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Authors: Mark Alpert

Tags: #Ciencia, Intriga, Policíaco

La clave de Einstein (9 page)

BOOK: La clave de Einstein
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Amory estaba tumbado boca arriba, con las manos, de cuidada manicura, entrelazadas sobre el pecho. Karen se acurrucó a su lado sin dejar de observar su pelo gris, así como su nariz y mentón patricios. Lo cierto es que su aspecto era verdaderamente fantástico para los sesenta años que tenía, decidió Karen. A pesar de algunos defectos, como ese silbido nocturno, ciertas dificultades auditivas o que no fuera el amante más vigoroso del mundo, sus virtudes hacían irrelevantes todos esos defectos. Amory era elegante, educado y jovial. Y lo mejor de todo era que sabía lo que ella quería. Lo que le importaba. Algo que David nunca pareció llegar a comprender a pesar de sus tres años de cortejo y nueve de matrimonio.

Oyó una sirena que bajaba por la avenida Columbus. Parecía haber muchas esa noche. Seguramente se dirigía hacia algún incendio, o quizá se había reventado un colector de agua. Mañana lo leería en los periódicos.

Claro que tampoco podía echarle las culpas de todo a David. Karen no llegó a saber bien lo que quería hasta bien entrado el matrimonio. Cuando se conocieron, ella no era más que una joven ingenua de veintitrés años, una estudiante de piano en
Julliard
inmersa en una batalla perdida de antemano contra rivales de más talento. David tenía cinco años más y ya era un reconocido profesor del programa de Historia de la Ciencia de la Universidad de Columbia. Karen se enamoró de él porque era divertido, además de apuesto e inteligente, y empezó a imaginar el futuro que construirían juntos. Tras la boda, ella dejó
Julliard
y se matriculó en la Facultad de Derecho. El nacimiento de Jonah interrumpió sus estudios durante un año, pero una década más tarde ya era asociada sénior de Morton Mclntyre & Van Cleve, y ganaba el doble que su marido. Entonces, además, ya sabía lo que quería: un confortable hogar para su familia, una escuela privada para su hijo y una posición más elevada en los círculos sociales de la ciudad.

Karen le podía perdonar a David que no compartiera estos intereses; en el fondo, él era un científico, de modo que no le importaban las apariencias. Lo que no le perdonaba, sin embargo, era la total indiferencia que mostraba hacia sus deseos. Parecía obtener un perverso placer en ir lo más desaliñado posible. Vestía vaqueros y zapatillas deportivas para ir a clase, y podía estar días sin afeitarse. Sin duda alguna, en parte esto se debía a su caótica educación. Había crecido con un padre violento y una madre medrosa que había sido maltratada. Aunque se esforzó por superar ese trauma, la victoria había sido parcial. David había demostrado ser un maravilloso padre, pero un marido francamente deficiente. Siempre que ella tenía una idea, él se la echaba por tierra. Ni siquiera tomaba en consideración mudarse a un apartamento más grande o presentar solicitudes para que Jonah pudiera ir a una escuela privada. El límite llegó cuando rechazó una oferta para convertirse en el director del Departamento de Historia. Ese puesto les hubiera supuesto 30.000 dólares más al año; dinero suficiente para renovar la cocina o afrontar la hipoteca de una casa en el campo. David, sin embargo, lo rechazó porque según él hubiera «interferido en su investigación». Después de eso, Karen tiró la toalla. No podía vivir con un hombre que no tenía intención de ceder un ápice por ella.

Bueno, mejor será que deje de pensar en David, se dijo a sí misma. ¿Para qué perder el tiempo? Ahora tenía a Amory. Ya habían hablado de comprar un apartamento. En el East Side no estaría mal. Quizá un apartamento de tres habitaciones en uno de esos edificios de Park Avenue. O una casa unifamiliar con un jardín en la azotea. Costaría un dineral, pero Amory se lo podía permitir.

Karen estaba tan ocupada fantaseando acerca del apartamento perfecto que no oyó el primer timbrazo de la puerta. Pero sí el segundo, que acompañaron con unos cuantos golpes en la puerta.

—¿Señora Swift? —exclamó con premura una voz grave—. ¿Está usted ahí, señora Swift?

Se sentó en la cama con el corazón latiendo aceleradamente. ¿Quién narices llamaba a su puerta a estas horas? ¿Y por qué la llamaban por su nombre de casada? No lo utilizaba desde hacía dos años. Alarmada, sacudió el hombro de Amory para despertarlo.

—¡Amory! —susurró—. ¡Despierta! ¡Hay alguien en la puerta!

Amory se dio la vuelta y farfulló algo. Tenía el sueño profundo.

—¡Abra, señora Swift! —exclamó otra voz grave—. Somos del FBI. Necesitamos hablar con usted.

¿El FBI? ¿Qué era esto, una broma pesada? Entonces recordó la llamada que había recibido unas horas antes, la del policía que había preguntado por David. ¿Era eso? ¿Se había metido David en algún lío?

Volvió a sacudir el hombro de Amory, esta vez más fuerte, hasta que finalmente abrió los ojos.

—¿Qué? —dijo con voz ronca—. ¿Qué quieres? ¿Qué pasa?

—¡Despierta! ¡Hay unos hombres en la puerta! ¡Dicen que son del FBI!

—¿Qué? ¿Qué hora es?

—¡Levántate y ve a ver quién es!

Tras dar un suspiro, Amory cogió sus gafas y salió de la cama. Se puso un albornoz marrón sobre el pijama amarillo y se ató el cinturón. Karen optó por una vieja camiseta y unos pantalones de chándal.

—¡Es su última oportunidad! —se oyó gritar a una tercera voz—. ¡Si no abre la puerta la echaremos abajo! ¿Me oye, señora Swift?

—¡Ya va, ya va! ¡Espere! —contestó Amory—. Un momento.

Karen salió de la habitación detrás de él, pero se quedó a unos metros de distancia. De forma instintiva, mientras Amory se dirigía al vestíbulo, ella se colocó delante de la puerta de la habitación de Jonah. Su hijo, gracias a Dios, también tenía el sueño profundo.

Amory se inclinó un poco para ver por la mirilla.

—¿Quiénes son ustedes? —preguntó a través de la puerta principal—. ¿Y qué hacen aquí a estas horas?

—Ya se lo hemos dicho, somos del FBI. Abra la puerta.

—Lo siento, pero antes necesito ver sus placas.

Karen se quedó mirando fijamente la espalda de Amory mientras éste seguía inclinado sobre la mirilla. Unos segundos más tarde, él levantó la mirada por encima del hombro.

—Efectivamente, son agentes del FBI —dijo—. Voy a ver qué quieren.

—Espera, no… —empezó a decir Karen, pero ya era demasiado tarde.

Amory abrió el pestillo y empezó a girar el pomo. Un instante más tarde la puerta principal se abrió de golpe y dos tipos enormes vestidos con traje gris se abalanzaron encima de Amory, lo tiraron de espaldas al suelo y lo inmovilizaron. Dos agentes más pasaron por encima y se pusieron de cuclillas delante de Karen. Uno era rubio, alto y de espaldas anchas, el otro un hombre negro de cuello grueso. Le llevó unos segundos darse cuenta de que ambos la estaban apuntando con sus pistolas.

—¡No se mueva! —gritó el rubio. Su rostro estaba tenso y pálido, su apariencia era monstruosa. Sin quitarle la vista de encima a Karen, le hizo una señal con la cabeza a su compañero.

—Ve a inspeccionar las habitaciones.

Karen dio un paso hacia atrás. Podía sentir la puerta de la habitación de Jonah en la columna.

—¡No, por favor! ¡Mi hijo! Está…

—¡He dicho que NO SE MUEVA! —le dijo el tipo rubio mientras se acercaba a ella. La pistola que llevaba en la mano temblaba como si tuviera vida propia.

Al otro lado de la puerta del dormitorio, Karen oyó unos pasos, y luego un débil y asustado «¿Mamá?», que los agentes en cambio no parecieron oír. Los dos se fueron acercando a ella con las pistolas en alto y los ojos fijos en la puerta, como si quisieran ver a través de ella.

—¡APÁRTESE! —ordenó el rubio.

Karen no se movió, estaba paralizada, no podía siquiera respirar. ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío, le van a disparar! Entonces oyó los pasos de Jonah detrás de ella y el chirrido del pomo al girar. Con un rápido movimiento se dio la vuelta, abrió la puerta y se lanzó encima de su hijo.

—¡NO, NO! —gritó—. ¡NO LE HAGAN DAÑO!

Los agentes permanecieron de pie bloqueando con sus enormes cuerpos la entrada y apuntándolos con sus pistolas. Pero ahora todo estaba bien, todo estaba bien: ella cubría por completo el cuerpo de Jonah con el suyo. Había encajado la cabeza del niño debajo de su barbilla y los hombros bajo sus pechos. Podía notar cómo temblaba, asustado y confundido.

—¡Mamá, mamá! —gritaba mientras permanecía tumbado contra el suelo de madera. Pero ahora ya estaba a salvo.

Mientras el agente rubio los vigilaba, el negro entró en la habitación y abrió la puerta del armario.

—¡Está limpio! —exclamó. Y procedió a inspeccionar las demás habitaciones. De fondo, por debajo de los lloros de Jonah y los gritos de los agentes, Karen pudo oír los gritos de indignación de Amory.

—Pero ¿qué creen que están haciendo? —dijo—. ¡No pueden registrar nada sin una orden judicial! ¡Esto es absolutamente ilegal!

Unos segundos más tarde, el agente negro regresó e informó al rubio, que parecía estar al mando.

—Aquí no hay nadie —dijo—. Y este vejestorio no encaja con la descripción.

El agente rubio se apartó de Karen y se dirigió al vestíbulo para reunirse con sus compañeros. Karen miró por encima del hombro y vio que volvía a meter su pistola en la cartuchera. Entonces se sentó y estrechó a Jonah contra su pecho mientras se estremecía aliviada. Amory estaba unos metros más allá, tumbado boca abajo y con las manos atadas a la espalda con una especie de plástico.

—¡Lamentarán todo esto, caballeros! —exclamó—. ¡Soy íntimo del fiscal general!

El agente rubio lo miró con el ceño fruncido.

—¡Cierra el pico, abuelo! —le dijo, y luego se volvió hacia Karen—. ¿Dónde está su ex marido, señora Swift?

Curiosamente, Karen ya no tenía miedo. Ahora que el agente había guardado el arma, no sentía más que desprecio.

—¿Por esto han irrumpido así? ¿Están buscando a David?

—Limítese a responder la…

—¡Será hijo de puta! ¡Ha apuntado con un arma a un niño de siete años!

Mientras Karen fulminaba con la mirada al tipo del FBI, Jonah seguía aferrado a su camiseta. Tenía la cara húmeda y manchada.

—¿Dónde está papá? —dijo entre sollozos—. ¡Quiero ver a papá!

Por un momento pareció que el agente titubeaba. Su nuez de Adán se movió al ver a Karen y Jonah abrazados en la entrada de la habitación. Pero pronto sus facciones se volvieron a endurecer.

—Buscamos a David Swift por asesinato. Había que adoptar las precauciones necesarias.

Karen se tapó la boca con la mano. No, pensó Karen, no es posible, David tenía muchos defectos, pero la violencia no era uno de ellos. Lo más violento que le había visto hacer era golpear el interior de su guante de
softball
después de que su equipo perdiera un partido. Nunca dejaba que sus sentimientos le hicieran perder el control. Había aprendido de su padre lo que podía pasar en caso contrario.

—¡Eso es mentira! —dijo ella—. ¿Quién le ha dicho eso?

El agente entornó los ojos.

—Yo conocía a algunos de los hombres que ha asesinado, señora Swift. Dos de ellos eran amigos míos —dijo, y se quedó mirándola unos segundos, frío e inmutable. Luego habló por el micrófono escondido en una de las mangas de su americana—. Aquí el agente Brock. Traeremos a tres con nosotros. Póngase en contacto con la oficina central y dígales que hay una mujer y un menor.

Karen estrechó con más fuerza a Jonah.

—¡No! ¡No puede hacer esto!

El agente negó con la cabeza.

—Es por su propia seguridad. Hasta que encontremos a su ex marido —entonces metió la mano en el bolsillo de su americana y sacó un par de bridas de plástico.

—¡Por Phil! ¡Eres el amo, Phil! ¡El puto AMO!

Alrededor de la mesa del
Station Break
, los participantes en la despedida de soltero de Pete alzaron sus vasos de
Jagermeister
para brindar en honor del alter ego de David, el generoso Phil, de New Brunswick. Ésta era la tercera ronda de chupitos que David pagaba y ahora los ánimos volvían a estar caldeados. Larry levantó un vaso en cada mano y canturreó «¡Phil! ¡Phil! ¡Phil!» antes de beberse los dos chupitos uno detrás de otro. Incluso Pete, el novio borracho, levantó brevemente la cabeza de la mesa y farfulló:

—¡Eres el amo!

David le correspondió, rodeando a Pete con su brazo y gritando a su vez:

—¡No, TÚ eres el amo! ¡El puto AMO, pedazo de cabrón!

Aunque David cantaba y reía con todos ellos, en realidad no había probado siquiera una gota de alcohol. Disimuladamente le había ido pasando sus chupitos a Larry, que había dado debida cuenta de ellos.

En cuanto los coros de tú-eres-el-amo se apagaron, Larry se puso en pie.

—No nos olvidemos de Vinnie —exclamó—. ¡Por Vinnie, ese calzonazos, que no ha podido estar con nosotros esta noche porque su novia piensa que somos una mala influencia!

Todos soltaron variaciones diversas de «¡Que le jodan a esa zorra!». Mientras tanto, Larry abrió una bolsa de plástico que había sobre la mesa y sacó una camiseta azul cuidadosamente doblada. Era una de las camisetas personalizadas que llevaban todos, con las palabras «DESPEDIDA DE SOLTERO DE PETE» impresas en el pecho.

—¡Mirad esto! —soltó Larry—. ¡Como Vinnie no ha podido venir, ahora tengo una camiseta de más! —Negó con la cabeza, disgustado—. ¿Sabéis qué voy a hacer? ¡Voy a hacer que su jodida novia la pague!

—¡Sí, que la pague esa zorra! —gritaron los juerguistas entre otras expresiones similares. David, en cambio, se quedó mirando la camiseta. Después de pensarlo un momento golpeó la mesa con el puño para llamar la atención de todos y anunció:

—¡Yo te compro la camiseta, Larry! ¿Cuánto cuesta?

Larry se quedó sorprendido.

—Oh no, Phil. No tienes por qué hacerlo. Ya nos has invitado a todos estos chupitos y…

—No, no. ¡Insisto! ¡La quiero comprar! ¡Quiero ser un miembro oficial de la jodida despedida de soltero de Pete!

Se puso en pie y deslizó un billete de veinte dólares en la mano de Larry. Luego cogió la camiseta y se la puso por encima de la de su equipo de
softball
.

—¡Phil! ¡Phil! ¡Phil! ¡Phil! —lo aclamaron todos, claro, hasta que alguien exclamó—: ¡Eh, que ya es la una y media, vamos a perder el puto tren otra vez! —Y los juerguistas de la despedida se levantaron a trompicones de sus asientos.

—Vamos —ordenó Larry.

—¡Hemos de llegar al
Lucky Lounge
antes de que cierre! ¡Que alguien ayude a Pete!

Mientras dos de los juerguistas agarraban a Pete por los codos, David fue consciente de la oportunidad que se le presentaba.

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