—¡Brock! —llamó—. Por favor, trae aquí a la señora Jenkins.
A las 5.00 de la madrugada, justo cuando el sol salía en Washington, D.C., el vicepresidente salió de su limusina y se dirigió hacia la entrada lateral del Ala Oeste. No era madrugador por naturaleza; si por él fuera, dormiría hasta las siete en punto y llegaría a la oficina sobre las ocho. Pero al presidente le encantaba comenzar la jornada laboral al amanecer, de modo que el vicepresidente hacía lo mismo. Tenía que estar a su disposición en todo momento para evitar que el comandante en jefe cometiera alguna estupidez.
En cuanto entró en el edificio vio al secretario de Defensa sentado en una de las butacas del vestíbulo. El secretario tenía un bolígrafo en la mano y un ejemplar del New York limes en el regazo. Había garabateado algunas notas en los márgenes del periódico. Este hombre no duerme nunca, pensó el vicepresidente. Se pasa toda la noche deambulando por los pasillos de la Casa Blanca.
El secretario se puso en pie de un salto en cuanto vio al vicepresidente. Sostenía en la mano la sección de portada del
New York Times
y la sacudía enojado.
—¿Ha visto esto? —espetó—. Tenemos un problema. Uno de los policías de Nueva York se ha ido de la lengua.
—¿Qué está…?
—Aquí, léalo usted mismo. —Y puso el periódico en las manos del vicepresidente.
La noticia estaba en la esquina superior izquierda de la portada:
ACUSACIONES DEL FBI EN DUDA
Por Gloria Mitchell
Un detective de la policía de Nueva York ha cuestionado la afirmación del Federal Bureau of Investigaron según la cual un profesor de la Universidad de Columbia estuvo involucrado en el brutal asesinato de seis agentes del FBI la tarde del martes.
El FBI ha emprendido la búsqueda a nivel nacional de David Swift tras los asesinatos, que supuestamente tuvieron lugar durante una operación encubierta de compra de drogas en West Harlem. El Bureau asegura que Swift, un profesor de historia conocido por sus biografías de Isaac Newton y Albert Einstein, dirigía la red de venta de cocaína y fue quien ordenó el asesinato de los agentes al descubrir su identidad.
Ayer, sin embargo, un detective del Departamento de Homicidios del Distrito Norte de Manhattan declaró que los agentes del FBI tomaron en custodia a Swift sobre las 19.30 del martes, dos horas antes de que, según el FBI, tuvieran lugar los asesinatos.
En declaraciones realizadas de forma anónima, el detective explicó que los agentes arrestaron a Swift en el hospital Saint Luke de Morningside Heights. Swift había acudido a visitar al doctor Hans Kleinman, premio Nobel de Física, que había sido hospitalizado a causa de las heridas sufridas durante un robo en su apartamento esa misma noche. Kleinman murió poco después de que llegara Swift.
El vicepresidente estaba demasiado furioso para seguir leyendo. Esto era una cagada de primer orden.
—¿Cómo diablos ha podido pasar esto?
El secretario volvió su cabeza cuadrada.
—La típica estupidez policial. El detective estaba cabreado con los federales por quitarle el caso Kleinman de las manos. Y se venga chivándose al
Times
.
—¿Podemos cerrarle la boca?
—Oh, ya nos hemos encargado de ello. Hemos supuesto de quién se trataba, un hispano llamado Rodríguez, y lo hemos traído para interrogarlo. El problema de verdad es la ex esposa de Swift. Es ella quien ha instigado al
Times
para que publicara la noticia.
—¿Y no podemos hacerla callar también a ella?
—Lo estamos intentando. Acabo de hablar por teléfono con su novio, Amory Van Cleve, el abogado que recaudó veinte millones de dólares en su última campaña. Al parecer, la relación entre ambos se ha enfriado en las últimas veinticuatro horas. Ahora dice que no pondrá ninguna objeción si la arrestamos.
—Pues hágalo.
—Los agentes que la siguen dicen que ella y su hijo pasaron la noche con la periodista que escribió el artículo del
Times
. La ex de Swift es una chica lista. Sabe que no podemos detenerla mientras esté con la periodista. Ahora mismo ya tenemos suficientes problemas con el
Times
.
—¿Uno de sus periodistas la está protegiendo? ¡Y dicen ser imparciales!
—Ya lo sé, ya lo sé. Pero pronto la tendremos en nuestro poder. Tenemos media docena de agentes vigilando el apartamento. En cuanto la periodista se vaya al trabajo, entraremos.
El vicepresidente asintió.
—¿Y qué hay de lo de Virginia Occidental? ¿Cómo va el asunto?
—Todo va bien. Un batallón ya ha llegado y dos más están de camino. —Empezó a caminar hacia la Sala de Crisis—. Voy a despachar con los comandantes ahora mismo. Puede que ya hayan capturado a los fugitivos.
El vicepresidente lo miró con severidad. El secretario tenía la mala costumbre de cantar victoria antes de tiempo.
—Manténgame informado, por favor.
—Sí, sí, claro. Lo llamaré más tarde desde Georgia. Por la mañana he de ir a Fort Benning a dar un discurso a los soldados de infantería.
David se despertó en la parte trasera de la ranchera de Graddick y se encontró con que Monique dormía en sus brazos. Se quedó un poco desconcertado. Cuando se durmieron horas antes habían tenido cuidado de hacerlo en extremos opuestos de la zona de carga. (Afortunadamente, el coche era un enorme Ford Country Squire que había sobrevivido al menos veinte inviernos de Virginia Occidental). Pero al parecer Monique se le había acercado en sueños y ahora tenía la espalda apoyada contra el pecho de él, y la cabeza bajo su barbilla. Quizá se había arrimado en busca de calor. O quizá se había apartado instintivamente de las cajas de serpientes, que estaban escondidas bajo una lona, debajo de la ventanilla trasera. Por la razón que fuera, ahora estaba en sus brazos, y podía ver sus costillas subir y bajar al ritmo de la respiración; a David le sobrevino un sentimiento de ternura hacia ella casi doloroso. Recordó la última vez que la había abrazado así, en el sofá de su diminuto apartamento de la escuela de posgrado, casi dos décadas antes.
Con cuidado de no despertarla, David alzó la cabeza y miró por la ventanilla. Era temprano y viajaban por una carretera flanqueada a ambos lados por pinos sureños. Graddick iba en el asiento del conductor, silbando una melodía Gospel que sonaba en la radio, y Michael estaba estirado en el asiento trasero, profundamente dormido pero todavía aferrado a su
Game Boy
inactiva. Un rato después David vio una señal de tráfico —I-185 Sur, Columbus— y se dio cuenta de que estaban en Georgia, seguramente no demasiado lejos de su destino.
Monique comenzó a despertarse. Se dio la vuelta y abrió los ojos. Curiosamente, no se liberó de su abrazo. En vez de eso, se limitó a bostezar y desperezarse.
—¿Qué hora es?
David miró la hora.
—Casi las siete. —Le pareció destacable su despreocupación, tumbada a su lado como si estuvieran casados de verdad—. ¿Has dormido bien? —preguntó él. Procuró hablar bajo, aunque dudaba que Graddick pudiera oír nada con el sonido de la radio.
—Sí, estoy mejor. —Se tumbó boca arriba y se puso las manos detrás de la cabeza—. Lamento lo de anoche. Me temo que estaba un poco irritable.
—No pasa nada. Cualquiera estaría irritable si lo persiguiera el ejército de Estados Unidos.
Ella sonrió.
—¿Entonces no estás molesto por todas las cosas feas que dije acerca de Einstein?
Él negó con la cabeza y le devolvió la sonrisa. Esto es agradable, pensó. No había tenido este tipo de conversación con una mujer desde hacía mucho tiempo.
—No, para nada. De hecho, en algunas cosas tenías razón.
—¿Quieres decir que Einstein realmente era un cabrón sin corazón?
—No diría tanto. Pero a veces podía ser bastante cruel.
—¿Ah sí? ¿Qué hizo ese cabrón?
—Bueno, para empezar abandonó a sus hijos cuando su matrimonio con Mileva se fue a pique. Los dejó a todos en Suiza mientras él se iba a Berlín a investigar la relatividad. Y nunca reconoció a la hija que él y Mileva tuvieron antes de casarse.
—¿Cómo? ¡Un momento! ¿Einstein tuvo una hija ilegítima?
—Sí, se llamaba Lieserl. Nació en 1902, cuando Einstein todavía era profesor en Berna y no tenía un centavo. Fue todo un escándalo, así que sus familias lo silenciaron. Mileva regresó a su casa, en Serbia, para tener el bebé. Y luego Lieserl o bien murió o bien la dieron en adopción. Nadie lo sabe con seguridad.
—¿Qué? ¿Cómo puede ser que nadie lo sepa?
—Einstein dejó de mencionarla en sus cartas. Luego Mileva regresó a Suiza y se casaron. Ninguno de los dos volvería a hablar de Lieserl.
Monique apartó la mirada de golpe. Con el ceño fruncido, se quedó mirando la raída tela gris que cubría el suelo de la zona de carga. A David le confundió ese repentino cambio de humor.
—¿Eh, qué ocurre?
Ella negó con la cabeza.
—Nada. Estoy bien.
Envalentonado por su cercanía, David le puso la mano debajo de la barbilla y le volvió la cara hacia él.
—Vamos. Entre colegas no hay secretos.
Ella vaciló. Por un momento, David pensó que ella se iba a enfadar, pero en vez de eso volvió a apartar la mirada y miró por la ventanilla.
—Cuando tenía siete años mi madre se quedó embarazada. Seguramente el padre debió de ser uno de los tíos a los que les compraba heroína. Al día siguiente de dar a luz, dio el bebé en adopción. Nunca me contó nada más sobre el tema, excepto que el bebé era una niña.
David deslizó su mano por la suave parte inferior de la mandíbula de Monique hasta alcanzar su oreja con los dedos.
—¿Llegaste a descubrir qué le pasó?
Sin mirarle, ella asintió.
—Sí, ahora es prostituta, y adicta al crack.
Una lágrima asomó por el rabillo del ojo, luego resbaló por un lado de la nariz. Incapaz de contenerse, David se inclinó y la besó. Sintió la humedad en sus labios, su sabor salado. Luego Monique cerró los ojos y él la besó en la boca.
Durante al menos un minuto se besaron en silencio en el suelo de la zona de carga, como si fueran una pareja de adolescentes escondiéndose de los adultos sentados en los asientos delanteros. Monique lo cogió por la cintura y lo atrajo hacia sí. La ranchera empezó a disminuir la velocidad, obviamente estaba acercándose a la salida de Columbus, pero David no levantó la cabeza para mirar por la ventanilla. Siguió besando a Monique mientras el coche cogía la rampa de salida, entraba en una curva descendente que le hizo pensar en gaviotas revoloteando sobre el océano y lo mezcló en su cabeza con el tacto resbaladizo de los labios de Monique. Al final se separaron y él se la quedó mirando. Estuvieron mirándose larga y fijamente el uno al otro durante varios segundos, sin decir una palabra. Luego la ranchera giró con brusquedad hacia la derecha y se detuvo.
Rápidamente se soltaron y miraron por la ventanilla. El coche había aparcado delante de un descuidado centro comercial que daba a una avenida en la que ya había mucho tráfico. David advirtió que debían de estar cerca de la entrada de Fort Benning porque los nombres de todas las tiendas compartían temática militar. La más grande era
Ranger Rags
, una tienda de excedentes del ejército en cuyo escaparate había maniquíes vestidos de camuflaje. Al lado había un restaurante de comida para llevar llamado
Combat Zone Chicken
y un salón de tatuajes llamado
Ike's Inks
. Unos metros más abajo podía ver un edificio construido con bloques de hormigón y sin ventanas, con un gran letrero de neón en el tejado. El tubo de neón naranja tenía la forma de una mujer pechugona reclinada sobre las palabras «
The Night Maneuvers Lounge
»
[16]
. Contradiciendo su nombre, en el local parecía haber operaciones las veinticuatro horas del día; al menos dos docenas de coches estaban aparcados enfrente del bar y un desastrado gorila vigilaba la entrada.
Graddick bajó del asiento del conductor y con paso pesado dio la vuelta a la ranchera. Abrió la puerta trasera, pero David era reticente a salir del coche. De rodillas junto a las cajas de serpientes, examinó ambos lados de la calle, por si había alguien uniformado. Dadas sus circunstancias, éste era un lugar arriesgado en el que estar.
—¿Dónde estamos? —preguntó.
Mirándolos fijamente con esos sobrenaturales ojos azules de demente, Graddick señaló el
Night Maneuvers Lounge
.
—¿Veis el número que hay sobre la puerta? Ésta es la dirección que me disteis, 4015 Victory Drive.
—No, no puede estar bien —David estaba desconcertado. Se suponía que ésa era la dirección de Elizabeth Gupta.
—Yo conozco este lugar —dijo Graddick con acento sureño—. Antes de mi salvación fui un soldado del ejército de Satán. Estuve destinado aquí, en Benning, y solíamos venir a Victory Drive todos los fines de semana que teníamos permiso. —Frunció el ceño y escupió en el asfalto—. V. D. Drive, lo llamamos. Es un antro dedicado al lenocinio.
David asintió. Ahora empezaba a comprender. Recordó lo que el profesor Gupta había dicho de su hija drogadicta. Ponerse en contacto con ella iba a ser más difícil de lo que esperaba.
—Creo que la mujer que tenemos que ver trabaja en este bar.
Graddick entrecerró los ojos.
—¿Y dijiste que esta mujer era familiar de tu esposa?
David volvió a asentir e hizo un gesto hacia Monique.
—Así es, son primas.
—Prostitución y fornicación —masculló Graddick, mientras miraba con el ceño fruncido el edificio de bloques de hormigón—. «Con tu fornicación has contaminado la tierra.»
[17]
—Volvió a escupir mientras miraba el lascivo letrero de neón. Parecía que quisiera arrancarlo con sus propias manos.
A David se le ocurrió que este corpulento montañero de Virginia Occidental les podía resultar útil. Cuanto menos podrían utilizar su ranchera.
—Sí, lo que le ha pasado a Elizabeth nos rompe el corazón —dijo David—. Tenemos que ayudarla de alguna forma.
Tal y como David esperaba, la idea pareció llamar la atención de Graddick, que ladeó la cabeza y dijo.
—¿Es que queréis salvarla?
—Por supuesto. Tenemos que convencerla de que acepte a Jesucristo como su salvador. Si no, irá directamente al infierno.