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Authors: Mark Alpert

Tags: #Ciencia, Intriga, Policíaco

La clave de Einstein (27 page)

BOOK: La clave de Einstein
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—¿En qué narices están pensando? —le gritó al teléfono—. El ejército no puede realizar operaciones de mantenimiento de la ley y el orden. ¡Es ilegal incluso que participen en una operación doméstica!

—Lo sé, lo sé —contestó el director—. Pero dicen que tienen una orden ejecutiva. Y la Fuerza Delta tiene experiencia en la búsqueda de personas. Al menos en Iraq y Afganistán.

—¿Pero qué van a hacer? Todavía no tenemos pistas sobre el paradero de los sospechosos. A estas alturas podrían estar en cualquier lugar, de Michigan a Virginia.

—Según el plan, ahora mismo las tropas están en pleno vuelo hacia la Base Andrews de las Fuerzas Aéreas y desde ahí se desplegarán. Tienen helicópteros y vehículos Stryker, de modo que se podrán mover con gran rapidez.

Lucille negó con la cabeza. Esto era una auténtica estupidez. Desplegar una brigada de comandos no iba ayudarlos a encontrar a los fugitivos. Lo más probable era que los soldados terminaran disparando a un palurdo borracho por saltarse uno de sus puestos de control.

—Deme un poco más de tiempo, señor —dijo ella—. Sé que puedo encontrar a esos cabrones.

—Es demasiado tarde, Lucy. Las tropas ya están subiendo a sus C-17. Tienes el mando de la operación hasta medianoche. Llámame en dos horas con los planes para la transferencia del mando —dijo, y luego colgó.

Durante unos segundos se quedó mirando el teléfono móvil que sostenía en la mano. En la pantalla ponía «LLAMADA FINALIZADA 19.49», y luego volvió a mostrar el familiar escudo del FBI. Pero no estaba mirando la pantalla; lo que Lucy miraba era el final de su carrera en el Bureau. Durante treinta y cuatro años se había esforzado para lograr ascender de rango, era la única mujer en un ejército de hombres cabezotas y había triunfado gracias a mostrarse más dura e inteligente que cualquiera de ellos. Se había enfrentado a ladrones de bancos, se había infiltrado en bandas de motoristas, había frustrado secuestros y pinchado teléfonos de mafiosos. Un mes atrás, el director le había prometido hacerla jefa de la oficina del Bureau en Dallas, todo un regalo que coronaba décadas de servicio. Pero ahora se daba cuenta de que eso no iba a ocurrir. En vez de conseguir un ascenso la iban a obligar a jubilarse.

El agente Crawford, su número dos, se acercó a ella cautelosamente, como un perro apaleado acercándose a su amo.

—Esto, ¿agente Parker? Hemos terminado el análisis del sistema informático de Gupta.

Ella se metió el teléfono en el bolsillo y se volvió hacia él. Estaría al cargo durante cuatro horas más, así que echaría el resto.

—¿Has encontrado algún documento de física?

—No, es todo robótica. Archivos enormes llenos de códigos de software y diseños de hardware. También hemos encontrado el programa que le permite ponerse en contacto con los robots. Así es como ha conseguido que el
Dragon Runner
hiciera sonar la alarma.

Lucy hizo una mueca. No le gustaba que le recordaran su cagada, pero tampoco podía ignorarla. Tenía que ver la fuente de su perdición:

—Enséñame el programa.

Crawford se inclinó sobre el escritorio y con el ratón hizo clic en el icono triangular de la pantalla del ordenador. Se abrió una ventana que mostraba un mapa tridimensional del Newell-Simon Hall con una docena de parpadeantes puntos amarillos repartidos entre las plantas.

—Esta pantalla muestra la localización y el estado de cada robot —dijo Crawford—. Gupta podía enviarles órdenes mediante un aparato inalámbrico.

—¿Inalámbrico? —Sintió una palpitación de esperanza en el pecho. Todos los teléfonos móviles y demás aparatos inalámbricos envían periódicamente señales a sus redes, con lo que siempre que estuvieran encendidos el Bureau podía determinar sus posiciones aproximadas.

—¿Y no podemos localizarlo?

—No, el aparato de Gupta utiliza únicamente radio de corto alcance. Para controlar robots en otras localizaciones, envía las órdenes mediante una línea de tierra a un nodo de transmisión local, que luego emite la señal a otras máquinas.

Mierda, pensó Lucille. No daba una. Pero entonces se le ocurrió otra idea.

—¿Qué otras localizaciones? ¿Dónde más tiene robots?

Crawford hizo clic en otro icono y en la pantalla apareció un mapa del campus de la Carnegie Mellon.

—Hay algunos en el Departamento de Ciencias Informáticas y otros pocos en la Facultad de Ingeniería. —Señaló un grupo de puntos parpadeantes al borde del mapa—. Y unos cuantos más aquí, en casa de Gupta.

—¿Y fuera de Pittsburgh?

Con otro clic de ratón en la pantalla apareció un mapa de Estados Unidos. Había cuatro puntos parpadeantes en California, uno en Tennessee, uno en Virginia Occidental, dos en Georgia y media docena cerca de Washington, D.C.

—El Departamento de Defensa está probando robots de vigilancia en distintos sitios —explicó Crawford—. Y la NASA está preparando una de sus máquinas para una misión a Marte.

—¿Y qué hay de esta localización? —Lucille señaló el punto parpadeante de Virginia Occidental. Era el más cercano a Pittsburgh.

El agente Crawford hizo clic en el punto y apareció a su lado una etiqueta: «Retiro de Carnegie, Jolo, Virginia Occidental».

—No parece ser ni una base militar ni un centro de la NASA —advirtió Lucille. La palpitación de esperanza de su pecho pasó a ser un latido firme. Sabía que no era más que una corazonada, pero al cabo de los años había aprendido a confiar en sus corazonadas.

Crawford se fijó en la etiqueta que aparecía en pantalla.

—No he visto este nombre en ninguno de los documentos de Gupta. Podría tratarse de un contratista privado, supongo. Quizá una de las compañías de defensa que se dedican a la robótica.

Ella negó con la cabeza. El punto parpadeaba al sur del estado, en pleno corazón de la tierra de los Hatfield y los McCoy
[10]
. Por ahí no había ningún contratista de defensa.

—¿Tenemos algún agente operativo en Virginia Occidental esta noche?

Crawford sacó del bolsillo la BlackBerry con la que solía seguir la pista de los agentes asignados a la operación.

—Bueno, veamos. Los agentes Brock y Santullo están en el I-79, ayudando a la policía estatal en un control de carretera. A unos ochenta kilómetros al norte de Jolo.

—Diles a Brock y Santullo que se dirijan ahí tan rápido como puedan. Necesitarán refuerzos, así que reúne a otra docena de agentes y que vayan tirando a Virginia Occidental.

Crawford levantó una ceja.

—¿Está segura de esto? Lo único que sabemos en este momento es que…

—¡Tú hazlo! 

8

Para cuando llegaron al Retiro de Carnegie ya había oscurecido del todo, pero gracias al resplandor de los faros del Hyundai, David pudo ver suficiente del lugar para saber que Andrew Carnegie
[11]
no habría pasado ni una sola noche aquí. No era más que una choza de un piso construida sobre raíles en un pequeño claro del bosque. El patio delantero estaba repleto de ramas caídas y una alfombra de hojas mojadas cubría el porche. La Universidad Carnegie Mellon había dejado que el lugar cayera en el abandono. Estaba claro que ningún miembro de la universidad había visitado la cabaña desde el verano anterior, como mínimo.

David abrió la puerta del asiento del acompañante y ayudó al profesor Gupta a salir del asiento trasero. El anciano se había recuperado de su ataque de pánico pero las piernas todavía le temblaban y David tuvo que sostenerlo por el codo mientras caminaban sobre las ramas muertas. Monique y Michael también salieron del coche, dejando las luces encendidas para poder ver hacia dónde iban. Cuando llegaron a la puerta principal, Gupta señaló una maceta en la que no había más que mugre.

—La llave está debajo de esta maceta —dijo.

Mientras David se agachaba para coger las llaves, oyó un estruendo distante y sordo que resonó por las colinas. Se puso derecho de inmediato, con los músculos en tensión.

—¡Dios mío! —dijo entre dientes—. ¿Qué diablos ha sido eso?

Gupta se rió entre dientes y le dio una palmadita en la espalda.

—No te preocupes, es la gente del lugar. Al anochecer les gusta merodear por los bosques con sus escopetas y cazar la cena.

David respiró hondo un par de veces.

—Empiezo a ver por qué ningún profesor de su facultad viene por aquí.

—Oh, no está tan mal. De hecho, la gente de la zona es bastante interesante. Hay una iglesia en la Ruta 83 en la que los domingos manipulan serpientes
[12]
. Bailan alrededor del púlpito con serpientes de cascabel sobre la cabeza. Curiosamente, apenas reciben mordeduras.

—Venga, vamos dentro —instó Monique mientras miraba el oscuro dosel de hojas que había encima de sus cabezas.

David se volvió a agachar, levantó la maceta y cogió una oxidada llave. La metió dentro de la cerradura y, después de un par de intentos, la llave giró y abrió la puerta. Pasó la mano por la pared hasta que encontró el interruptor de la luz.

El interior de la cabaña parecía más atractivo. Había una chimenea de piedra en la pared opuesta y una alfombra marrón de pelo largo en el suelo. Una diminuta cocina con un horno vetusto. La nevera estaba a la izquierda, y a la derecha había dos pequeñas habitaciones. En el centro del salón había una gran mesa de roble sobre la que descansaban un ordenador, un monitor y varios periféricos.

El profesor Gupta los hizo entrar.

—Entrad, entrad. Me temo que no hay nada para comer, hace mucho tiempo que no viene nadie a la cabaña —dijo, y se fue directamente a encender el ordenador, pero al buscar un ladrón de corriente debajo de la mesa vio otra cosa—. ¡Oh, mira esto, Michael! ¡Me había olvidado de que lo habíamos dejado aquí! ¡Y las baterías todavía están cargadas!

Arrodillándose en el suelo, Gupta encendió unos cuantos interruptores. David oyó el chirrido de un motor eléctrico y luego vio que de debajo de la mesa salía un robot de cuatro patas. Medía medio metro de altura y uno de largo, más o menos. Era una máquina diseñada para que pareciera un brontosaurio en miniatura. Su cuerpo estaba hecho de plástico negro brillante y tenía el cuello y la cola segmentados, lo que permitía que el robot los moviera de forma escalofriantemente realista mientras avanzaba torpemente por el suelo. En la cabeza, del tamaño de un puño, tenía dos LED rojos que parecían ojos y en la espalda tenía una larga antena negra. La criatura mecánica se detuvo delante de ellos y volvió la cabeza de un lado al otro como si inspeccionara la habitación.

—¿Quieres jugar a la pelota, Michael? —preguntó una voz sintetizada. La mandíbula de plástico del robot se agitó arriba y abajo mientras las palabras salían de su boca.

El adolescente dejó de jugar al
Warfighter
en su
Game Boy
. Por primera vez, David lo vio sonreír, y en ese momento su cara de felicidad se pareció mucho a la de Jonah. Michel corrió hacia la alfombra de pelo largo, cogió una brillante pelota rosa que estaba encima y la empujó hacia el robot dinosaurio. La máquina volvió la cabeza, siguiendo la pelota con sus sensores, y luego avanzó torpemente hacia ella.

—Está programado para ir detrás de cualquier cosa rosa —explicó Gupta—. Tiene un sensor CMOS que puede reconocer el color.

El profesor observaba a su nieto con evidente satisfacción. Monique, sin embargo, se estaba impacientando. Echó una mirada al ordenador que había encima de la mesa de roble, y luego otra a David. Éste sabía lo que pensaba: en algún lugar de este disco duro puede que esté la Teoría del Todo. Ella se moría por verlo.

—Esto, ¿profesor? —dijo David—. ¿Podríamos revisar los archivos ahora?

El anciano salió de golpe de su ensoñación.

—¡Sí, sí, claro! Lo siento, David, me distraigo. —Acercó una silla a la mesa y encendió el ordenador. David y Monique se quedaron de pie a su lado, mirando cada uno por encima de un hombro.

Primero Gupta abrió la carpeta de documentos del ordenador. En la ventana apareció un inventario de todos los archivos creados por los distintos profesores que habían visitado el Retiro de Carnegie desde que se instaló el sistema informático. Gupta desplazó el cursor hacia abajo, hasta llegar a una carpeta llamada «LA CAJA DE MICHAEL». LOS contenidos estaban protegidos con una contraseña, que Gupta tecleó «REDPIRATE79», para abrir la carpeta.

—Éstos son los documentos que creamos cuando estuvimos aquí hace cuatro años —dijo, y señaló una lista de siete documentos de
Microsoft Word
—. Si Hans escondió la teoría en el ordenador, tiene que estar en esta carpeta, porque todos los demás documentos del disco duro fueron creados después.

Los siete documentos estaban ordenados según la fecha en la que fueron modificados por última vez; las fechas iban del «27 de julio de 2003» del primero, al «9 de agosto de 2003» del último. El primer archivo se llamaba VISUAL. LOS nombres de los siguientes seis archivos eran todos números de tres dígitos: 322, 518, 845, 645, 870 y 733.

Gupta abrió VISUAL.

—Recuerdo éste —dijo—. En nuestra primera noche aquí, descargué un artículo de investigación acerca de programas de reconocimiento visual que había escrito uno de mis alumnos. Nunca llegué a leerlo. Quizá Hans abrió el archivo e insertó unas cuantas ecuaciones.

El título del artículo era «Subespacios probabilísticos en la representación visual», y era el típico esfuerzo de un estudiante de posgrado: largo, laborioso, impenetrable. Mientras Gupta iba pasando páginas, David esperaba ver una interrupción repentina del texto, un espacio en blanco seguido de una ordenada secuencia de ecuaciones que no tuviera nada que ver con el reconocimiento visual. Pero en vez de eso siguió avanzando penosamente el artículo hasta alcanzar los nueve capítulos, 23 figuras y 72 referencias.

—Muy bien. Uno menos —dijo Gupta cuando llegó al final—. Quedan seis.

Hizo clic en el archivo llamado 322. El documento era muy grande y tardó unos segundos en abrirse. Después de seis o siete segundos apareció en pantalla una larga lista de nombres, cada uno de los cuales iba acompañado por un número de teléfono. El primer nombre era Paul Aalami y el segundo Tanya Aalto. Luego venían al menos 30 «Aarones» y casi tantos «Aaronsons». El profesor Gupta fue pasando páginas del archivo y la ventana mostró un desfile aparentemente interminable de Abbotts, Abernathys, Ackermans y Adams. Aceleró todavía más el ritmo y decenas de miles de entradas alfabéticas surgieron en la pantalla formando un borrón electrónico.

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