Se puso en pie de un salto. Monique todavía estaba inclinada sobre el profesor Gupta, presionando con fuerza el vendaje mientras el anciano le susurraba algo a Michael al oído.
—¡Vamos! —exclamó David—. ¡Tenemos que irnos!
—Venga —dijo Gupta, empujando tanto a Michael como a Monique. Se lo veía cada vez más débil—. Y no os olvidéis… la
Game Boy
de Michael.
Llorando, Monique se puso rápidamente en pie y se dirigió hacia la puerta. David encontró la
Game Boy
y se la puso en las manos al adolescente. Michael presionó un botón y la pantalla volvió a encenderse. Siguió jugando al
Warfighter
en el mismo punto en el que lo había dejado, como si nada importante hubiera ocurrido en el ínterin, suficientemente distraído como para permitir que David lo cogiera del codo y lo guiara fuera de la cabaña.
Simon se ocupó primero de las patrullas estatales. Inclinado sobre uno de los árboles que había junto a la carretera, ametralló el parabrisas del primer coche patrulla y mató a los dos agentes que iban dentro. El coche derrapó en la gravilla y fue a chocar de frente con una roca cubierta de kudzu
[13]
. El conductor del segundo vehículo no vio el accidente hasta que llegó a la curva, demasiado tarde. Consiguió detener el coche en medio de la carretera, pero Simon lo alcanzó antes de que pudiera dar la vuelta. Sabiamente, el tercer conductor se quedó fuera de tiro. A lo lejos Simon pudo oír el ruido de los agentes corriendo a ponerse a cubierto y gritando por sus radios. El trabajo estaba hecho: ahora los agentes se alejarían de la carretera, y se quedarían cobardemente escondidos detrás de rocas y troncos de árboles durante la siguiente media hora, más o menos, permitiendo con ello que Simon pudiera prestar su atención a otro lugar.
Caminó cojeando por la carretera hasta llegar a la cabaña. La primera señal de que habían surgido problemas fue la puerta abierta. La segunda, los tres cuerpos que había dentro, tumbados en el suelo. Sólo uno de ellos estaba muerto —un agente del FBI con un bigote ridículo, obviamente el compañero de Brock—. Sus sesos estaban desparramados por una pared cercana. Un hindú diminuto, el estimado profesor Gupta, yacía inconsciente sobre un charco de sangre. Alguien le había vendado la herida de la pierna, pero el vendaje ya estaba empapado. Y por último, pero no por ello menos importante, el agente Brock, que se retorcía de dolor tumbado boca abajo, gimiendo y escupiendo trozos de diente.
Simon permaneció un momento de pie, decidiendo qué hacer. Swift y Reynolds, sus objetivos principales, no debían de estar muy lejos. Habían huido a ciegas por el bosque con su acompañante adolescente. En otras circunstancias, Simon hubiera ido detrás de ellos, pero su tobillo estaba cada vez más inflamado y sabía que no soportaría su peso mucho más tiempo. Por ahora tendría que conformarse con interrogar al doctor Gupta. Si el viejo no moría del shock había muchas posibilidades de que le revelara adónde se dirigían Swift y Reynolds.
Tambaleante, Brock se puso en pie. Tenía la cara destrozada, pero por lo demás seguía siendo útil. Si lo ayudaba, juntos probablemente podrían llevar a Gupta por el bosque hasta la furgoneta. Simon cogió a Brock por el cuello y lo empujó hacia el profesor.
—Tengo un nuevo trabajo para usted, señor Brock —dijo—. Y si quiere seguir con vida, le recomiendo que lo acepte.
Lucille se arrodilló junto al cuerpo de Tony Santullo, un agente de veinticuatro años que se había graduado en la academia apenas seis meses antes, y se obligó a sí misma a mirar el agujero que tenía en la sien. Mientras respiraba hondo, apartó toda distracción de su cabeza, todo sentimiento de culpabilidad, rabia y frustración, y se concentró en reconstruir lo que había tenido lugar en la cabaña. Examinó la posición del cadáver de Santullo y el patrón de la salpicadura de sangre. Advirtió la presencia de dos charcos más de sangre al otro lado de la habitación, lo cual sugería la existencia de más heridos. Y examinó los escombros de artilugios mecánicos que había esparcidos por el suelo: la carcasa rota del ordenador, el disco duro destrozado y los restos de plástico de una especie de robot.
El agente Crawford permaneció detrás de ella, con la radio pegada a la oreja.
—¿Brock, me recibes? —gritó—. ¿Me recibes, me recibes? Contesta de una vez, cambio y corto.
Lucille negó con la cabeza. Para ser justos, existía la posibilidad de que el agente Brock hubiera ido detrás de los sospechosos y no pudiera responder porque estuviera muerto o herido en medio del bosque. Pero lo dudaba. Desde hacía veinticuatro horas sospechaba que había un traidor en las fuerzas, y ahora ya sabía quién era.
—¿Me recibes, Brock? —repitió Crawford—. ¿Me recibes, me…?
De repente bajó la radio y ladeó la cabeza para poder escuchar un ruido que provenía de fuera. Unos segundos después, Lucille también lo oyó: era el estruendo de los rotores de varios helicópteros. Se puso en pie y siguió a Crawford fuera de la cabaña. Miraron hacia el nordeste y vieron tres
Blackhawks
que sobrevolaban las colinas, iluminando con sus focos reflectores las copas de los árboles sobre los que pasaban. Era la avanzadilla de la Fuerza Delta, que llegaba antes de tiempo.
Desnudo de cintura para arriba, David corría atropelladamente en completa oscuridad. No podía ver nada, pero no dejaba de avanzar hacia delante, intentando seguir los ruidos que Monique hacía al pisar la maleza. Con la mano derecha iba palpando troncos de árbol y ramas, y con la izquierda sujetaba firmemente el codo de Michael, tirando de él. Al principio el adolescente no había dejado de gritar pero después de correr un kilómetro se había quedado sin aliento para protestar. Iban a toda velocidad por el oscuro bosque como si corrieran en el aire, impulsados por el pánico más absoluto.
Llegaron a un claro y Monique se detuvo de golpe. David casi choca con ella.
—¿Qué haces? —susurró él—. ¡Vamos, vamos!
—¿Adónde? ¿Cómo sabes que no estamos corriendo en círculos?
Él levantó la mirada hacia las estrellas. Tenían la Osa Menor a la derecha, lo cual significaba que se dirigían hacia el oeste. Cogió la mano de Monique y señaló con ella hacia la izquierda.
—Tenemos que ir hacia allí, hacia el sur. Entonces…
—Oh, Dios, ¿qué es eso?
Detrás de ellos tres puntos de luz surgieron por encima de las copas de los árboles, colgando del cielo como si fueran unas estrellas nuevas y relucientes. Mientras las miraba con atención, David oyó el estruendo de los rotores de varios helicópteros a lo lejos.
Agarró a Michael del hombro y empujó a Monique hacia delante.
—¡Vamos, vamos, vamos! ¡Meteos debajo de los árboles!
Se volvieron a sumergir en el bosque y subieron por una pendiente rocosa. Aquí el camino era más difícil, más escarpado. En un momento dado, Monique tropezó con algo y se le escapó un grito al caer al suelo. David fue corriendo a su lado, pero cuando se inclinó para preguntarle si estaba bien, oyó una voz profunda que le decía:
—Quieto ahí —y luego oyó cómo amartillaban dos rifles.
David se quedó inmóvil. Por un momento consideró la posibilidad de intentar escapar, pero cuando se dio la vuelta vio que la
Game Boy
que Michael sujetaba en la mano todavía estaba encendida. La luz de la pantalla era débil, pero se veía suficiente como para servir de blanco.
Se encendió una linterna y su haz de luz los iluminó. David intentó ver al hombre que sostenía la luz, pero lo único que pudo distinguir fue una silueta corpulenta. Probablemente no es del FBI, pensó. Lo más seguro es que sea un
sheriff
local o un agente estatal. Aunque tampoco suponía mucha diferencia a estas alturas.
—¿Qué'stáis haciendo aquí? —dijo el hombre corpulento—. Éste no es lugar para picnics.
Parecía genuinamente sorprendido. David entrecerró los ojos para intentar vislumbrar algo tras el haz de luz y advirtió con alivio que el hombre no llevaba uniforme. Iba vestido con un pantalón de peto y una camisa de franela que le iba grande, y el arma de fuego con la que los apuntaba era una escopeta, no un rifle. A su izquierda había otro hombre también con una escopeta, un tipo viejo y desdentado con una gorra John Deere, y a la derecha un chaval bajo y fornido, de unos ocho o nueve años. El muchacho llevaba un tirachinas casero y tenía la cara extrañamente plana.
—¿M'habéis oído? —dijo el hombre gordo. Tenía una espesa barba castaña y una venda sucia sobre el ojo izquierdo—. Sus he hecho una pregunta.
David asintió. Eran los cazadores locales acerca de los que el profesor Gupta había hablado. Abuelo, padre e hijo, sin duda alguna. Hombres de las montañas de Virginia Occidental, recelosos de los forasteros. Seguramente no demasiado inclinados a simpatizar con una física negra y un profesor de historia con el pecho desnudo. Pero tampoco debían de sentir demasiado cariño por el gobierno. David se preguntó si podía utilizar este hecho para ganárselos.
—Tenemos problemas —admitió—. Nos quieren arrestar.
El hombre gordo lo miró con el ojo bueno.
—¿Quién?
—El FBI. Y la policía estatal. Trabajan juntos.
El tipo resopló.
—¿Q'habéis hecho, robar un banco?
David se dio cuenta, claro está, de que no podía decir la verdad. Tenía que pensar una historia que los cazadores se pudieran creer.
—No hemos hecho nada malo. Es una operación ilegal del gobierno.
—Qué diantres quieres decir con lo de…
Fue interrumpido por su hijo, que de repente soltó un graznido agudo, como la llamada de un pájaro tropical. Una especie de sonrisa le cruzó la cara y empezó a balancearse de lado a lado, como empujado por el viento. De repente, David se dio cuenta de qué era lo que le ocurría al muchacho. Tenía síndrome de Down.
El hombre gordo no prestó atención a su hijo. Siguió apuntando a David con su escopeta.
—¿Qué, vas a decirme qué'stá pasando aquí?
Muy bien, pensó David. Tenían algo en común. Ya era algo. Señaló a Michael, que estaba agachado y se balanceaba hacia delante y atrás.
—¡Van detrás de nuestro hijo! —gritó David—. ¡Nos lo quieren quitar!
Monique se lo quedó mirando fijamente, horrorizada. Pero la mentira, aunque exagerada, no era del todo absurda. En medio de esa oscuridad no era tan difícil convencerse de que ese adolescente de piel oscura era hijo de ambos. Y los cazadores parecieron aceptar la posibilidad. El corpulento bajó unos pocos grados la escopeta, que ahora les apuntaba a los pies.
—Qué le pasa a vuestro hijo, ¿está enfermo?
David adoptó una expresión de indignación.
—¡Los médicos quieren internarlo en un psiquiátrico! ¡Nos fuimos de Pittsburgh para huir de esos cabrones, pero nos han seguido hasta aquí!
—Hace un rato hemos oídos unos disparos. ¿Os estaban disparando?
David volvió a asentir.
—Y ahora han traído refuerzos. ¿No oís los helicópteros?
El ruido de los rotores era cada vez más alto. El chaval con síndrome de Down miró hacia el cielo. El tipo mayor con la gorra de John Deere intercambió una mirada con el gordo. Luego ambos bajaron las armas. El gordo apagó la linterna.
—Seguidme —ordenó—. El sendero es por aquí.
Simon reconoció los helicópteros por su silueta.
Blackhawks
volando bajo, a unos pocos metros de las copas de los árboles. Era una táctica de la Fuerza Delta, volar a ras de suelo, por debajo de la cobertura del radar. El pulso de Simon se aceleró; sus enemigos estaban cerca. Puede incluso que los soldados de Chechenia, los que mataron a su esposa y su hijo, estuvieran entre ellos. Por un momento consideró dispararles con la Uzi; un disparo afortunado podía derribar a uno de los pilotos. Pero los otros
Blackhawks
localizarían su posición y el juego habría terminado. No, se dijo Simon, mejor ajustarse al plan original. De ese modo conseguiría matar a muchos más.
Él y Brock pronto llegaron a la camioneta
pickup
y dejaron al profesor Gupta en el asiento trasero. Luego Brock se dejó caer en el asiento del acompañante y Simon se puso detrás del volante. Sabía que no podía encender las luces de la furgoneta —los pilotos de los
Blackhawks
los verían inmediatamente— de modo que se puso las gafas de infrarrojos. En el visor del dispositivo el polvo de la carretera se veía frío y negro, pero los troncos de los árboles que había a los lados brillaban con calidez al haber retenido parte del calor del día. El contraste era suficientemente marcado para permitirle conducir con cierta rapidez. Afortunadamente, pues no tenían demasiado tiempo. Cuando Simon miró por encima del hombro, advirtió que la cara de Gupta estaba considerablemente más fría que la de Brock. El profesor iba a entrar en shock.
Estaban a unos veinte kilómetros al sur de la cabaña, al otro lado de la frontera del estado de Virginia, cuando Simon vio una casa en una curva de la carretera. Era de dos pisos, sin nada especial, con porche delantero y garaje adosado. Lo que llamó la atención de Simon fue el nombre que figuraba en el buzón. Estaba escrito con letras de plástico que resaltaban con claridad contra el frío metal: DR. MILO JENKINS.
Simon derrapó y se detuvo, luego cogió el camino de entrada hacia la casa del médico.
Los cazadores se movían como fantasmas a través del bosque. Rodeados por el follaje, siguieron un serpenteante sendero que subía la pendiente de un estrecho valle entre las montañas. Aunque David, Monique y Michael casi ni les podían seguir de lo rápido que iban, los cazadores caminaban sin hacer ruido alguno. David fue capaz de seguirlos únicamente por el destello de la luz de la luna creciente en los cañones de sus escopetas.
Durante una media hora avanzaron cuesta arriba por una empinada cresta tachonada con pinos. Michael empezó a jadear, pero no dejó de caminar; mantenía los ojos puestos en su
Game Boy
, y permitía que David tirara de él por el codo. Cuando llegaron a la cima, David se volvió y a través de un hueco en los árboles echó un vistazo al paisaje que había hacia el este. Pudo ver los focos reflectores de los tres helicópteros rondando las colinas y las hondonadas, pero ahora estaban tan lejos que el ruido de los rotores no era más que un murmullo apagado.
Los cazadores siguieron avanzando por la cresta un par de kilómetros más, y luego empezaron a descender a un valle vecino. Unos minutos después, David divisó una luz en la ladera. Los cazadores se dirigieron hacia ella, acelerando el paso, y pronto llegaron a una choza de maderos contrachapados y sin pintar que descansaba sobre unos bloques de hormigón. Era larga y estrecha y estaba apoyada contra un árbol, como si fuera un destartalado furgón abandonado en el bosque. Un par de perros sarnosos correteaban delante de la choza, ladrando y aullando, pero se tranquilizaron en cuanto los hombres se acercaron. Uno de los perros fue corriendo hacia el muchacho con síndrome de Down y se puso a juguetear a sus pies. Su padre, el tipo gordo con el pantalón de peto, se volvió a David.