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Authors: Nikolaj Frobenius

Tags: #Intriga

La cara del miedo (21 page)

BOOK: La cara del miedo
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Griswold se inclina con curiosidad.

—¿Ah, sí?

—Pensaba en eso todo el tiempo. Ninguna otra cosa me tentaba. Pensé en eso cuando gané un concurso de salto de longitud en el colegio. Cuando recibí el primer beso de Elmira Royster en Ellis Garden, pensaba en el día en que estaría frente al público en Nueva York y leería mis poemas y recibiría aplausos. Cuando por fin llegué a Nueva York, el polvo era insoportable. De noche no podía dormir. El ruido de las malditas ruedas de los carros fue lo primero que ahogó mis sueños de escritor. Noche tras noche permanecía despierto en la cama maldiciendo la ciudad sobre la que había soñado cada día durante veinte años. Lo único que pensaba era cómo haría para salir de allí, no lograba pensar ni escribir, mucho menos crear algo que valiese la pena ser leído por el público. Y además, era del todo imposible lograr que uno de esos temerosos editores comprase uno de mis poemas. En lugar de soñar con salones, les arrojaba veneno y bilis.

Ahora se pone de pie y susurra con amargura:

—¡Pandilla de aficionados! ¡Prostíbulo infernal de vírgenes blandengues!

Entonces se sienta otra vez abruptamente y mira al suelo avergonzado.

—Hablaba mal de los salones a todos los que querían escucharme.

Permanece un rato así sentado y deja que su mirada recorra las tablas del suelo en uno y otro sentido, como si de verdad se arrepintiese de esto profunda e íntimamente. Sin embargo, en un momento dado, levanta la cabeza y se recuesta de nuevo con calma en la silla, cruza otra vez las manos sobre el estómago. Una pequeña sonrisa se dibuja en las comisuras de sus labios.

—Entonces un día logré publicar un poema en un periódico, y toda la ciudad quería conocer al autor del poema. Me invitaron a los salones, bebí té con los redactores y comí pastas de té con las escritoras. Y, ¿sabes qué?, adoraba eso más que nada en el mundo, y ni por un instante pensé en la amargura que había arrojado sobre los lugares que frecuentaba ahora con enorme alegría. Nunca pensé que ese abrazo podía ser una trampa, un nudo corredizo que despacio pero con seguridad quitaba el aire de mi yo anterior dejándome como un fantasma. Una mañana desperté sin ninguna energía. Así como antes había saltado de la cama para vestirme sumido en un absoluto éxtasis por experimentar la fama, ahora me sentía apático y sin sangre. Las piernas no lograron transportarme más allá del perchero. Ahí me desplomé agarrándome de las mangas del abrigo. Me arrastré a través del suelo sobre el estómago hasta llegar a mi amada.

Levanta las manos y se agarra la cabeza.

—No soy yo mismo, creo —dice con voz teatral y miserable que apenas parece la suya—. Mi amada me tomó entre sus brazos y me consoló y cuidó. No había duda de que estaba muy enfermo. De todos modos quería ir a los salones a cualquier precio, para leer, cosechar aplausos, ser todavía más famoso. Era como estar poseído, era un hambre maldita. Terrible. Me llevó de una esquina a otra. Así me costara la vida, yo debía llegar hasta el salón, trepar a una silla y leer el maldito poema del pájaro. El poema era un verdugo, me ejecutó. Cada vez que leía
El cuervo
, me convertía en menos persona, y más y más en una figura de pájaro sin alma. Había perdido la razón. No era otra cosa que la imagen de la vanidad. Sólo un muerto en vida, eso era yo, querido amigo.

Se agacha en la silla y sacude la cabeza.

—Por suerte quien está poseído por la vanidad tiende al escándalo. Es como una voz dentro de él que le quiere aconsejar contra las terribles consecuencias de la enfermedad y que sabe que el único remedio efectivo contra la vanidad es un escándalo total y humillante. El escándalo es lo más curativo que puede experimentar una persona. Humillarse a sí mismo de la forma más grande es la salud del instinto de conservación. Por suerte caí. Miserable. Desagradable. Sin honor. Al final me arrojé al suelo y busqué que el escándalo me aniquilase. Pero el escándalo no mata a su víctima, no es tan considerado. El escándalo te pone la cara en las heces y te manda a trabajar al día siguiente, de forma que todos lo puedan ver. No habrá hecho lo suyo hasta que estés ahí en pie frente a la puerta y todos te observen con el mismo desprecio. Entonces puede comenzar la renovación.

Dice esto de manera confidencial y se sienta tan en el extremo de la silla que parece que está a punto de caerse de ella.

—Por fin estoy más allá del punto de tener sueños, Griswold. Antes soñaba con venir a Nueva York y convertirme en un autor reconocido. Ahora eso por suerte ha terminado. Ese sueño está muerto. Lo único que quiero ahora es estar sentado aquí, junto a mi amada, leer los pocos libros que me quedan y escribir algunas notas, sólo para mi propia satisfacción. He renunciado hasta al viejísimo sueño de fundar mi propia revista —dice, y mira a Griswold con una mueca irónica.

—¿Estás mejor ahora? —pregunta Griswold, que se inclina hacia Sissy.

—Va a días —contesta ella sin quitar la mirada del bordado y sin dejar de balancearse.

—¿Y la tos? —pregunta Griswold.

Sissy se encoge de hombros.

—Viene y va.

—Lo sé —dice Griswold—. Yo tengo la misma… tos —dice, y mira hacia abajo, como con tristeza.

Edgar salta de la silla y camina hasta la cómoda. Desde allí mira a Griswold hacia abajo, sentado ahí en la silla. La consideración en su cara parece tan sincera que, por un momento, se le hace difícil creer que él «pueda hacerse así» de forma tan convincente. Busca en su pecho: ¿ha ido Griswold hasta allí porque se preocupa por ellos? ¿Puede ser eso cierto?

—Fue bueno para nosotros dos venir aquí —dice Edgar rápidamente. Camina hasta la mecedora y se queda de pie detrás de Sissy.

Cuando apoya las manos en sus hombros, ella detiene el movimiento y levanta el rostro para mirarlo de ese modo esperanzado y condenado a la derrota que hace que el corazón martillee en su pecho.

—¿Damos un paseo? —dice Edgar, animoso.

—Sí, háganlo —susurra Sissy.

—Podemos llevar una cinta de medir y emprender un concurso de salto de longitud —propone Edgar.

Griswold se pone de pie, sorprendido.

—¿Un concurso de salto?

—Tenemos una cinta de medir. Hay un lugar perfecto aquí detrás de la casa, Griswold. ¿No tendrás miedo de perder?

—No, no, no en un concurso de salto —dice él, y lanza a Edgar una mirada que parece divertida.

—Veremos quién pierde —suelta Poe, que le hace un guiño a Sissy.

Encuentra la cinta de medir en la entrada y ambos salen camino al césped.

Cuando regresan, ella está durmiendo en la mecedora. El gato ha trepado hasta su regazo. La tía Muddy está sentada en la silla de Edgar y borda en el tejido de Sissy. Se pone de pie cuando Edgar y Rufus entran a la sala.

—¿Cómo ha ido la cosa?

—El señor Poe es un magnífico saltador —dice Griswold, sobrio pero claramente frustrado—. No tuve oportunidad alguna.

Durante todo el paseo, y en el concurso, Griswold ha estado callado, tímido; parece haber registrado la desconfianza de Poe. El tono se hizo más liviano cuando, en el último salto, Edgar se rasgó los pantalones y se rieron. Griswold le ayudó a levantarse, sacudió la tierra de su camisa y dijo: «Ganaste».

La tía Muddy deja escapar una risa de gallina que disimula apretando la mano contra la boca.

—Chis —se dice a sí misma—. Sis está durmiendo.

—Eddy es un deportista prominente. ¿Sabe?, señor Griswold, él puede con todo.

—Pero eché a perder mis pantalones —murmura Edgar.

—A ver —dice Muddy, que lo hace girar y lo toma de la parte de detrás de los pantalones, como si fuera un chiquillo.

—¡Oh no! Está completamente rasgado —se lamenta, y por un momento parece que va a llorar.

Edgar mira a Griswold, que le sonríe, piadoso, desde el otro lado de la sala.

Debe quitarse los pantalones y sentarse en ropa interior mientras la tía Muddy los repara y ellos beben té.

—Espero un pago grande del extranjero —murmura Edgar—. Mis trabajos tienen un gran éxito en Francia.

—¿Es eso cierto? —pregunta Griswold sin que le desaparezca la sonrisa de la cara.

—Claro que es cierto.

—Fantástico.

—Pero mientras tanto espero.

—¿Qué esperas?

—Al pago —dice Edgar, y lo mira a los ojos.

—Comprendo.

—Querido Griswold, ¿puedes prestarme unos dólares? Por el momento. No durará mucho. Ya sabes de qué te hablo. Necesitamos medicinas. Para Sissy. Y algo de comida. No mucho. Vivimos sencillamente. No precisamos mucho. Sólo unos pocos dólares.

—¿Unos pocos dólares? Veamos, no sé cuánto tengo encima.

Griswold saca su bolsa, la abre y busca en el contenido. Mira de la bolsa a Edgar, asiente con la cabeza y le entrega diez dólares. Sissy continúa dormida en la mecedora, con el gato enroscado bajo las manos.

—No olvidaré esto, Griswold.

—Por favor, no pienses en ello. Pero ¿puedo pedirte una cosa a cambio?

—Por supuesto.

—Prométeme que en el futuro me escribirás con frecuencia y me mantendrás informado acerca de lo que haces, de forma que no se me escape nada. ¿Puedes prometerme eso?

—Si así lo deseas —dice Edgar, alerta.

—Quizá te parezca raro —replica Griswold, y se inclina como para confesarle un secreto de negocios—. Planeo escribir un gran artículo biográfico sobre ti, y por eso tus cartas serían de gran ayuda.

Edgar asiente, sí, sí, sí, sí, es como si ya pudiera escuchar que alguien lee su decisivamente bella biografía, sobre la locura y la muerte miserable de Edgar Allan Poe.

Griswold se pone de pie y les da las gracias por ese día inolvidable, por el té, por la compañía.

—Espero que esto tan sólo sea el comienzo de nuestra futura amistad.

—No hay nada que yo desee más —dice Edgar suavemente.

—Dos almas, un pensamiento —responde Griswold.

Y con eso camina hacia la puerta.

En el vano se vuelve.

—¿Conoces por casualidad a un hombre que se llama Evan Olsen?

Edgar se acerca hasta la puerta.

—¿Un reportero?

—Sí.

Edgar lo mira esperando. Griswold dice:

—Oí hace unos días que está muy enfermo.

—Eso suena dramático.

—No sé. Ya sabes cómo son los médicos. Cuando no saben cuál es el mal, le dan todo tipo de medicamentos al pobre paciente. Quizá también fue algo así lo que pasó con Olsen. Se pasa el día acostado, totalmente apático. Es tan trágico. Parece que era un lector ávido de tus novelas, ¿no es así?

Edgar no dice nada.

—Bueno, bueno.

Griswold se inclina y aprieta su mano largamente y con fuerza.

—Tienes seguidores de todo tipo, Poe, no dejas de sorprenderme.

Griswold sale a la terraza y mira hacia las colinas verdes.

—Hasta la vista —dice, y se aleja camino abajo entre los cerezos.

Edgar se queda en la terraza y ve cómo se marcha. Sin embargo, mucho después de que desapareciera entre los árboles, después de que Sissy se despertara y comieran, y de que él encendiera el fuego en la chimenea y se sentara al escritorio, es como si Griswold estuviese aún en el vano de la puerta y lo mirase con una expresión inescrutable en el rostro.

Griswold

Samuel

Nueva York

H
a llovido y los charcos brillan en la calle embarrada. Rufus Griswold desciende de un carruaje en la plaza Washington. Al final de un viaje largo prefiere caminar los últimos metros hasta su casa, y normalmente marcha con energía hasta la puerta. Esta noche le pesan los pies. Se detiene y se recuesta contra un poste. El viaje a Fordham, a casa de Poe, le parecía muy importante cuando salió esa misma mañana. Ahora se siente vacío, y sólo tiene ganas de llorar. Cae de rodillas sobre la calle y apoya la frente en el pilote frío. Cuando Poe se rasgó el pantalón, en el concurso de salto, no pudo dejar de reírse. Sin embargo, cuando el escritor tuvo que sentarse vestido sólo con su ropa interior para esperar a que la tía remendase su único pantalón, a Rufus lo venció la melancolía. Por suerte le había prestado al pobre unos dólares. Era lo menos que podía hacer. Era evidente: estaban deshechos, Poe y su esposa; a ninguno de ellos le quedaba mucho. La hilaridad desesperada de Poe y sus ataques de afecto eran lo más desgarrador. El hombre estaba a punto de quebrarse y romperse en pedazos. Oh. Tenía que sobreponerse para no ser terriblemente sentimental. Aunque el hombre estaba al borde de la locura y la muerte, eso no era una excusa en cuanto a su depravada literatura. Griswold se recupera. Tiene que aguantar y no ser débil. Es un hombre de Dios. Tiene una tarea que realizar.

En cuanto sube las escaleras de la casa, distingue una figura sentada con las rodillas recogidas en la puerta de entrada. Cuando se detiene en los escalones, el hombrecito levanta la cabeza y lo mira con condescendencia. Aunque está sentado frente a la puerta como un mendigo, sonríe de manera triste y superior. Rufus reprime su irritación interna.

—¿Es usted de nuevo?

—He esperado —le dice el hombre—. Usted sólo me hace esperar.

Rufus está a punto de protestar.

—Yo… —murmura. No sabe por qué está asustado, pero sabe que lo está y que no puede hacer nada por no estarlo. El control de ese hombre lo hace temblar.

—¡Así son ustedes! —chilla él—. Yo espero y espero. ¿Piensa usted que soy tan detestable?

—¿Perdón?

—¿Dejaría usted esperando así a otra persona? ¿Por qué me trata de esta manera, señor Griswold?

—Lo siento —dice Rufus—. No sabía que teníamos una cita.

El hombrecillo se pone de pie. Cuando Rufus está a mitad de camino en la escalera y se detiene en el descanso, sus ojos quedan a la misma altura. Los ojos rojos del albino arrojan chispas.

—Se arrepentirá de esto, Griswold.

—Lo lamento… de veras, no sabía…, he estado en su casa. Le he prestado dinero.

La ira decrece en la cara del hombrecillo.

—¿En Fordham?

Rufus asiente con la cabeza.

—¿Qué hace allí?

—Escribe, me parece. Es bueno para su concentración.

—Sí, es bueno.

—Sí.

—¿Incluirá usted su novela en su nueva antología?

—Sí, sí. Como acordamos.

—Espero que entienda lo importante que es para mí que él escriba. ¿Sabe usted? Yo le mandé al maestro algunos de mis propios apuntes. Sí, son sólo esbozos, si usted entiende… que él puede… utilizar…

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