Monique negó con la cabeza, confundida.
—¿Por qué descargó una guía telefónica?
—Lo hice para Michael. —Gupta ladeó la cabeza hacia su nieto, que todavía jugaba a la pelota con el robot brontosaurio—. Los niños autistas tienen obsesiones raras. Algunos memorizan horarios de trenes o autobuses. Hace unos años, Michael pasó por una fase en la que se obsesionó con los números de teléfono. Cada uno de estos archivos es la guía de un prefijo distinto.
David se quedó mirando el borrón en movimiento de la pantalla del ordenador, aunque su velocidad le impedía leerlo.
—¿Hay alguna forma de saber si el doctor Kleinman modificó los archivos después de que fueran descargados?
—Desafortunadamente, la función de «Registrar Cambios» del procesador de palabras fue desinstalada, de modo que no puedo localizar los cambios automáticamente. Tendré que visionar todas las páginas para saber si Hans añadió algo.
Monique dejó escapar un silbido.
—Mierda. Si los demás archivos son tan largos como éste, va a estar mirando la pantalla durante horas.
De repente el profesor Gupta dejó de pasar páginas. Se quedó mirando el ordenador con tal intensidad que por un momento David pensó que milagrosamente el anciano había dado con las ecuaciones de
Herr Doktor
, brillantes agujas en el enorme pajar de datos. Pero en la pantalla no había más que una larga cadena de Cabots.
—Tengo una idea —dijo, moviendo el cursor a la parte superior de la pantalla—. Toda ecuación ha de tener un signo de igual, ¿no? Así, sólo hace falta que busque ese símbolo en cada documento —hizo clic en el menú Edición y abrió la ventana de Búsqueda—. Esto puede llevar un par de minutos. Los archivos son muy grandes.
David asintió. Valía la pena intentarlo.
El Argun Gorge es uno de los lugares más deteriorados por la guerra de toda Chechenia, pero en los sueños de Simon el cañón siempre aparecía prístino. Planeaba como un halcón por encima del estrecho río Argun, que estaba flanqueado a ambos lados por las pendientes de granito de las montañas del Cáucaso. Podía ver una carretera a lo largo del margen oriental del río, una autovía construida para el paso de tanques rusos y el transporte de tropas armadas, pero ahora sólo había un vehículo en la carretera y no era militar. Simon descendió en picado hacia el cañón para verlo más de cerca. Después de un par de segundos reconoció el vehículo: era su propio coche, su viejo Lada sedán gris. En el asiento del conductor iba su esposa, Olenka Ivanovna, su largo pelo rubio ondeando al viento, y en el trasero sus hijos, Sergéi y Larissa. Venían de visitar a Simon, que estaba emplazado en el pueblo de Baskhoi, a unos veinte kilómetros más al sur. La autovía era segura —todos los rebeldes chechenos de la zona habían sido asesinados o se habían tenido que recluir en las montañas— pero en sus sueños Simon se cernió sobre el coche de todos modos, siguiéndolo en actitud protectora a lo largo de la serpenteante carretera. Entonces el Lada llegó a una curva y Simon vio el helicóptero negro cargado con misiles
Hellfire
.
En realidad, Simon nunca llegó a ver el ataque. No se enteró de lo que había ocurrido hasta una hora más tarde, cuando su comandante le informó de que las fuerzas especiales norteamericanas habían vuelto a hacer una incursión en Chechenia. Después del 11-S, la Fuerza Delta había empezado a operar justo al sur de la frontera, en busca de militantes de Al Qaeda que se hubieran refugiado con los chechenos en la República de Georgia. Al principio el ejército ruso había tolerado la presencia de los norteamericanos, pero la alianza empezaba a mostrar signos de tensión. Los helicópteros
Apache
de la Fuerza Delta no dejaban de hacer incursiones en territorio ruso, y tenían la mala costumbre de disparar sus misiles contra civiles. Mientras Simon conducía el transporte de tropas hacia el lugar en el que había tenido lugar el ataque norteamericano, esperaba encontrarse otra masacre de campesinos, otro carro de bueyes con
babushkas
muertas a su alrededor. En vez de eso, sin embargo, vio el chasis oscurecido de su Lada, con el esqueleto carbonizado de su esposa todavía al volante. La explosión había hecho saltar a Sergéi y Larissa del asiento trasero hasta la cuneta embarrada que había entre la carretera y el río.
Simon nunca llegó a descubrir la razón de ese error, cómo un equipo de comandos entrenados había podido tomar a su familia por un grupo de terroristas. Como las operaciones de la Fuerza Delta eran secretas, los generales norteamericanos y rusos encubrieron el incidente. Cuando Simon protestó, su comandante le dio una bolsa de tela llena de billetes de cien dólares. Un pago de condolencia, lo llamaban. Simon le tiró la bolsa a su comandante y dejó la
Spetsnaz
. Llegó a Estados Unidos con la esperanza de localizar al piloto y el artillero del
Apache
, pero resultó ser una tarea imposible. No sabía sus nombres ni el distintivo de su helicóptero. Tendría que matar a todos y cada uno de los soldados de las Fuerzas Especiales para asegurarse de se cargaba a los que buscaba.
En sus sueños, sin embargo, Simon sí veía las caras de esos tipos. Veía al piloto sosteniendo con firmeza los controles mientras el artillero disparaba el
Hellfire
. Veía el chorro llameante en la parte posterior del cohete mientras salía disparado hacia el Lada gris. Y entonces, de repente, Simon se encontraba en el asiento trasero del coche con sus hijos, mirando fijamente hacia el misil por el parabrisas. Sentía que algo tiraba del cuello de la camiseta, el tirón de una mano pequeña que se aferraba a él con fuerza.
Simon abrió los ojos. Estaba oscuro. Se había quedado firmemente encajado entre el asiento del conductor del Ferrari y el airbag que se había inflado en el volante. El coche había chocado con el árbol por el lado del asiento del acompañante, destrozando la mitad derecha del vehículo, pero dejando intacta la izquierda. Y efectivamente alguien le tiraba del cuello, pero no era Sergéi o Larissa. Se trataba de un arrugado viejo paleto de mejillas hundidas y al que le faltaban unos cuantos dientes, un nativo de los Apalaches que vestía una raída camisa de franela y lo miraba con recelo. Había metido el brazo entre los restos del Ferrari y le había puesto la mano en el cuello para comprobar su pulso. La camioneta del hombre estaba parada a un lado de la carretera, el haz de luz de los faros se internaba en el bosque.
Liberando la mano izquierda del airbag, Simon cogió al paleto por la muñeca. El tipo dio un salto hacia atrás.
—¡Dios mío! —aulló—. ¡'Tás vivo!
Simon se agarró al fibroso antebrazo del tipo.
—Ayúdame a salir de aquí —ordenó.
La puerta del Ferrari no se abría, así que el paleto lo sacó por la ventana. Simon hizo una mueca de dolor al poner el pie en el suelo: se había hecho un esguince en el tobillo. El nativo lo ayudó a llegar hasta la camioneta
pickup
.
—Pensaba que la habías palmao —dijo asombrado—. Vamos, hay que llevarte al hospital.
El viejo apestaba a sudor, tabaco y madera quemada. Asqueado, Simon agarró al paleto por los hombros y lo empujó contra un lateral de la furgoneta. Manteniendo el peso sobre el pie izquierdo, cogió al tontaina por el cuello con ambas manos.
—¿Has visto un Hyundai gris con una gran abolladura en el guardabarros trasero? —inquirió.
El viejo abrió la boca, pasmado. Se llevó las manos a la garganta e intentó zafarse de la garra de Simon, pero sus pequeños y temblorosos dedos no pudieron hacer nada.
—¡CONTÉSTAME! —le gritó Simon a la cara—. ¿HAS VISTO EL COCHE?
No podía verbalizar su respuesta porque Simon le estaba rompiendo la tráquea, pero negó con la cabeza con un movimiento rápido y espástico.
—Entonces no me sirves para nada —Simon apretó con más fuerza y sintió cómo la laringe del hombre se estrujaba en su palma. Apoyado en el lateral de la furgoneta, el paleto pataleó y se retorció, pero Simon no sintió compasión alguna. Este hombre no era más que escoria. ¿Por qué habría de permitirle vivir y respirar mientras que Sergéi y Larissa se pudrían en sus tumbas? Era intolerable. Era imperdonable.
En cuanto el tipo hubo muerto, Simon lo dejó caer al suelo. Luego volvió cojeando al Ferrari y cogió su Uzi y las armas de cinto, que afortunadamente no habían sufrido daño alguno. Llevó las armas a la camioneta
pickup
, luego cogió su teléfono móvil y llamó a un número de memoria. No estaba seguro de si tendría señal porque estaba en una zona bastante remota, pero unos segundos más tarde la línea comenzó a sonar y luego le contestó una voz.
—Aquí Brock.
Mientras el profesor Gupta buscaba en los voluminosos archivos de su ordenador, David se acercó a una ventana de la parte trasera de la cabaña. Estaba demasiado nervioso para ver cómo Gupta peinaba gigabytes de datos. Necesitaba un minuto para recomponerse.
Al principio no pudo ver nada por la ventana, estaba demasiado oscuro. Al acercar la frente al cristal y ahuecar las manos alrededor de los ojos, sin embargo, vislumbró las siluetas de los árboles que rodeaban la cabaña y, sobre sus cabezas, una increíble franja de cielo nocturno. Como a todos los neoyorquinos, a David le asombraba la multitud de estrellas que podía ver cuando salía de la ciudad. Divisó primero la Osa Mayor, que colgaba vertical como un signo de interrogación. También vio el Triángulo de Verano: Deneb, Altair y Vega, y la mancha ovalada de las Pléyades. Luego miró justo encima de él y estuvo observando la Vía Láctea, el asombrosamente enorme brazo en espiral de la galaxia.
Mirar las estrellas fue la chispa que encendió el interés de David por la ciencia hacía ya casi cuarenta años. En casa de su abuela en Bellows Falls, en Vermont, aprendió a identificar los planetas y las estrellas más brillantes. Mientras su madre limpiaba los platos de la cena y su padre iba a emborracharse, él se sentaba en el patio trasero y repasaba las constelaciones con el dedo. Al sumergir su mente en las leyes de la física —las teorías de Kepler y Newton, Faraday y Maxwell—, David descubrió que se podía distanciar de los arrebatos del borracho de su padre y la callada desesperación de su madre. Se pasó toda la juventud preparándose para convertirse en un científico, estudiando con tenacidad geometría y cálculo en el instituto y luego termodinámica y relatividad en la universidad. De modo que cuando a los veintitrés años sus demonios finalmente lo atraparon, expulsándolo del mundo de la física y hundiéndolo en la oscura barra de la taberna West End, fue algo más que un mero revés profesional. Había perdido la gran fuente de felicidad de su vida. Y aunque posteriormente sería capaz de salir del abismo y labrarse una exitosa carrera en los márgenes de la ciencia, escribiendo libros sobre Newton y Maxwell y Einstein, todavía se sentía un fracasado. Sabía que nunca tendría la oportunidad de estar sobre los hombros de los gigantes.
Pero mientras David observaba el cielo del Retiro de Carnegie sintió que su corazón volvía a sentir parte de la vieja felicidad. Vio la colección de planetas y estrellas como una diminuta gota en la ola cósmica. Hacía casi catorce mil millones de años una caldera cuántica explotó formando el universo y dejando una estela de inmensos rastros de materia y energía. Ningún científico del mundo sabía por qué había tenido lugar esa Gran Explosión, o qué la precedió, o cómo terminaría todo. Pero ahora las respuestas a estas cuestiones puede que estuvieran al alcance de la mano, en algún lugar de las tarjetas de circuitos del ordenador del profesor Gupta. Y David sería uno de los primeros en verlas.
Estaba tan nervioso que cuando sintió un golpecito en el hombro casi pierde el equilibrio. Se dio la vuelta, esperando ver a Gupta detrás de él, pero el profesor todavía estaba inclinado sobre la mesa de roble y con la mirada puesta en la pantalla del ordenador. Era Monique. Parecía tan nerviosa e inquieta como él. Tenía la boca abierta y jadeaba.
—Me gustaría hacerte otra pregunta acerca del artículo sobre
Planicie
que escribiste con Kleinman. Ese modelo de agujero negro bidimensional.
Había cierta urgencia en su voz. Su pregunta no parecía venir a cuento, pero un momento después David entendió por qué la hacía. Monique quería hacer un último intento de averiguar la Teoría del Todo antes de que el profesor Gupta desvelara las ecuaciones.
—¿Qué quieres saber?
—¿Tu agujero negro contenía CTC?
David no había oído el término desde hacía casi veinte años, pero lo recordó. Un CTC era una curva temporal cerrada. Básicamente era un sendero que permitía a una partícula viajar adelante y atrás en el tiempo, llegar exactamente al mismo punto en el que había empezado.
—Sí, encontramos CTC en el modelo, pero no es algo extraño en un espacio-tiempo bidimensional. En
Planicie
tienen lugar todo tipo de cosas mágicas e ilógicas que no necesariamente suceden en el universo tridimensional.
—¿Y el espacio-tiempo que rodea la singularidad tiene estructura de agujero de gusano?
David asintió. Un agujero de gusano era un túnel que conectaba dos regiones distantes del espacio-tiempo. En el mundo bidimensional que el doctor Kleinman y él habían propuesto, las partículas que se sumergieran en un agujero negro reaparecerían en un universo distinto al llegar al otro lado.
—Sí, así es. Me sorprende que sepas todo esto. ¿No habías dicho que no recordabas bien el artículo?
—Y no lo recuerdo. Pero mientras conducíamos hasta aquí he empezado a pensar en lo que te había dicho Kleinman de que tu artículo se acercaba a la verdad. Y ahora rae pregunto si podría haber alguna relación con los geones.
Este término no le resultaba familiar. O bien nunca lo había aprendido o se le había olvidado por completo.
—¿Geones?
—Viene de entidad gravitacional electromagnética. Es una vieja idea, de la década de los cincuenta. La premisa es que las partículas elementales no son objetos del espacio-tiempo, sino nudos en la tela del espacio-tiempo mismo. Como pequeños agujeros de gusano.
A David le sonaba vagamente. Ya había oído esa idea antes, probablemente en una clase de posgrado, dos décadas atrás.
—Sí, creo que una vez Kleinman mencionó esa teoría en una conferencia. Pero me parece que los físicos terminaron desechándola.
—Porque nadie pudo formular un geón estable. De acuerdo con las ecuaciones, la energía implosionaría, o bien se filtraría. Pero hace unos años unos investigadores resucitaron la idea como posible teoría unificadora. Su trabajo todavía está muy verde, de momento no han llegado más que a una partícula que parece un microscópico agujero de gusano con CTC.