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Authors: Mark Alpert

Tags: #Ciencia, Intriga, Policíaco

La clave de Einstein (8 page)

BOOK: La clave de Einstein
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Lucille estaba sentada en una sala de conferencias de las oficinas del FBI en el edificio Federal Plaza, hablando por una línea de teléfono segura con el director del Bureau. Había evacuado el complejo de la calle Liberty y establecido un puesto de mando temporal en la oficina central de Nueva York. Había sacado de la cama y dado nuevas órdenes a todos los agentes fuera de servicio que se encontraban en la zona. Ahora, quince minutos después de medianoche, Lucille afrontaba la difícil tarea de darle las malas noticias a su jefe.

—Nos han cogido por sorpresa —admitió ella—. Primero neutralizaron Logística, inutilizando nuestras comunicaciones. Luego cortaron la electricidad y fueron en busca del detenido. Hemos perdido a seis agentes. —A Lucille le sorprendió la calma con la que informaba de esto. Seis agentes. Era una jodida pesadilla—. Asumo toda la responsabilidad, señor.

—Mierda, ¿quién diablos ha hecho esto? ¿Hay alguna grabación?

—No, señor. Lamentablemente destruyeron los sistemas de vigilancia. Pero creemos saber a quién nos enfrentamos. Iban armados con Uzis y han utilizado C-4. Probablemente también llevaban gafas infrarrojas.

—¿Piensa que podría tratarse de Al Qaeda?

—No, demasiado sofisticado para ellos. Más bien los rusos. O quizá los chinos. O los norcoreanos. Joder, puede incluso que fueran los israelíes. Ha sido una operación muy elaborada.

—¿Qué hay del detenido? ¿Cree que está confabulado con ellos?

Lucille vaciló antes de contestar. Siendo honestos, no sabía qué pensar de David Swift.

—Al principio hubiera dicho que no. Al fin y al cabo, el tipo es un profesor de historia. No tiene antecedentes criminales, ni ha hecho el servicio militar, ni tampoco ha realizado viajes o llamadas internacionales inusuales. Sin embargo, sí ha admitido que Kleinman le ha dado una serie numérica, probablemente un código encriptado para acceder a algún archivo informático. Quizá querían vender la información pero el acuerdo se echó a perder.

—¿Cuáles son las posibilidades de atraparlo de nuevo? El secretario de Defensa está histérico con todo esto. Me llama cada media hora para que lo mantenga al tanto.

Lucille sintió una punzada de malestar. El maldito secretario de Defensa. Había obligado al Bureau a realizar el trabajo sucio de este caso, y aun así no quería revelar de qué se trataba.

—Dígale que está todo bajo control —dijo—. Tenemos a la policía de Nueva York realizando controles en puentes y túneles con perros detectores para que rastreen cualquier resto de C-4. También hemos emplazado agentes en todas las estaciones de tren y autobús.

—¿Tiene alguna foto del detenido para identificarlo?

—Tenemos la fotografía de su carnet de conducir que nos ha proporcionado el Departamento de Vehículos Motorizados de Nueva York, y la de la sobrecubierta de un libro que escribió.
Sobre hombros de gigantes
es su título. Ahora estamos imprimiendo los folletos y en una hora o así los podremos distribuir entre nuestros agentes. No se preocupe, no llegará lejos.

David corrió hacia el norte siguiendo el recorrido del río Hudson. Tras escapar de los agentes del FBI, sentía un impulso primordial: huir tan lejos como fuera posible del complejo de la calle Liberty. Estaba demasiado nervioso para coger un taxi o el metro, y demasiado preocupado por si un coche patrulla o un policía de tráfico lo detenían, de modo que finalmente huyó por el carril bici que corría paralelo al río, entre fanáticos nocturnos del ejercicio: corredores, ciclistas y patinadores ataviados con sus brillantes cintas reflectantes.

No se detuvo hasta llegar a la calle 34, a casi cinco kilómetros de distancia. Respirando con dificultad, se apoyó contra una farola y cerró un momento los ojos. Dios mío, susurró, Dios todopoderoso. Esto no puede estar ocurriendo. Había escuchado durante cinco minutos las últimas palabras de un moribundo profesor de física y ahora tenía que huir para salvar la vida. ¿Qué le había dicho Kleinman que pudiera ser tan importante?
Einheitliche Feldtheorie
. Destructor de mundos. David negó con la cabeza. ¿Qué diablos estaba ocurriendo?

Una cosa estaba clara: los agentes del FBI no eran los únicos que iban detrás del secreto de Kleinman. Alguien había torturado al profesor, alguien había atacado el complejo de la calle Liberty. Y David no tenía ni idea de quién se trataba.

Alarmado por este pensamiento, abrió los ojos e inspeccionó el carril bici. No podía quedarse aquí. Tenía que planear algo. Sabía que no sería muy prudente ir a su apartamento, ni al de Karen; seguramente, el FBI ya tenía ambos lugares bajo vigilancia. Por la misma razón, tampoco podía correr el riesgo de ir a casa de alguno de sus amigos o colegas. No, tenía que salir de Nueva York. Necesitaba algo de efectivo, ponerse en marcha, y quizá pensar en algún modo de cruzar la frontera con Canadá. No podía alquilar un coche —los agentes federales descubrirían inmediatamente la transacción en su tarjeta de crédito y luego difundirían la matrícula del coche a todas las patrullas estatales—. Quizá, si tenía suerte, podría coger un tren o un autobús sin que lo descubrieran.

David encontró un cajero automático y extrajo tanto efectivo de su cuenta como pudo. El FBI también descubriría estas transacciones, pero no había forma de evitarlo. Luego se fue directo a la estación Penn.

En cuanto llegó a la entrada de la estación de la Octava Avenida, sin embargo, se dio cuenta de que ya era demasiado tarde. Toda la zona de las taquillas era un enjambre de agentes tanto de policía como de la Guardia Nacional. En los accesos a los andenes, la policía pedía la documentación a todos los pasajeros, y pastores alemanes entrenados en la detección de bombas inspeccionaban bolsas, maletines y perneras. Maldiciendo su suerte, David se dirigió al otro lado de la estación. Debería haber subido a un tren una hora antes, en la estación PATH del centro.

Al acercarse a la salida de la Séptima Avenida, un nuevo pelotón de agentes de policía entró en el vestíbulo, formando una hilera cerrada e impidiendo el paso hacia las escaleras y las escaleras mecánicas. «Mierda», susurró David. Uno de los policías sacó un megáfono.

—Muy bien —exclamó—. Hagan una fila delante de la escalera y saquen sus permisos de conducir. Para poder salir de la estación han de enseñarnos algún tipo de documentación.

Intentando comportarse con normalidad, David se dio media vuelta y volvió sobre sus pasos, pero ahora también había policías en las salidas de la Octava Avenida. Desprotegido y nervioso, empezó a buscar algún lugar para esconderse, algún quiosco de prensa o un chiringuito de comida rápida en el que pudiera ocultarse durante unos minutos y recomponerse, pero a estas horas la mayoría de las tiendas del vestíbulo estaban cerradas. Los únicos lugares todavía abiertos eran un
Dunkin' Donuts
repleto de oficiales de policía y un lúgubre y pequeño bar llamado
Station Break
. David hacía años que no entraba en un bar, y la mera idea de entrar en el
Station Break
le produjo náuseas. Pero tampoco era momento de ponerse quisquilloso.

Dentro del bar, una docena de fornidos y barbudos veinteañeros sentados en una mesa repleta de latas de
Budweiser
estaban de jarana. Todos llevaban la misma camiseta personalizada con las palabras «DESPEDIDA DE SOLTERO DE PETE» impresas sobre la silueta de unos pechos. Hacían mucho ruido y al parecer habían logrado echar del local a todo el mundo excepto al camarero, que permanecía detrás de la caja registradora con cara de pocos amigos. David se sentó a la barra sonriendo, haciendo ver que no pasaba nada.

—Una
Coca-Cola
, por favor.

Sin decir una palabra, el camarero cogió un vaso algo ajado y lo llenó de hielo. David observó que había dos puertas que daban a los servicios, pero no salida de emergencia. En la pared había un televisor con el sonido apagado. Una joven presentadora rubia miraba fijamente a la cámara mientras, a su lado, aparecían sobreimpresionadas las palabras «ALERTA TERRORISTA».

—¡Eh! ¡Esa tía está jodidamente buena! —exclamó uno de los participantes en la despedida de soltero. Tambaleándose, se puso de pie para poder ver mejor a la presentadora—. ¡Oh, sí! ¡Léeme las noticias, muñeca! ¡Vamos, léeselas a Larry! ¡Larry lo quiere saber todo, muñeca!

Mientras sus amigos reían a carcajadas, Larry se acercó a la barra. Su barriga era tan grande que parecía una pelota de playa colgando por encima del cinturón. Tenía los ojos inyectados en sangre, como de maníaco, la barba llena de restos de palomitas, y olía tanto a
Budweiser
que David tuvo que aguantar la respiración.

—¡Eh! ¡Camarero! —gritó Larry—. ¿Cuánto cuesta un chupito de
Jagermeister
?

El camarero lo miró todavía peor.

—Diez dólares.

—¡Santo Dios! —Larry estampó su gordo puño sobre la barra—. ¡Por eso ya no vengo nunca a esta puta ciudad!

Ignorándolo, el camarero sirvió a David su
Coca-Cola
.

—Son seis dólares.

Larry se volvió hacia David.

—¿Ves lo que quiero decir? ¡Es un puto atraco! ¡Es tres veces más caro que en Jersey!

David no dijo nada. No quería que el tipo se envalentonara. Ya tenía suficientes preocupaciones. Le dio al camarero un billete de veinte.

—Lo mismo pasa en los bares de tías desnudas —prosiguió Larry—. Acabamos de estar en un lugar llamado
Cat Club
, en la calle 21. Las chicas pedían cincuenta pavos por un
lap dance
. ¿Te lo puedes creer? ¡Cincuenta putos pavos! Así que al final me he dicho: «¡Que le den, volvamos a Metuchen!». Hay un club en la Carretera 9, el
Lucky Lounge
. Las chicas están igual de buenas, y un
lap dance
sólo te cuesta diez pavos.

David quería estrangular a este tipo. Los agentes de policía y los guardias se estaban acercando, los podía ver patrullando justo enfrente del
Station Break
con sus pastores alemanes y sus M-16, pero en vez de planear una forma de salir de ésta, David tenía que escuchar a este palurdo de Nueva Jersey. Negó con la cabeza, frustrado.

—Perdona, pero justo ahora iba a…

—Eh, ¿cómo te llamas, colega? —Larry extendió la mano derecha.

A David le rechinaron los dientes.

—Phil. Escucha, estoy un poco…

—¡Encantado de conocerte, Phil! Yo soy Larry Nelson —Le cogió la mano a David y se la estrechó con fuerza. Luego, señalando a sus amigos, dijo—: Éstos son mis colegas de Metuchen. Ése de ahí es Pete. Se casa este domingo.

El novio se desplomó sobre la mesa, la cabeza apenas visible entre las latas de
Budweiser
. Tenía los ojos cerrados y la cara pegada al tablero de la mesa, como si estuviera intentando oír el ruido de los trenes que salían de la estación. David hizo una mueca. Éste era yo hace veinte años, pensó. Un chaval estúpido bebiendo como una cuba con sus amigos. La única diferencia era que David no necesitaba excusas como una despedida de soltero para emborracharse. Durante sus últimos meses en la universidad, bebía hasta caer inconsciente todas las noches de la semana.

—Íbamos a coger el de las 12.20 de vuelta a Jersey —añadió Larry—, pero los polis se han puesto a pedir la documentación a la gente y por culpa de la puta cola que se ha formado en la estación hemos perdido el tren. Ahora tenemos que esperar al de la 1.35.

—¿Y qué ocurre si no llevas documentación? —preguntó David—. ¿No te dejan subir al tren?

—No, hoy no. Un tipo ha dicho que se había dejado la cartera en casa y los polis lo han sacado de la cola y se lo han llevado. Es una de esas putas alertas terroristas. Alerta Amarilla, Naranja, no recuerdo cuál.

David sintió una punzada en el estómago. Dios, pensó, no conseguiré salir de aquí. Todo el maldito país me está buscando.

—Lo único bueno de todo esto —añadió Larry—, es que mañana por la mañana no tengo que trabajar. Esta semana me toca turno de tarde, así que no tengo que estar en la comisaría de policía hasta las cuatro de la tarde.

David se lo quedó mirando un momento. La barda descuidada, la barriga cervecera.

—¿Eres poli?

Larry asintió orgulloso.

—Operador telefónico del Departamento de Policía de Metuchen. Empecé hace un par de semanas.

Increíble, pensó David. Había conocido al único poli de toda el área metropolitana de Nueva York que no lo estaba buscando. Al principio se quedó sólo con lo raro de este encuentro casual, pero unos segundos más tarde también se dio cuenta de la oportunidad que se le ofrecía. Intentó recordar lo poco que sabía sobre la geografía de Nueva Jersey.

—¿Sabes? Yo vivo muy cerca de Metuchen. En New Brunswick.

—¡No jodas! —Larry se volvió hacia sus amigos—. ¡Eh, tíos, oíd! ¡Este tío es de New Brunswick!

Sin demasiado entusiasmo, unos cuantos levantaron sus latas de cerveza a modo de saludo. Ya no estaban tan animados, pensó David. Necesitaban algo que les subiera la moral.

—Escucha, Larry, me gustaría hacer algo por tu amigo Pete. Por su boda y tal. ¿Qué te parece si os invito a todos a un chupito de
Jagermeister
?

A Larry se le pusieron los ojos como platos.

—¡Eso sería fantástico!

David bajó del taburete y levantó los brazos como si fuera un árbitro de fútbol americano confirmando un ensayo.

—¡Chupitos de
Jager
para todos!

De repente, los participantes en la despedida de soltero se reanimaron y soltaron un grito de alegría. Al volverse, en cambio, David comprobó que el camarero no parecía tan contento.

—Antes quiero ver el dinero —dijo—. Son ciento treinta dólares.

David sacó un grueso fajo de billetes de veinte del bolsillo y lo dejó sobre la barra.

—Siga sirviendo.

Karen estaba en la cama junto a Amory Van Cleve, el socio administrador de Morton Mclntyre & Van Cleve, escuchando el extraño silbido que emitían los agujeros de la nariz del abogado cuando dormía. A pesar de que ya llevaba unas semanas saliendo con Amory, no se había dado cuenta hasta ahora. El silbido estaba formado por tres notas bien diferenciadas: un fa por encima del do central al inspirar, pasando luego a un re y finalmente, al espirar, a un si (Karen había estudiado música antes de ir a la Facultad de Derecho). Al cabo de un rato se dio cuenta de por qué le resultaba tan familiar: eran las tres primeras notas del
Star-Spangled Banner
[6]
. Karen reprimió una carcajada. En el fondo, su nuevo novio era un patriota chapado a la antigua.

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