistas sobre este caso.
Edgar presiona su entrecejo con el pulgar y el índice como para alejar un dolor de cabeza. La visión de un mundo destruido aparece en su mirada interior: una ciudad submarina donde figuras agachadas caminan por sendas de arena. Vuelve en sí. Dobla con cuidado el artículo y lo mete en el sobre.
—Lo lamento, no sé nada sobre esto —dice.
Griswold le sostiene la mirada.
—Los hechos me recuerdan… una de sus novelas. ¿Cómo se llama?
—No lo sé.
—¡Oh, vamos, Poe!
—
Berenice
.
—Precisamente. A ella también la…
—Entierran viva en el cementerio.
—Sí.
—¿No le parece… raro?
—Raro no es la palabra en que estoy pensando, Griswold.
—¿No?
—Pienso que es odioso.
—¿Sí?
—Es lo más repulsivo que he leído jamás en un periódico. ¿Confío en que sea una especie de broma macabra fallida?
—Lamentablemente, no lo es.
Edgar se pone de pie.
—Me exaspera, Griswold, que crea que sé algo sobre este asunto.
—No era ésa mi intención.
—¿Cuál era entonces su intención?
—Solamente quería mostrárselo.
—Gracias.
Griswold asiente y se pone también de pie.
—Lo lamento. No era mi intención…
—Olvidémoslo.
—Por supuesto. Es sólo una grotesca casualidad.
—Sí.
Griswold deja unas monedas sobre la mesa: paga por el té.
Mientras caminan hacia la recepción, Edgar apoya la mano en el hombro de Griswold, con una pequeña presión.
—Tiene que abrirse a la belleza y la catástrofe del mundo cuando lea poesía, amigo mío —dice—. Lo lleva en sí.
—¿Qué?
—El talento. Para leer poesía. Puedo verlo.
La mirada de Griswold vaga, se fija en el suelo.
—Lo intentaré —murmura sonrojándose, y yergue la cabeza de forma que quedan muy cerca uno del otro, las caras juntas.
Se quedan así durante unos segundos. Edgar siente el calor del rostro del hombre. Ve que Griswold toma aliento, el pecho se mueve como si estuviera a punto de emplear todas sus fuerzas para saltar a un vacío que tuviera enfrente, toma impulso, pero el miedo lo retiene, y no sabe si podrá mover un solo músculo o si se quedará quieto, dudando.
Entonces se mueve. De golpe se inclina hacia Edgar —como tropezando— y parece que quiera apoyar los labios en su mejilla.
Edgar da un paso atrás.
—Perdón, perdón —dice Griswold con una expresión confundida en el rostro.
—No es nada.
Edgar se separa, amable pero con determinación.
—No sé qué…
Edgar lo golpea suavemente con el brazo.
—Gracias por el té —dice.
Griswold asiente con un gesto y se dirige con pasos largos hacia la recepción.
Cuando Edgar sale a la escalera, piensa, inquieto: «¿Realmente ha tropezado?».
Poe
Filadelfia
E
dgar se detiene en la calle frente al hotel y se abrocha el sobretodo hasta la garganta. Le gusta sentir el borde del cuello que le raspa bajo la barbilla, ahí donde la piel es suave y sensible. Observa cómo Griswold sube a un carruaje al otro lado de la calle. El cochero tira de las riendas y los caballos arrancan brincando con una velocidad bastante violenta. Un trueno resuena en el cielo. La lluvia comienza a caer sobre él sin aviso, gotas grandes como guindas le golpean en la frente y en las manos y le enfrían la piel en segundos. Empieza a correr.
«No hay nadie tratando de atraparme. Ni Griswold ni ningún asesino; no existe ningún plan siniestro», piensa mientras corre a través de la lluvia sobre los adoquines resbaladizos como pastillas de jabón. En una plaza, los puestos de los vendedores han sido abandonados a toda prisa, los cajones de verduras tapados con bolsas de arpillera y periódicos viejos. Alza un brazo sobre su cabeza y cruza la plaza como una flecha. «Una broma», murmura, mientras salta esquivando un perro callejero que se pega a la pared de una casa. Detrás de sí oye los ladridos de otros perros.
Con los brazos sobre la cabeza regresa corriendo a la pensión en la que vive junto a su esposa Virginia, o Sissy, como él la llama.
En Mulberry Street se detiene bajo una marquesina y mira hacia la ventana estrecha junto a la que suele sentarse a escribir. Ha empezado una novela acerca de un terrible viaje por mar. También escribe poema y relatos y críticas. Mientras sube corriendo las escaleras de la pensión, decide continuar con el relato del viejo que camina sin descanso por las calles londinenses. Abre la puerta de la habitación y llama a Sissy, pero nadie le responde. El silencio le dice que ella se ha sentido tan bien como para salir —¡eso es bueno!—, pero confía en que haya encontrado un lugar donde guarecerse del chaparrón. Edgar se quita el sobretodo empapado y lo deja sobre una silla. Luego se seca las manos y la cara con una toalla y se sienta al escritorio. En la habitación huele a lluvia y a —¿qué es?— amoniaco. Echa una mirada al rincón donde el abrigo cuelga de la silla, pesado.
Durante varios minutos permanece inmóvil, sentado al escritorio. Entonces suelta la pluma y cierra los ojos.
¿Hay una advertencia en el artículo que le mostró Griswold? «El hombrecillo pálido como un cadáver», decía. De pronto, le parece que la habitación comienza a estrecharse en torno a él; el olor de amoniaco se hace insistente, repugnante.
Ve frente a sí lugares que no ha visitado en años y una persona que decidió no volver a ver jamás. Es el rostro de un muchacho el que se le aparece mientras está ahí sentado frente al escritorio. Los ojos del muchacho, la piel descolorida y las manos. En la imagen que Edgar ve frente a sí, el chico está sentado bajo un árbol y lee trabajosamente en un cuaderno de notas. Lo que lee es la historia de Edgar, y su mirada está llena de devota admiración.
Durante los primeros años que vivió con sus padres adoptivos en Richmond, a menudo se sentaba a la ventana de su habitación y miraba los magnolios que tanto le gustaban a su madre adoptiva. Pensaba: «¿Cuál es la gracia de cultivar tantos árboles iguales?». La casa era muy grande, con muchas, muchas habitaciones; el jardín era un mundo en sí mismo. Tenían sillas doradas y cúpulas brillantes, y en la sala colgaba un retrato de George Washington. En el patio había un coche de caballos y ocho esclavos mayores que cuidaban todos los árboles que ella había plantado en el jardín. Edgar no sabía qué hacer consigo mismo —¿qué podía hacer con todas esas habitaciones vacías?—, y por eso se sentaba a menudo a mirar por la ventana. No se acordaba de qué era lo que esperaba ver, un destello entre las nubes, quizás, o una nube de tormenta sobre el techo.