Lucille intentó pensar en una respuesta diplomática.
—No termina de funcionar. En primer lugar, habitualmente el Bureau no…
—No necesito saber los detalles. Limítese a arreglarla y véndesela a Van Cleve y su ex esposa. Quizá dejen de sentir simpatía por Swift y nos digan dónde puede estar escondido. Cuéntele la misma historia a la prensa. Así la búsqueda de Swift pasará a ser nacional.
Lucille negó con la cabeza. La madre que lo parió. Mantener informado al secretario de Defensa era una cosa; recibir órdenes suyas, otra. ¿Qué le hacía pensar a este tiparraco que era capaz de dirigir una operación policial?
—No estoy segura de que éste sea el enfoque adecuado —dijo ella—. Quizá deberíamos ponernos en contacto con el director del Bureau y…
—No se preocupe, el director estará de acuerdo. Hablaré con él tan pronto como regrese a Washington. —Cerró la carpeta y se la devolvió al general de las Fuerzas Aéreas. Luego dio media vuelta y salió de la sala de conferencias, seguido de cerca por el general.
Lucille se puso en pie, indignada.
—¡Espere un minuto, señor secretario! ¡Creo que debería reconsiderarlo!
El secretario ni siquiera se dio la vuelta. Se limitó levantar el brazo a modo de despedida mientras salía por la puerta.
—No hay tiempo para darle más vueltas. Tendrá que ir a la guerra con el ejército del que dispone.
David ya había estado en la casa de Einstein de la calle Mercer antes, cuando escribió
Sobre hombros de gigantes
. Como se trataba de una residencia universitaria, la casa no estaba abierta al público, pero David hizo una solicitud especial explicando sus motivos y el Instituto de Estudios Avanzados le concedió autorización para una visita de media hora cuyo valor resultaría incalculable para su investigación. Se pasó la mayor parte del tiempo asignado en el estudio de la segunda planta, que era donde Einstein había realizado prácticamente todas sus investigaciones durante sus últimos años. Tres de las paredes de la habitación estaban forradas con estanterías del suelo al techo, y en la cuarta había una ventana desde la que se veía el patio trasero. David sintió un extraño mareo al observar el escritorio desde la ventana. Su mente retrocedió medio siglo y prácticamente podía ver a Einstein encorvado sobre este escritorio, garabateando con su estilográfica durante horas y horas, rellenando página tras página con métricas espacio-temporales y tensores de Ricci.
Ahora, al acercarse a la casa a oscuras, David advirtió que en algún momento de la pasada década habían arreglado el jardín. Alguien había puesto macetas en el porche y podado la rebelde enredadera que antaño subía por la tubería bajante. Procurando no hacer ruido, David subió los peldaños del porche hasta la puerta principal. Tocó el timbre, que sonó sorprendentemente alto, y esperó. Para su consternación, no se encendió ninguna luz. Medio minuto más tarde volvió a llamar, prestando atención por si había alguna señal de vida dentro de la casa. Mierda, pensó, quizá no hay nadie. Quizá Monique se había ido a pasar el fin de semana fuera.
Ya casi desesperado, David iba llamar al timbre por tercera vez cuando advirtió una cosa extraña: el marco de la puerta era nuevo. Las nuevas jambas todavía estaban sin pintar y habían instalado una nueva cerradura, a juzgar por el todavía reluciente ojo de latón. Parecía un trabajo hecho con prisas y se veía chapucero, muy distinto de la cuidada apariencia del resto de la casa. Antes de poder seguir reflexionando sobre ello, sin embargo, oyó que alguien le gritaba a pocos metros de distancia:
—¡Eh, gilipollas!
David se dio la vuelta y vio a un joven descalzo y con el torso desnudo que subía la escalera del porche. Iba vestido únicamente con unos pantalones vaqueros, tenía el pelo rubio y largo, y lucía unos impresionantes músculos pectorales. Lo que más llamó la atención de David, sin embargo, fue el bate que llevaba en las manos.
—Sí, hablo contigo —dijo innecesariamente el tipo—. ¿Qué narices estás haciendo? ¿Asegurándote de que no hay nadie en casa?
David se apartó de la puerta con las manos en alto para dejar claro que estaban vacías.
—Siento molestar tan tarde. Soy David…
—¿Que lo sientes? ¿Dices que lo sientes? Ahora sí que lo vas a sentir, capullo.
En cuanto el tipo llegó al último escalón, intentó golpear a David. El bate le pasó a apenas unos centímetros de la cara. Pudo incluso oír el silbido.
—¡Joder! —gritó, apartándose—. ¡Para! ¡Soy un amigo!
El tipo seguía avanzando.
—Tú no eres amigo mío. No eres más que un jodido nazi. —Y echó hacia atrás el bate para volver a intentar golpearlo.
No había tiempo para pensar, de modo que los instintos de David tomaron el control. Sabía pelear. Su padre le había enseñado la regla fundamental: no temas jugar sucio. Se mantuvo fuera de alcance hasta que el tipo rubio volvió a arremeter con el bate y entonces se le acercó a toda prisa y le dio una patada en los huevos. Mientras el tipo se doblaba de dolor, David aprovechó para golpearle en el pecho con el antebrazo, tumbándolo. La espalda desnuda del tipo rubio resonó al caer al suelo del porche. Mientras intentaba recuperar el aliento David le quitó el bate de las manos. En menos de tres segundos todo había terminado.
David se inclinó hacia el tipo, ahora postrado.
—Muy bien. Volvamos a intentarlo —dijo—. Siento molestar a estas horas. Me llamo…
—¡Quieto, hijo de puta!
David levantó la mirada y vio a Monique en la entrada, apuntándole con una arma. Sus preciosos ojos lo miraban con ira y sostenía un revólver de cañón corto con ambas manos. Llevaba puesto un camisón amarillo brillante que le llegaba hasta media pierna y que la brisa nocturna ondeaba suavemente.
—Tira el bate y apártate de él.
David hizo lo que le decían. Dejó caer el bate al suelo del porche y retrocedió tres pasos.
—Monique—dijo—. Soy yo, David. Estoy…
—¡Cierra el pico! —Ella seguía apuntándolo con el arma. Obviamente no lo había reconocido—. ¿Te encuentras bien, Keith?
El tipo del torso desnudo se incorporó sobre los codos.
—Sí, estoy bien —dijo, aunque se le veía un poco aturdido.
—Soy yo, Monique —repitió David—. David Swift. Nos conocimos en la conferencia sobre cuerdas del 89, cuando presentaste tu artículo sobre las variedades Calabi-Yau.
—¡He dicho que cierres el pico! —gritó ella. David advirtió, sin embargo, que había llamado su atención, pues había enarcado las cejas.
—David Swift —volvió a decir—. Estudiaba en Columbia. «La relatividad en un espacio-tiempo dos-más-uno». ¿Recuerdas?
Monique se quedó boquiabierta cuando por fin lo reconoció, pero tal y como David había supuesto, no se alegró. Es más, ahora parecía todavía más enfadada. Frunció el ceño al bajar el revólver y ponerle el seguro.
—¿Qué cojones sucede? ¿Qué haces aquí en medio de la noche? Casi te vuelo la tapa de los sesos.
—¿Conoces a este tipo, Mo? —preguntó Keith, que había conseguido ponerse en pie.
—Lo conocí en la escuela de posgrado. Brevemente —dijo, y con un golpe de muñeca abrió el cilindro de la pistola y dejó caer las balas en la palma de la mano.
Se encendió una luz en la casa de al lado. Mierda, pensó David. Si no bajamos la voz alguien terminará llamando a la poli. Entonces miró a Monique con expresión suplicante.
—Escucha, necesito tu ayuda. No te hubiera molestado si no fuera importante. ¿No podríamos hablar dentro?
Monique seguía con el ceño fruncido. Después de pensarlo unos segundos, sin embargo, dejó escapar un suspiro.
—Qué diantres. Entra. De todos modos ahora tampoco podría volverme a dormir.
Monique sostuvo la puerta para que entrara. Keith, por su parte, recogió el bate. Por un momento David pensó que iba a volver a intentar golpearlo, pero en vez de eso le estrechó la mano.
—Eh, tío, lo siento —dijo—. Pensaba que eras uno de esos nazis de mierda que han estado molestando a Mo.
—¿Nazis? ¿De qué estás hablando?
—Ya lo verás cuando entremos.
David cruzó la entrada y pasó a un pequeño salón con una chimenea de ladrillo a un lado y un ventanal en el otro. Recordaba de su anterior visita la bonita repisa de madera de la chimenea. Ahora, sin embargo, parecía como si alguien la hubiera atacado con una hacha. Se podían ver los surcos de profundos cortes. La chimenea también había sido destrozada: habían roto o arrancado por lo menos media docena de ladrillos. En las paredes del salón había unos boquetes enormes, seguramente hechos con un mazo, y en varios lugares habían levantado las tablas del suelo, creando oscuros e irregulares cráteres bajo los pies. Y por si no fuera suficiente, había esvásticas por todas partes: grabadas sobre la repisa de la chimenea y en las tablas del suelo restantes, o pintadas con espray en las paredes. En el techo había dos grandes esvásticas rojas y, entre ambas, la frase «VETE A TU CASA, NEGRATA».
—Oh, no —susurró David, y se volvió hacia Monique, que había dejado la pistola y las balas sobre la repisa de la chimenea y ahora miraba al techo.
—Gamberros
skinheads
, probablemente chavales del instituto —dijo ella—. Los he visto por la parada de autobús, con sus cazadoras de piel y sus botas
Doc Martens
. Seguramente vieron una foto mía en el periódico y pensaron «eh, tío, ésta es nuestra gran oportunidad. Una zorra negra en la casa del judío más famoso del mundo». ¿Qué más podían pedir?
David se estremeció.
—¿Cuándo sucedió todo esto?
—El fin de semana pasado, cuando fui a visitar a unos amigos en Filadelfia. Los muy cabrones lo hicieron bien. Esperaron a que no hubiera nadie en casa, y entonces abrieron la puerta principal con una palanca. No pintaron las paredes exteriores para que no les pudiera ver nadie que pasara por la calle.
David pensó entonces en el estudio del segundo piso.
—¿Y las habitaciones del segundo piso, también las han destrozado?
—Sí, asaltaron prácticamente toda la casa. Incluso arrancaron el césped del patio trasero. Afortunadamente se dejaron la cocina, y no estropearon demasiado los muebles. —Y señaló un sofá negro de piel, una mesa de centro cromada y una silla Barcelona roja, cosas que, obviamente, no habían pertenecido a Einstein.
Keith pasó por encima de uno de los agujeros del suelo. Iba con los pulgares colgados de los bolsillos delanteros de sus vaqueros. Ahora David pudo advertir que en el hombro izquierdo llevaba un tatuaje de una serpiente de cascabel y que tenía el rostro fervoroso y lozano de un veinteañero.
—Cuando oímos que llamabas al timbre, pensamos que se trataba otra vez de uno de esos gamberros para comprobar si la casa estaba vacía. Supusimos que si encendíamos las luces los chavales saldrían corriendo, así que salí por el patio trasero para sorprenderlos.
Monique rodeó con su brazo la cintura de Keith y apoyó la cabeza contra su hombro tatuado.
—Keith es adorable —dijo ella—. Esta semana se ha quedado conmigo todas las noches.
Keith respondió cogiendo por la cintura a Monique y besándola en la cabeza.
—¿Qué otra cosa podía hacer? Eres mi mejor cliente —y se volvió hacia David con una gran sonrisa en su juvenil rostro.
—Es que me ocupo del coche de Mo. En el taller mecánico de Princeton. Tiene un Corvette que te cagas, pero es un poco caprichoso.
David se lo quedó mirando durante un momento, confuso. ¿Monique, una reconocida teórica de cuerdas, salía con su mecánico? Parecía algo inverosímil. Pero rápidamente desechó el pensamiento. Tenía cosas más importantes de las que preocuparse.
—Monique, ¿nos podemos sentar unos minutos? Sé que ahora no es un buen momento para ti, pero es que estoy metido en un problema serio y necesito entender qué es lo que está pasando.
Ella enarcó una ceja y se lo quedó mirando atentamente, como dándose cuenta al fin de lo desesperado que parecía.
—Podemos ir a la cocina —dijo—. Está hecha un desastre pero por lo menos no hay esvásticas.
La cocina era grande y moderna; la habían añadido a la casa hacía unos años para reemplazar el estrecho cuarto en el que cocinaba Elsa, la esposa de Einstein. Un amplio mostrador de mármol se extendía bajo una hilera de armarios, y una mesa redonda ocupaba la zona de comedor. Aunque la cocina era grande incluso para los estándares suburbanos, todo el espacio estaba ocupado hasta arriba por cajas, libros, lámparas y trastos varios que habían traído de otras partes de la casa. Monique llevó a David hasta la mesa de desayunar y quitó una pila de libros de una de las sillas.
—Perdona el desorden —dijo ella—. El estudio es una zona catastrófica, así que he tenido que traer las cosas aquí.
David la ayudó a despejar la mesa y las sillas. Al llevar una pila de libros a la repisa de la ventana, reconoció uno de los ejemplares que había en lo alto. Era
Sobre hombros de gigantes
. Monique dejó escapar un resoplido de cansancio al sentarse. Entonces se volvió hacia Keith y cariñosamente le colocó una mano sobre la rodilla.
—Cariño, ¿nos podrías hacer un poco de café? Me muero por una taza.
Él le dio una palmadita en la mano.
—Claro que sí. Supremo Colombiano, ¿no?
Ella asintió, y luego se quedó observando cómo se dirigía hacia la cafetera que había al otro lado de la cocina. En cuanto estuvo segura de que no les podía oír se inclinó sobre la mesa en dirección a David.
—Muy bien. ¿Cuál es el problema?
Cuando Simon estaba en la
Spetsnaz
, dirigiendo operaciones contra la insurgencia chechena, aprendió una útil táctica para localizar al enemigo. Se podría resumir en diez palabras: para encontrar a alguien, hay que saber lo que quiere. Un rebelde checheno, por ejemplo, lo que quiere es matar soldados rusos, de modo que se le podrá encontrar en las montañas cercanas a las bases militares. Así de simple. Sin embargo, en el caso de David Swift había un factor que complicaba las cosas: los norteamericanos también lo andaban buscando. Si este profesor de historia tenía algo de sentido común, evitaría lugares como su apartamento, su despacho en Columbia o cualquier otro lugar en el que el FBI pudiera estar esperándolo. Así pues, Simon tendría que volver a improvisar. Con la ayuda de internet, comenzó a investigar los deseos secretos de David Swift.
A las tres de la mañana, Simon todavía permanecía encerrado en su sobrevalorada suite del
Waldorf Astoria
con la mirada puesta en su ordenador portátil. Había conseguido
hackear
la red interna de la Universidad de Columbia y pronto hizo un feliz descubrimiento: el administrador de la red había estado controlando la actividad de los miembros del profesorado, probablemente para asegurarse de que no visitaran páginas pornográficas en horas de oficina. Simon se rió entre dientes; a los soviéticos les hubiera encantado esto. Pero lo mejor de todo era que los registros de actividad todavía no habían sido codificados. En unos pocos clics Simon se pudo descargar las direcciones de todas las páginas que David Swift había visitado en los últimos nueve meses.