El conductor del Suburban encendió las luces y arrancó. Simon se agazapó en su asiento cuando el coche pasó a su lado. Iba a dejar a los hombres del FBI una ventaja de un par de edificios antes de ir detrás de ellos. No había razón alguna para permanecer más rato delante del hospital; que los agentes se hubieran ido sin Kleinman indicaba claramente que el anciano había muerto. Afortunadamente, parecía que el profesor había compartido sus secretos con un colega más joven.
Simon presionó el botón de apagado de su teléfono móvil, poniendo fin a la partida de tetris, y en la pantalla apareció brevemente una fotografía que había sido programada para aparecer cuando se apagaba o encendía el teléfono. Era una estupidez tener una fotografía personal en el teléfono que utilizaba para los negocios, pero bueno. No quería olvidarse de sus caras. El pelo sedoso y pajizo y los ojos azules de Sergéi. Los rizos rubios de Larissa, a pocas semanas de su cuarto cumpleaños.
La pantalla se apagó. Simon se guardó el teléfono en el bolsillo y arrancó el motor del Mercedes.
Era la voz de una mujer con marcado acento sureño.
—Está bien, Hawley, ya se lo puedes quitar.
David dio unas cuantas boqueadas cuando le quitaron el capuchón. Sentía náuseas después de respirar tanto rato a través de la tela negra, ahora húmeda a causa de su sudor. Tuvo que entornar los ojos unos instantes hasta que se adaptaron a la luz fluorescente.
Estaba sentado delante de una mesa gris, en una habitación sin muebles ni ventanas. De pie junto a la silla estaba el agente Hawley, que enrolló el capuchón y se lo guardó en el bolsillo. Los dos colegas de Hawley estaban inspeccionando la
Super Soaker
, abriendo metódicamente los cargadores de la escopeta e inspeccionando cada uno de los agujeros. Sentado al otro lado de la mesa había alguien nuevo, una mujer de hombros amplios y mucho busto, de unos sesenta y tantos y con un impresionante casco de pelo rubio platino.
—¿Se encuentra usted bien, señor Swift? —preguntó ella—. No tiene buena cara.
David no se encontraba bien. Tenía miedo, estaba desorientado y todavía iba esposado. Encima, ahora se sentía tremendamente confuso. Esta mujer no parecía un agente del FBI. Con esa chaqueta roja brillante y la blusa blanca parecía más bien una abuela arreglada para ir al bingo.
—¿Quién es usted? —preguntó él.
—Soy Lucirle, encanto, Lucille Parker. Pero puede llamarme Lucy. Todo el mundo lo hace. —Extendió el brazo para coger una jarra de agua y un par de vasos de papel que había en la mesa—. Hawley, quítale las esposas al señor Swift.
El agente Hawley le quitó las esposas de mala gana. David se acarició las doloridas muñecas mientras estudiaba a Lucille, que servía agua en los vasos de papel. El color del lápiz de labios era el mismo que el de la chaqueta. Su rostro era agradable, tenía muchas líneas de expresión alrededor de los ojos. De una cadenita que llevaba alrededor del cuello colgaban unas gafas de leer. También llevaba un cable colgando de la oreja izquierda, uno de esos auriculares que llevan todos los agentes del gobierno.
—¿Estoy arrestado? —preguntó David—. Porque si lo estoy quiero hablar con mi abogado.
Lucille sonrió.
—No, no está arrestado. Le pido perdón si le hemos dado esa impresión.
—¿Impresión? ¡Sus agentes me han puesto unas esposas y una maldita bolsa en la cabeza!
—Deje que me explique, encanto. Este edificio es lo que llamamos unas instalaciones secretas. Y tenemos un procedimiento estándar para traer gente. No podemos divulgar su localización exacta, de modo que tenemos que utilizar el capuchón.
David se puso de pie.
—Bueno, si no me han arrestado, puedo irme cuando quiera, ¿no?
El agente Hawley sujetó a David por el hombro. Todavía con una sonrisa en los labios, Lucille negó con la cabeza.
—Me temo que las cosas no son tan sencillas —dijo mientras le alcanzaba uno de los vasos de papel—. Siéntese, señor Swift. Tome un poco de agua.
La mano que sujetaba el hombro de David le apretó con más fuerza. Él captó la indirecta y se sentó.
—Doctor Swift —dijo él—. Y no tengo sed.
—¿Le apetece algo más fuerte, quizá? —Ella le sonrió de forma inquietantemente coqueta, luego metió la mano dentro de la chaqueta y sacó una petaca plateada del bolsillo interior—. Aquí dentro hay genuino
White Lightning
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de Texas, de noventa grados. Un amigo mío tiene una destilería en Lubbock. Obtuvo una licencia especial de la ATF, de modo que es legal. ¿Le apetece un trago?
—No, gracias.
—Ah, claro. Se me había olvidado —dijo mientras volvía a poner la petaca dentro de la chaqueta—. Usted nunca bebe, ¿no? Por lo de su padre, ¿no es así?
David se puso tenso. Algunos de sus amigos y colegas sabían que había dejado la bebida hacía tiempo, pero sólo su ex esposa y unos pocos amigos íntimos sabían por qué. ¿Y ahora esta Lucille lo dejaba caer como si nada?
—¿Qué es todo esto? —preguntó.
—Tranquilícese, encanto. Está en su expediente —Y extendió el brazo hacia un voluminoso bolso que colgaba de la silla para coger dos carpetas, una abultada y otra delgada. Se puso las gafas de leer y abrió la delgada.
—Vamos a ver. Historial familiar. Nombre del padre, John Swift. Boxeador profesional de 1968 a 1974. Apodo, el Terror de Dos Puños. ¡Eh, no está mal!
David no dijo nada. Su padre nunca hizo honor a su apodo en el ring. Las únicas personas a las que consiguió aterrorizar fueron los miembros de su propia familia.
Lucille saltó al final de la página.
—En total, cuatro victorias, dieciséis derrotas. Contratado como conductor de autobús por la Autoridad Metropolitana de Transporte en 1975. Suspendido tras ser arrestado por conducir bajo los efectos del alcohol en 1979. Sentenciado a tres años en Ossining por agresión en 1981. —Lucille cerró la carpeta y se quedó mirando a David—. Lo siento. Debió de ser horrible.
Hábil, pensó él. Probablemente se trataba de una técnica estándar que el FBI enseñaba en la academia. Primero demostrarle al sujeto que conoces sus secretos. Luego entrarle a matar.
—Tiene usted un buen departamento de documentación —observó David—. ¿Han encontrado todo esto en la última media hora?
—No, empezamos con su expediente hace unos días. Recopilamos información de todo aquel que hubiera trabajado con Kleinman, y usted aparecía como coautor de uno de sus artículos. —Cogió entonces la carpeta abultada—. Ésta es la carpeta sobre los últimos años del profesor. —La abrió, negando con la cabeza mientras pasaba las páginas—. Lo cierto es que hay cosas de física que son difíciles de pillar. ¿Qué narices es el efecto Kleinman-Gupta? Se menciona media docena de veces por aquí pero no consigo encontrarle ni pies ni cabeza.
David la examinó atentamente. Era incapaz de decidir si su ignorancia era sincera o sólo se hacía la tonta.
—Es un extraño fenómeno que tiene lugar cuando ciertas partículas se descomponen. El doctor Kleinman lo descubrió con su colega Amil Gupta en 1965. Me encantaría poder contarle más al respecto, pero no pienso hacerlo aquí. Llévenme a mi oficina y allí podremos hablar.
Lucille se quitó las gafas.
—Ya veo que se está usted impacientando, señor Swift, pero tendrá que aguantar un poco más. Verá, el profesor Kleinman tenía acceso a información clasificada, y tenemos la sospecha de que puede haber tenido lugar una filtración.
David la miró con recelo.
—¿Qué está usted diciendo? Hace cuarenta años que dejó de trabajar para el gobierno. Dejó de hacer cosas para el ejército cuando terminó sus estudios sobre radiación.
—Bueno, no es la típica cosa que uno va contando por ahí. Después de jubilarse de Columbia, participó en un proyecto del Departamento de Defensa.
—¿Y cree usted que por eso lo atacaron?
—Lo único que le puedo decir es que Kleinman estaba en poder de un material extremadamente delicado cuyo paradero hemos de averiguar. Si en el hospital le ha dicho alguna cosa es necesario que nos la cuente.
Lucille se inclinó hacia él colocando los codos sobre la mesa. Ya no sonreía ni le llamaba encanto; su rostro había adoptado una expresión de total seriedad. Ahora a David no le costaba creer que se trataba de una agente del FBI. Pero no se creía lo que le estaba contando.
—Lo siento, pero todo esto no tiene mucho sentido. El doctor Kleinman no haría algo así. Se arrepentía del trabajo militar que había realizado. Dijo que era inmoral.
—Quizá no lo conocía tan bien como cree.
David negó con la cabeza.
—No, no tiene sentido alguno. Organizó manifestaciones en Columbia. Convenció a todos los físicos de la universidad para que firmaran una declaración en contra de las armas nucleares.
—En ningún momento he dicho que estuviera trabajando en armamento. Ofreció su ayuda al Departamento de Defensa después del 11-S para colaborar en la lucha contra el terrorismo.
David consideró la posibilidad. Era algo inverosímil pero no inconcebible. Kleinman era un experto en descomposición radiactiva, y sin duda esos conocimientos podían ser aplicados a la lucha contra el terrorismo.
—¿Y en qué estaba trabajando? —preguntó David—. ¿En un nuevo tipo de detector de radiación?
—No estoy autorizada a decírselo. Pero sí le puedo mostrar algo. —Cogió otra vez la carpeta de Kleinman y hojeó su contenido. Después de buscar un rato sacó una reimpresión de un viejo artículo sobre una investigación y se lo pasó a David. Tenía unas diez páginas y estaba algo amarillento a causa de su antigüedad—. Échele un vistazo a esto. Es una de las pocas cosas de este expediente que no están clasificadas.
El artículo había sido publicado en
Physical Review
en 1975. Su título era «Medidas del flujo de los mesones rho», y el autor H. W. Kleinman. David nunca había visto este artículo; su temática era bastante oscura, sobre algo que él ni siquiera había estudiado en la universidad. Además, el artículo estaba repleto de ecuaciones increíblemente complejas.
—Por esto lo hemos traído aquí, señor Swift. La prioridad fundamental en la lucha contra el terrorismo es asegurarse de que los terroristas no descubran lo que estamos haciendo. De modo que hemos de descubrir lo que Kleinman puede haberles contado.
David inspeccionó el artículo, esforzándose en comprenderlo. Al parecer Kleinman había descubierto que al disparar un rayo de radiación sobre átomos de uranio se podía generar una intensa lluvia de mesones rho. Aunque el artículo no decía nada de los usos prácticos de la investigación, las implicaciones parecían estar claras: con esta tecnología se podría detectar el uranio enriquecido en una cabeza nuclear aunque el artefacto se encontrara revestido de plomo. David volvió a pensar en su última conversación con Kleinman y empezó a preguntarse si no habría malinterpretado las últimas palabras del profesor.
Puede que cuando Kleinman le había advertido acerca del «destructor de mundos» en realidad estuviera pensando en una arma nuclear introducida de contrabando en Estados Unidos.
—¿Estaba trabajando en un sistema de detección activa? —preguntó David—. ¿Algo que pudiera detectar una cabeza nuclear escondida en un maletero o un contenedor?
—No puedo confirmar ni negar nada —contestó Lucille—. Pero creo que ahora se puede dar cuenta de por qué nos tomamos todo esto tan en serio.
David estaba a punto de levantar la mirada del artículo cuando advirtió algo en la última página. Había una tabla que comparaba las propiedades de los mesones rho con las de sus primos cercanos, los mesones omega y phi. Lo que llamó la atención de David fue la última columna de la tabla, en la que se listaba la vida de las partículas. Se quedó mirando los números unos segundos.
—¿Qué le dijo Kleinman, señor Swift? ¿Qué le contó? —Lucille se lo quedó mirando con gran seriedad, de nuevo actuando como si fuera una adorable abuelita. Sin embargo, ahora David la había calado.
—Está usted mintiendo —dijo él—. El doctor Kleinman no estaba trabajando en ningún detector. Ni siquiera trabajaba para el gobierno.
Lucille adoptó una expresión dolida y perpleja, abriendo mucho la boca.
—¿Qué? Está usted…
David señaló con el dedo la última página del artículo de Kleinman.
—La vida de un mesón rho es de 10
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segundos.
—¿Y? ¿Qué significa eso?
—Significa que su departamento de documentación la ha cagado al preparar esta historia falsa. Aunque se desplazara a la velocidad de la luz, el mesón rho empezaría a descomponerse antes de haber recorrido una trillonésima de pulgada. No se podrían detectar estas partículas en una cabeza nuclear, de modo que resulta imposible construir un sistema de detección basado en este artículo.
Lucille mantuvo su expresión dolida, y por un momento David pensó que se iba a hacer la inocente. Un par de segundos después, sin embargo, cerró la boca, apretando con fuerza los labios. Las líneas que había alrededor de los ojos se hicieron más profundas, pero ya no eran líneas de la risa. Lucille estaba cabreada.
—Muy bien, volvamos a empezar —dijo David—. ¿Por qué no me cuenta la verdadera razón por la que están tan interesados en el doctor Kleinman? Se trata de alguna arma, ¿no? Una arma secreta sobre la que no dirá una palabra pero en la que se está gastando billones.
Ella no contestó. En vez de eso se quitó la chaqueta y la colgó del respaldo de la silla. A un lado de la blusa le colgaba una cartuchera, y en ella llevaba una flamante pistola negra.
David se quedó mirando el arma mientras Lucille se volvía hacia los dos agentes, que todavía estaban examinando la
Super Soaker
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—¿Habéis terminado de una maldita vez con eso, chicos?
Uno de los agentes se acercó y dejó la escopeta de agua sobre la mesa.
—Está limpio, señora —informó.
—Qué descanso. Ahora pónganse en contacto con Logística y díganles que necesitaremos transporte al aeropuerto en diez minutos.
El agente se retiró hacia el fondo de la habitación y cuchicheó las instrucciones a un micrófono que llevaba escondido en la manga. Mientras tanto, Lucille se revolvía en su silla y volvió a meter la mano dentro de la chaqueta. Esta vez sacó un paquete de Marlboro y un encendedor Zippo con la bandera de Texas. Le lanzó una mirada a David mientras cogía un cigarrillo del paquete.
—¿Sabe que es usted un auténtico tocacojones? —Se volvió a Hawley, todavía de pie junto a la silla de David—. ¿A que sí, Hawley?