El vicepresidente bebió un trago de agua, con la esperanza de que calmara el dolor que sentía en el pecho. La Operación Atajo había comenzado una semana atrás, después de que la Agencia de Seguridad Nacional diera casualmente con algo extraño mientras realizaba tareas de vigilancia en internet. Se trataba de un correo electrónico escrito en un lenguaje críptico y lleno de ecuaciones extrañas, cuyo rastro los condujo hasta un ordenador de un manicomio de Glasgow, en Escocia. Al principio, la ASN consideró que se trataba de la obra de un lunático, pero por curiosidad a uno de los analistas de la agencia se le ocurrió estudiarlo. Resultó que el autor del mensaje era un físico que antiguamente había trabajado con Albert Einstein. Las ecuaciones no eran más que un fragmento de una teoría más grande, pero fue suficiente para convencer a la ASN de organizar un destacamento especial para encontrar el resto. Según los expertos, gracias a esta teoría Estados Unidos podría obtener una potente nueva arma en la lucha contra el terrorismo.
Pero si había una cosa que el vicepresidente había aprendido durante sus treinta y cinco años en el gobierno, era que los funcionarios son incapaces de hacer nada con rapidez. Para cuando el destacamento especial de la ASN empezó a ser operativo, tres de los cuatro objetivos de la inteligencia ya habían muerto. Algún gobierno extranjero o grupo terrorista también iba detrás de la teoría, y ahora los expertos en contraterrorismo decían que si caía en las manos equivocadas, las consecuencias podían ser catastróficas. Según un memorándum del director de la ASN, podía hacer que el 11-S pareciera una simple escaramuza.
—Entonces, ¿cuál es su plan? —preguntó el vicepresidente—. Imagino que ha venido a mi despacho por alguna razón.
El secretario asintió.
—Necesito una orden ejecutiva. Quiero el despliegue de la Fuerza Delta en el sector fronterizo. Quiero que patrullen las fronteras y busquen activamente los objetivos. Ha llegado el momento de que el Pentágono tome el mando de la situación.
El vicepresidente se lo pensó un momento. Técnicamente, la Ley Posse Comitatus impedía que unidades del ejército tomaran parte en operaciones de mantenimiento de la ley y el orden en suelo de Estados Unidos. Pero se podían hacer excepciones en casos de emergencia nacional.
—Delo por hecho —dijo—. ¿Cuándo podría tener las tropas en el país?
—Ahora la fuerza está en el oeste de Iraq. Puedo aerotransportarla en menos de doce horas.
Exactamente a las seis de la tarde, mientras conducían por la Ruta 19 a través de las sinuosas colinas de Virginia Occidental, el sonido simulado de disparos que provenía de la
Game Boy
de Michael cesó de forma abrupta. El aparato emitió un pitido agudo y luego una voz sintetizada anunció: «Es hora de cenar». David miró por encima del hombro hacia el asiento trasero y vio que Michael levantaba la cabeza y se volvía hacia el profesor Gupta, que dormitaba al lado de su nieto.
—Es hora de cenar, abuelo —dijo el muchacho.
Eran las primeras palabras que David le oía decir. Su voz era tan seca y desapasionada como la de la
Game Boy
. Aunque David podía ver el parecido entre Michael y su abuelo —tenían las mismas cejas espesas, el mismo pelo rebelde—, el adolescente tenía la mirada perdida y su rostro era inexpresivo.
—Es hora de cenar, abuelo —repitió.
Gupta parpadeó varias veces y se rascó la cabeza. Se inclinó hacia delante, mirando primero a Monique, que conducía el Hyundai, y luego a David.
—Disculpad —dijo—. Por casualidad no tendréis comida en el coche, ¿verdad?
David asintió.
—Compramos algunas cosas esta mañana —y cogió la bolsa de provisiones que Monique había adquirido en el área de descanso de la autopista de Pennsylvania—. Déjeme ver qué queda.
Mientras David buscaba en la bolsa, Monique apartó los ojos de la carretera un momento y miró por el espejo retrovisor. Llevaba dos horas observando nerviosamente la autopista por si aparecía algún coche patrulla, pero ahora su atención se centró en Gupta y su nieto.
—¿El juego de ordenador le dice cuándo comer? —preguntó.
—Sí, sí —contestó Gupta—, programamos el
Warfighter
para que se detuviera durante treinta minutos a las horas de comer. Y para que se apague por la noche, claro. Si no, Michael seguiría jugando hasta caer desfallecido.
En el fondo de la bolsa, David encontró un sándwich de pavo en un envase de plástico.
—¿Le gusta el pavo a su nieto?
Gupta negó con la cabeza —No, me temo que no. ¿No hay otra cosa?
—No demasiado. Sólo una bolsa de patatas fritas y unas pocas
Snackwells
.
—¡Oh, las patatas fritas le gustan! Pero sólo con ketchup. No se come una patata frita a no ser que lleve dos gotas de ketchup encima.
Al lado el sándwich de pavo, David encontró unas cuantas bolsitas de ketchup que afortunadamente Monique había metido en la bolsa. Se las pasó al profesor Gupta junto con las patatas fritas.
—Sí, esto es perfecto —dijo el profesor—. Es que Michael es muy especial con la comida. Es otro síntoma de su autismo.
Mientras Gupta abría la bolsa de patatas fritas, Monique volvió a mirar por el espejo retrovisor. Apretó los labios en señal de desaprobación. Patatas fritas y ketchup no era lo que se podía llamar una cena.
—¿Usted y Michael viven solos, profesor? —preguntó.
Gupta había sacado una patata frita de la bolsa y le estaba echando encima una gota de ketchup.
—Oh sí, los dos solos. Desafortunadamente, mi esposa murió hace casi veinticinco años.
—¿Y no le ayuda nadie a cuidar de su nieto? ¿Una canguro, o una enfermera?
—No, nos las apañamos bien solos. En realidad no causa demasiadas molestias. Sólo hay que acostumbrarse a sus rutinas. —Gupta echó otra gota de kétchup en la patata y se la dio a su nieto—. Está claro que las cosas serían más sencillas si mi esposa todavía estuviera viva. A Hannah se le daban muy bien los niños. Hubiera querido a Michael con todo su corazón. Estoy seguro.
David sintió una punzada de simpatía por el anciano. Durante su entrevista para
Sobre hombros de gigantes
, Gupta le había hablado a David de la larga serie de tragedias personales que había soportado durante los años posteriores a su trabajo con Einstein. Su primer hijo, varón, murió de leucemia cuando tenía diez años. Unos pocos años después, Hannah Gupta tuvo una niña, pero sufrió un grave accidente de tráfico. Y en 1982, justo después de que el profesor abandonara la física y fundara la empresa de software que lo haría rico, una apoplejía mató a su esposa, que en ese momento contaba cuarenta y nueve años. En un momento dado de la entrevista, Amil le había enseñado a David una fotografía suya, y todavía la recordaba perfectamente: una belleza morena, esbelta y seria proveniente de la Europa del Este.
Gupta había mencionado otra cosa sobre su esposa durante esa entrevista, algo ligeramente inquietante, pero David no podía recordar los detalles. Se volvió hacia el profesor, dándose la vuelta en el asiento.
—Su esposa también estudió en Princeton, ¿no?
El anciano levantó la mirada tras echar otra gota de ketchup en una patata.
—Oh, no exactamente. Acudió a algunos seminarios de posgrado del Departamento de Física, pero nunca se llegó a matricular. Aunque poseía una mente brillante para la ciencia, la guerra interrumpió su educación, de modo que carecía de títulos académicos.
Entonces David se acordó. Hannah Gupta era una superviviente del Holocausto. Era uno de los judíos refugiados a los que Einstein ayudó a traer a Princeton después de la segunda guerra mundial. Einstein intentó salvar tantos judíos europeos como pudo, auspiciando su inmigración a Estados Unidos y buscándoles trabajo en los laboratorios de las universidades. Fue gracias a esto que Amil y Hannah se conocieron.
—Sí, tengo muy buenos recuerdos de esos seminarios —prosiguió Gupta—. Hannah se sentaba al fondo y todos los hombres de la sala le lanzaban miradas. Había cierta competencia entre nosotros por conseguir su atención. Jacques y Hans también estaban interesados en ella.
—¿Ah, sí? —David estaba intrigado. Durante su entrevista, Gupta no le había dicho nada acerca de una rivalidad entre los asistentes de Einstein—. ¿Y hasta dónde llegó la cosa?
—Oh, no muy lejos. Hannah y yo nos prometimos antes de que Jacques o Hans se atrevieran a hablar con ella—. El profesor sonrió melancólicamente—. Todos seguiríamos siendo amigos, gracias a Dios. Hans fue el padrino de mis dos hijos. Se portó especialmente bien con mi hija cuando Hannah murió.
Fascinante, pensó David. Desearía haber conocido esta historia antes y haberla podido incluir en el libro. En cuanto se le ocurrió esto, sin embargo, se dio cuenta de que era una tontería. El descubrimiento de la teoría del campo unificado por parte de Einstein era una omisión mucho más patente en
Sobre hombros de gigantes
o en cualquier otra biografía del físico.
Unos pocos kilómetros después cogieron la Ruta 33 hacia el oeste, una carretera de un carril que serpenteaba a través de las colinas. Aunque todavía quedaba más de una hora de luz, las empinadas y boscosas laderas dejaban la carretera en sombras. Ocasionalmente pasaban por delante de una caravana a la intemperie o de un coche abandonado que se oxidaba bajo los árboles, pero ésos eran los únicos signos de civilización. Ahora la carretera estaba desierta a excepción del Hyundai y de un coche deportivo amarillo que iba medio kilómetro por detrás de ellos.
Monique volvió a mirar por el espejo retrovisor. En el asiento de atrás, el profesor Gupta le daba a Michael otra patata con ketchup, metiéndola directamente en la boca del adolescente como si estuviera dando de comer a un pajarito. David pensó que era una imagen extrañamente conmovedora, pero Monique negó con la cabeza mientras los observaba.
—¿Y ahora dónde está su hija, profesor? —preguntó ella.
Él hizo una mueca.
—En Columbus, Georgia. Es un buen lugar para los drogadictos porque Fort Benning se encuentra cerca. Hay mucha metanfetamina alrededor para los soldados.
—¿Ha intentado enviarla a algún programa de rehabilitación?
—Oh, sí, claro que lo he intentado. Muchas veces. —Bajó la cabeza y miró con el ceño fruncido la bolsita de ketchup que tenía en la mano, arrugando la nariz como si hubiera olido algo podrido—. Elizabeth es una mujer muy testaruda. Era tan brillante como su madre, pero nunca terminó el instituto. Se escapó de casa a los quince años y desde entonces vive en la pobreza. No voy a decirte cómo se gana la vida, es demasiado repugnante. Aunque Michael no hubiera sido autista, hubiera reclamado su custodia de todos modos.
Las cejas de Monique se curvaron hacia abajo y una profunda arruga vertical apareció entre ellas. En las últimas veinticuatro horas David había descubierto lo que eso quería decir. Le resultó algo sorprendente, la verdad; su propia madre era una yonqui, y él hubiera creído que esta experiencia le haría ser más comprensiva con los problemas del profesor Gupta. Pero no era el caso. Para nada. Parecía más bien que quisiera alargar el brazo y coger al profesor por el cuello.
—Su hija no irá a rehabilitación si es usted quien se lo sugiere —dijo ella—. Hay demasiado rencor entre los dos. Necesita que otra persona intermedie en el asunto.
Gupta se inclinó hacia delante y entrecerró los ojos. Ahora él también parecía enfadado.
—Eso ya lo he intentado. Le pedí a Hans que fuera a Georgia y la hiciera entrar en razón. Fue a la casucha en la que vivía Elizabeth, le tiró todas las drogas y la metió en un centro de rehabilitación. Le buscó incluso un trabajo decente, como secretaria de uno de los generales de Fort Benning —dijo, y señaló con el dedo el reflejo de Monique en el espejo retrovisor—. ¿Sabes cuánto tiempo duró? Dos meses y medio. Empezó a irse de juerga, perdió el trabajo y dejó el tratamiento. Fue entonces cuando Michael se vino a vivir conmigo de forma definitiva.
Jadeante, el anciano se dejó caer hacia atrás en el asiento. Michael iba sentado a su lado, ajeno a todo, esperando pacientemente su siguiente patata frita. El profesor sacó una de la bolsa, pero las manos le temblaban tanto que ni siquiera podía apretar la bolsita de kétchup. David estaba a punto de preguntarle si necesitaba ayuda cuando el coche deportivo amarillo que había visto hacía un minuto pasó a toda velocidad a su lado. Iba por la sinuosa carretera al menos a 120 kilómetros por hora, e invadió el carril contrario a pesar de que en ese tramo estaban prohibidos los adelantamientos.
—¡Dios santo! —exclamó, asustado—. ¿Qué diablos ha sido eso?
Monique se inclinó hacia delante para ver mejor.
—No es un coche patrulla. A no ser que ahora los polis de Virginia Occidental conduzcan Ferraris.
—¿Un Ferrari?
Ella asintió.
—Y bien bonito. Un Maranello 575 cupé. Sólo hay cincuenta en todo el país. Cuesta unas tres veces más que mi Corvette.
—¿Cómo lo sabes?
—El decano de la Escuela de Ingeniería de Princeton tiene uno. Lo vi en el taller de Keith. Puede parecer sorprendente, pero se suele estropear con cierta frecuencia.
El Ferrari volvió a cruzar la doble línea amarilla, volviendo a su carril. Pero en vez de acelerar, el coche poco a poco fue ralentizando la marcha. Su velocidad pasó a 110, luego a 100, luego a 90 kilómetros por hora. Unos pocos segundos más tarde había reducido la velocidad a 60, hasta ir apenas a unos metros de distancia. Monique no podía adelantarlo porque todas las curvas de la carretera eran cerradas.
—¿Qué le pasa a este tío? —dijo David—. Primero nos adelanta a toda velocidad y ahora va a paso de tortuga.
Monique no contestó. Alargó el cuello por encima del volante y miró el Ferrari con los ojos entornados. Unos segundos más tarde sintió un tic nervioso en la mejilla.
—Lleva matrícula de Nueva Jersey —dijo en un tono de voz casi susurrante.
Al pie de una colina el Ferrari aceleró y se alejó unos cientos de metros. Luego el conductor pisó el freno y el coche se detuvo delante de un puente de un solo carril para bloquearles el paso.
Era una situación delicada. Simon tenía que capturar cuatro objetivos que iban en un vehículo en movimiento sin que resultaran heridos de gravedad, y sin llamar la atención de nadie. Primero consideró la posibilidad de chocar con el utilitario para sacarlo de la carretera, pero había espesos bosques a ambos lados y sabía que el coche en el que iban quedaría plegado como un acordeón si chocaban contra un árbol. Le costaría bastante sacar los objetivos del coche siniestrado, ya no digamos interrogarlos. No, antes necesitaba que se detuvieran.