David negó con la cabeza.
—¿Y la gente se toma eso en serio?
—Es una idea marginal, lo admito. Sólo unos pocos trabajan en ella. Pero se trata de una teoría de campo clásica, algo que se le podría haber ocurrido a Einstein. Y podría explicar las incertidumbres de la mecánica cuántica.
—¿Cómo?
—Los CTC son la clave. En las escalas más pequeñas del espacio-tiempo, la causalidad se tuerce. A la partícula le influyen eventos del futuro, así como del pasado. Un observador externo, sin embargo, no puede medir eventos que todavía no han pasado, de modo que nunca podrá llegar a conocer el estado de la partícula. Lo único que puede hacer es calcular probabilidades.
David intentó imaginar una partícula que de algún modo conoce su futuro. Parecía absurdo, pero empezó a ver los beneficios de la idea.
—De modo que los eventos futuros son las variables ocultas de Einstein, ¿no? ¿Existe una descripción completa del universo, pero es inaprensible en un momento temporal determinado?
Ella asintió.
—Al fin y al cabo, Dios no juega a dados con el universo. Pero los humanos sí tenemos que hacerlo, porque no podemos ver el futuro.
Lo que más sorprendió a David fue comprobar lo excitada que estaba Monique. No dejaba de dar saltitos, pasando el peso de su cuerpo de un pie a otro mientras hablaba de la teoría, prácticamente botando de entusiasmo. Los físicos teóricos son gente conservadora; aunque su trabajo consista en construir nuevos modelos de realidad con ecuaciones arcanas y a veces rocambolescas geometrías, también someten esos modelos a un intenso escrutinio. David sospechó que Monique ya habría analizado las posibles objeciones que pudiera tener a la teoría de los geones y no habría encontrado ningún fallo grave.
—¿Y qué hay de la interacción entre partículas? —preguntó—. ¿Cómo sería según este modelo?
—Toda interacción implicaría un cambio en la topología del espacio-tiempo local. Imagina dos espirales juntándose y formando…
La interrumpió el sonido de la mano de Gupta golpeando la mesa.
—¡Maldita sea! —gritó el profesor con la mirada puesta en la pantalla del ordenador.
Monique acudió a su lado a toda prisa.
—¿Qué ocurre? ¿Qué ha encontrado?
Gupta cerró los puños en un gesto de frustración.
—Primero he buscado el signo de igual en los archivos. No he obtenido ningún resultado. Luego he buscado el signo de integración. De nuevo, ningún resultado. Entonces se me ha ocurrido que quizá Hans escondió la fórmula en el sistema operativo del ordenador en vez de dejarla en la carpeta de documentos. Pero he revisado el software línea a línea y no he encontrado alteración alguna. —Se volvió hacia David con el ceño fruncido—. Me temo que estabas equivocado. Hemos venido hasta aquí para nada.
La decepción parecía haberlo afectado profundamente. Estaba claro que el anciano también se moría por llegar a ver la teoría unificada, quizá incluso más que David o Monique. Pero Gupta estaba tirando la toalla con demasiada facilidad, pensó David. Tenían la respuesta cerca. Estaba seguro de ello.
—Quizá está escondida en algún otro sitio de la cabaña —sugirió David—. Quizá el doctor Kleinman puso la teoría por escrito y la escondió en algún cajón o armario. Deberíamos empezar a buscar.
Monique se puso a inspeccionar la habitación de inmediato, repasando con los ojos posibles escondites. Gupta, sin embargo, permaneció sentado en su silla, negando con la cabeza.
—Hans no habría hecho algo así. Sabía que otros profesores de la Carnegie Mellon venían aquí a pasar las vacaciones. No habría querido que uno de ellos se encontrara por casualidad con la teoría mientras buscara azúcar en un armario.
—Quizá escondió los papeles muy cuidadosamente —rebatió David—. En una grieta de la pared, quizá. O debajo de los tablones del suelo.
El profesor siguió negando con la cabeza.
—En ese caso, la teoría ya no existe. La cabaña está infestada de ratones. A estas alturas ya se habrían comido la
Einheitliche Feldtheorie
. Las ecuaciones de
Herr Doktor
estarían esparcidas entre sus excrementos.
—Bueno, quizá Kleinman metió los papeles en una caja fuerte antes de esconderlos. O en una caja de galletas, o en una fiambrera. Lo que quiero decir es que no pasa nada por buscar.
Gupta echó la cabeza hacia atrás y suspiró. Tenía los ojos vidriosos por el cansancio.
—Quizá sería más inteligente reconsiderar nuestras suposiciones. ¿Por qué estás tan convencido de que Hans escondió la teoría aquí?
—Ya hemos pasado por esto. No creo que Kleinman escondiera nada en su oficina o en su casa, profesor, esos lugares son demasiado obvios. La teoría habría ido a parar directamente a las manos del gobierno si…
—Más despacio, por favor. Tenemos que reexaminar cada paso de tu argumentación. —Volvió la silla para estar de cara a David—. Empecemos con el código que te dio Kleinman. Doce de los números eran las coordenadas geográficas del Instituto de Robótica, ¿no es así?
—Sí, latitud y longitud —David cerró los ojos un momento y volvió a visualizar los números flotando por detrás de sus pestañas. La secuencia había quedado grabada de forma permanente en su corteza cerebral. Seguramente la recordaría hasta el día que muriera—. Y los últimos cuatro dígitos eran su extensión telefónica.
—Así pues, sabemos que Hans quería que te pusieras en contacto conmigo. Pero eso no quiere decir necesariamente que escondiera la teoría en uno de mis ordenadores, o debajo de los tablones del suelo de una cabaña en la que pasó unas vacaciones hace cuatro años.
Gupta se reclinó en su asiento, acariciándose la barbilla. Había retomado su rol profesional, interrogando duramente a David, como si esto fuera un seminario de lógica booleana. Monique escuchaba atentamente, con los ojos puestos en el viejo físico, pero David todavía estaba pensando en los dieciséis números que el doctor Kleinman le había susurrado al oído. Los dígitos todavía flotaban en su campo de visión, planeando por delante de la cara morena de Gupta y la pantalla de ordenador que tenía detrás. Y, casualmente, en esa pantalla David vio otra secuencia de números dispuestos en una columna a la izquierda de la carpeta de documentos. Eran los nombres de las guías telefónicas que Gupta había descargado para su hijo: 322, 512, 845, 641, 870 y 733.
David dio un paso adelante y señaló la pantalla.
—¿Se supone que los nombres de estos archivos son prefijos?
El profesor parecía molesto.
—Sí, sí. Pero ya te lo he dicho, en estos archivos no hay ecuaciones.
David se acercó a la pantalla y señaló con el dedo un archivo que había en lo alto de la columna, el número 322.
—Esto no puede ser un prefijo —dijo. Y luego señaló el 733—. Y éste tampoco.
Gupta se volvió en su silla.
—¿Qué estás diciendo?
—El otro día mi hijo me preguntó cuántos prefijos había. Investigué un poco y descubrí que no podía haber más de 720. Un prefijo no puede empezar con un cero o un uno, y los últimos dos dígitos no pueden ser el mismo. Las compañías de teléfonos se reservan esos números para usos especiales. Como el 911, el 411, cosas así.
Gupta se fijó en los números de la pantalla. No parecía muy impresionado.
—Seguramente me equivoqué al escribirlos.
—Pero también podría ser que el doctor Kleinman hubiera cambiado de nombre los archivos. Esto explicaría por qué los números no tienen sentido alguno. Podría haber cambiado el nombre de los seis archivos en unos pocos segundos.
—¿Pero por qué haría eso? ¿Crees que Hans redujo la teoría unificada a media docena de números de tres dígitos?
—No, es otra clave. Como la que me dio en el hospital.
Ahora fue Monique la que dio un paso adelante. Se inclinó sobre Gupta y se quedó mirando la pantalla.
—Pero aquí hay un total de dieciocho dígitos, no dieciséis.
—Concentrémonos en los primeros doce —contestó David—. ¿Puedes meterte en la página web que rastrea la latitud y la longitud?
Rodeando la silla en la que estaba sentado Gupta, Monique cogió el ratón e hizo clic en el
Internet Explorer
. Encontró la página web de mapas y se inclinó sobre el teclado.
—Muy bien. Léeme los números.
David ni siquiera tuvo que mirar la pantalla. Ya había memorizado la secuencia.
—Tres, dos, dos; cinco, uno, dos; ocho, cuatro, cinco; seis, cuatro, uno.
El servidor web tardó unos cuantos segundos en devolver la información desde su base de datos. Luego apareció en pantalla un mapa del oeste de Georgia, con el río Chattahoochee a la izquierda.
—La dirección más cercana a esta ubicación es el 4015 de Victory Drive —informó Monique—. Está en Columbus, Georgia.
El profesor Gupta se puso en pie de golpe, apartando a David y a Monique con los codos. Y se quedó mirando con ira la pantalla, como si el ordenador hubiera insultado su hombría.
—¡Ésa es la dirección de Elizabeth!
Al principio, David no recordó el nombre.
—¿Elizabeth?
—¡Mi hija! —gritó Gupta—. Esa pequeña…
Pero antes de que pudiera terminar la frase, la puerta de la entrada se abrió de golpe.
Lucille iba en el asiento del acompañante de uno de los todoterrenos del Bureau que avanzaba por la I-77 con las luces azules encendidas. Mientras el agente Crawford conducía en medio del lento tráfico, ella hablaba por el teléfono por satélite con los agentes Brock y Santullo, que estaban agachados en medio del bosque, delante de una cabaña de Jolo. La conexión era mala, seguramente a causa del terreno en el que los agentes estaban operando. El volumen de la áspera voz de Brock iba y venía, y ocasionalmente ráfagas de estática la silenciaban por completo.
—Brock, soy Parker —gritó Lucille al teléfono—. No he copiado tu última transmisión. Repítela. Cierro.
—Recibido, hemos divisado a los cuatro sospechosos en la casa. Gupta, Swift, Reynolds y el varón adolescente sin identificar. Ahora nos trasladamos a una nueva posición para poder ver mejor dentro. Hay una ventana en la otra… —Un aumento de la estática sepultó sus últimas palabras.
—Recibido, he copiado casi todo lo que has dicho. Asegúrate de permanecer a cubierto hasta que lleguen los refuerzos. No os enfrentéis a los sospechosos a no ser que intenten irse de la casa. ¿Me oyes, Brock?
—Afirmativo. Nos quedaremos en la nueva posición. Corto y cierro.
Lucille sintió una punzada de recelo en la tripa. Ya era mala suerte que Brock y Santullo hubieran sido los primeros agentes en llegar al lugar. De todos los destacados, Brock era el agente que menos le gustaba: era un tipo impetuoso y arrogante casi hasta la insubordinación. Sería muy propio de alguien como él comenzar un tiroteo y matar a uno de los sospechosos. O peor, hacer que lo mataran a él. Por eso le había ordenado que no hiciera nada. No quería perder más agentes.
Más adelante, una señal de la carretera surgió en la oscuridad: BECKLEY, 5 KILÓMETROS. Estaban a sólo media hora de Jolo, y tres coches patrulla de la Policía Estatal de Virginia Occidental estaban todavía más cerca. Si todo salía según lo planeado, a medianoche ya podría haber terminado todo.
Entonces del teléfono por satélite surgió la voz de Brock.
—
¡Mayday, mayday, mayday!
¡Solicito permiso para entrar inmediatamente! ¡Repito, solicito permiso para entrar!
Lucille apretó el auricular del teléfono contra su oído.
—¿Qué ocurre? ¿Intentan huir?
—¡Los hemos visto de nuevo y se han reunido alrededor del ordenador! ¡Solicito permiso para entrar antes de que borren información crítica!
Ella respiró hondo. Tenía que tomar una decisión. Su principal obligación era poner a salvo una información vital para la seguridad nacional. Puede que Brock tuviera razón: los sospechosos podían intentar borrar la información. Pero Lucille tenía gran fe en los expertos en ordenadores del Bureau. Los había visto recuperar datos borrados de cientos de discos duros.
—Permiso denegado. Vuestros refuerzos están a menos de veinte minutos. Mantén la posición hasta que lleguen allí.
—¡Recibido, vamos a entrar!
Lucille pensó que le había oído mal por culpa de la estática.
—¡No, he dicho que mantengáis la posición! ¡No os mováis! ¡Repito, NO os mováis!
—Recibido, apagamos las radios hasta que capturemos a los sospechosos. Corto y cierro.
Un latigazo de inquietud le recorrió el cuerpo.
—¡MALDITA SEA, BROCK. HE DICHO QUE MANTENGÁIS LA POSICIÓN! NO…
Entonces la línea se cortó.
Eran dos. Dos musculosos gilipollas vestidos con un mono azul marino con las letras FBI en dorado. Uno era un fornido rubio con una cicatriz en la barbilla, y el otro más bien mediterráneo, moreno y con un bigote espeso. Ambos sostenían una Glock de nueve milímetros con la que apuntaban a Amil, David y Monique.
Instintivamente, el profesor Gupta cubrió a su nieto. Se puso delante de Michael, que estaba arrodillado en el suelo junto al brontosaurio de juguete, ajeno a todo excepto su mascota robótica. Como respuesta, el agente rubio apuntó su pistola a la frente de Gupta.
—MUÉVETE OTRA VEZ Y TE VUELO LA TAPA DE LOS SESOS —gritó—. ¡AHORA PON LAS MANOS EN ALTO, CABRONAZO!
El anciano se quedó mirando el cañón del arma. Sintió un tic nervioso en la mejilla izquierda y dejó escapar un sonoro quejido. Lentamente levantó las manos. Luego se dio la vuelta y bajó la mirada hacia su nieto.
—Por favor… por favor, ponte de pie, Michael —hablaba con lentitud y la voz le temblaba—. Y levanta las manos como yo.
Después el agente se volvió para apuntar con su arma a David. El tipo tenía la nariz deformada, seguramente se la habría roto muchas veces, y líneas rojas le cruzaban las mejillas. Se lo veía demasiado disoluto para ser del FBI; parecía más un camorrista de bar.
—Tú también, soplapollas —dijo—. Las manos en alto.
Mientras levantaba las manos, David miró a Monique, que estaba de pie al otro lado de Gupta y Michael. Sabía que llevaba un revólver en la parte trasera de la cintura del pantalón. También que si intentaba cogerlo morirían todos. Negó con la cabeza levemente: No lo hagas, no lo hagas. Después de un terrible segundo de incertidumbre, ella también levantó las manos.
El agente rubio se volvió hacia su compañero.
—Cúbreme, Santullo. Voy a ver si llevan armas.