La enfermera le quitó la máscara de inmediato y limpió los esputos. Pero cuando intentó ponérsela otra vez, Kleinman se negó. La enfermera lo sujetó por el cuello para que no se moviera, pero con la mano libre él apartó la máscara.
—¡No! —dijo con voz ronca—. ¡Déjelo estar! ¡Ya basta!
La enfermera se lo quedó mirando y luego se volvió hacia su colega, que todavía estaba observando el monitor cardíaco.
—Ve a buscar al residente —ordenó—. Hemos de intubar.
Kleinman se inclinó hacia David, que rodeó con su brazo al anciano para evitar que se cayera. El gorgoteo del pecho parecía ir en aumento y el doctor movía los ojos sin ton ni son.
—Me estoy muriendo —dijo con voz áspera—. No me queda… mucho tiempo.
David comenzó a sentir un escozor en los ojos.
—Todo va bien, profesor. Va a ponerse usted…
Kleinman levantó la mano y agarró a David por el cuello de la camisa.
—Escucha… David. Has de… tener cuidado. El artículo… ¿Recuerdas? ¿El que escribimos… juntos? ¿Recuerdas?
David tardó unos instantes en recordar a qué se refería el profesor.
—¿En la universidad? ¿«La relatividad general en un espacio-tiempo bidimensional»? ¿Ese artículo?
Kleinman asintió.
—Sí, sí… Te acercaste… mucho… a la verdad. Cuando yo me haya ido… puede que vengan a por ti.
David sintió una punzada de intranquilidad en el estómago.
—¿De quién está usted hablando?
Kleinman se aferró con más fuerza todavía al cuello de David.
—Tengo… una clave.
Herr Doktor
me hizo… este regalo. Y ahora te la voy a dar… a ti. Mantenía… a salvo. No dejes… que se apoderen de ella. ¿Lo entiendes? ¡Nadie!
—¿Una clave? ¿Qué…?
—No hay tiempo… ¡No hay tiempo! ¡Escúchame! —Y, con una fuerza sorprendente, Kleinman tiró de David para acercarlo a él. Los húmedos labios del anciano le rozaban el oído—. Recuerda… los números. Cuatro, cero…, dos, seis…, tres, seis…, siete, nueve…, cinco, seis…, cuatro, cuatro…, siete, ocho, cero, cero.
En cuanto pronunció el último dígito, el profesor soltó el cuello de David y se desplomó sobre el pecho.
—Ahora repite… la secuencia.
A pesar de su confusión, David hizo lo que se le pedía. Acercó los labios al oído de Kleinman y repitió la secuencia. Aunque nunca había dominado las ecuaciones de la física cuántica, sí era capaz de memorizar largas secuencias de números. Cuando hubo terminado, el anciano asintió.
—Buen chico —murmuró, apoyado en la camisa de David—. Buen chico.
La enfermera seguía de pie junto al carro de curas, preparando la intubación. David vio como cogía un instrumento plateado con forma de guadaña y un tubo de plástico largo con pequeñas marcas negras. Iban a meter esa cosa por la garganta del profesor, pensó. Entonces David sintió algo caliente en el estómago. Bajó la vista y vio que un viscoso fluido rosa salía de la boca de Kleinman y le caía por la barbilla. El anciano había cerrado los ojos y su pecho había dejado de gorgotear.
Cuando el residente de urgencias finalmente llegó, echó a David de la sala y pidió refuerzos. Pronto media docena de médicos y enfermeras rodearon la cama de Kleinman, intentando resucitar al profesor. David sabía que era inútil. Hans Kleinman había muerto.
Rodríguez y los dos agentes lo interceptaron mientras avanzaba tambaleándose por el pasillo. La expresión del detective, que todavía llevaba la
Super Soaker
en la mano, era comprensiva. Le devolvió la escopeta a David.
—¿Cómo ha ido, señor Swift? ¿Le ha dicho algo?
David negó con la cabeza.
—Lo siento. La cabeza le iba y le venía. Lo que decía no tenía mucho sentido.
—Bueno, ¿y qué le ha dicho? ¿Querían robarle?
—No. Me ha dicho que lo habían torturado.
—¿Torturado? ¿Por qué?
Justo cuando David iba a contestar, desde el final del pasillo un hombre gritó:
—¡Oiga! ¡Usted! ¡Quédese donde está!
Era un tipo alto, rubicundo, de cuello grueso, con el pelo al rape y vestido con un traje gris. Iba flanqueado por otros dos ex jugadores de fútbol americano con más o menos la misma pinta. Los tres se acercaron por el pasillo con paso enérgico. Al llegar a la altura de los policías, el tipo que iba en medio sacó su identificación de la americana y mostró la placa.
—Agente Hawley, FBI —anunció—. ¿Son ustedes los agentes al mando del caso Kleinman?
El sargento gordo y el guardia novato dieron un paso al frente y se colocaron hombro con hombro con Rodríguez. Adoptaron a la vez un aire desdeñoso hacia los agentes federales.
—Sí, es nuestro caso —contestó Rodríguez.
El agente Hawley le hizo una señal con la mano a uno de sus colegas, que inmediatamente se dirigió a la sala de urgencias. Entonces Hawley volvió a meter la mano en el bolsillo de la americana y sacó una carta doblada.
—A partir de ahora nos encargamos nosotros —dijo mientras le mostraba la carta a Rodríguez—. Aquí tiene la autorización del fiscal general de Estados Unidos.
Rodríguez desdobló la carta. Su lectura le hizo fruncir el ceño.
—Esto son gilipolleces. Aquí no tienen jurisdicción.
El rostro de Hawley permanecía impasible.
—Si tiene alguna queja, puede transmitírsela al fiscal general.
David estudió al agente Hawley, que volvía su inexpresivo rostro de un lado a otro, inspeccionando el pasillo. A juzgar por su acento, definitivamente no era de Nueva York. Parecía un granjero de Oklahoma que hubiera aprendido aptitudes conversacionales en el Cuerpo de Marines. David se preguntó por qué este circunspecto agente del FBI estaba tan interesado en el asesinato de un físico retirado. Volvió a sentir una punzada en el estómago.
Como si hubiera notado su incomodidad, el agente Hawley le preguntó a Rodríguez mientras señalaba a David.
—¿Quién es este tipo? ¿Qué está haciendo aquí?
El detective se encogió de hombros.
—Kleinman preguntó por él. Su nombre es David Swift. Acaban de hablar y…
—¡Será hijo de puta! ¿Ha dejado que este tipo hablara con Kleinman?
David frunció el ceño. Ese agente era un auténtico gilipollas.
—Sólo intentaba ayudar —dijo—. Si se hubiera callado un minuto, el detective se lo habría explicado.
Hawley se volvió de golpe hacia David. Entornó los ojos y avanzó hacia él.
—¿Es usted físico, señor Swift?
El agente se acercó a David, pero éste mantuvo su tono de voz firme.
—No, soy historiador. Y, si no le importa, doctor Swift.
Mientras Hawley se lo quedaba mirando fijamente, regresó el agente que había ido a la sala de urgencias, se acercó sigilosamente a su compañero y le susurró algo en el oído. Durante una fracción de segundo los labios de Hawley se tensaron e hicieron una ligera mueca. Luego su rostro volvió a ser inexpresivo y severo.
—Kleinman ha muerto, señor Swift, lo cual quiere decir que usted vendrá con nosotros.
A David casi se le escapa la risa.
—¿Ir con ustedes? No lo creo.
Pero, antes de que las últimas palabras salieran de su boca, el tercer agente del FBI se le acercó por detrás, le colocó las manos en la espalda y le puso unas esposas alrededor de las muñecas. La
Super Soaker
cayó al suelo.
—¿Se puede saber qué narices está haciendo? —gritó David—. ¿Me está arrestando?
Hawley no se molestó en contestar. Cogió a David por el brazo, justo por encima del codo, y le dio la vuelta. El agente que lo había esposado recogió la
Super Soaker
, sosteniéndola a cierta distancia, como si se tratara de una arma de verdad. Los tres agentes del FBI escoltaron a David por el pasillo, moviéndose con rapidez por entre los estupefactos médicos y enfermeras. David miró por encima del hombro al detective Rodríguez y a los dos policías, pero los agentes se limitaron a quedarse de pie sin hacer nada.
Uno de los agentes se adelantó y abrió una puerta que daba a una escalera. David estaba demasiado asustado para protestar. Mientras bajaban a toda prisa la escalera en dirección a la salida de emergencia recordó algo que el profesor Kleinman le había dicho unos minutos antes. Era parte de una cita famosa de J. Robert Oppenheimer, otro gran físico que había trabajado con Einstein. Las palabras no habían dejado de dar vueltas en la cabeza de Oppenheimer tras ser testigo de la primera prueba de la bomba atómica.
«Ahora me he convertido en la Muerte, destructora de mundos».
Simon jugaba al tetris en el asiento del conductor de su Mercedes, con un ojo puesto en el juego electrónico de su teléfono móvil y otro en la entrada del hospital Saint Luke. El tetris era el juego perfecto en situaciones como ésta. Entretenía sin desconcentrarle a uno del trabajo. Apretando las teclas del móvil, Simon podía colocar fácilmente en su sitio las piezas del tetris mientras al mismo tiempo observaba los coches y taxis que paraban delante de urgencias. Relajado pero vigilante, empezó a observar como si fueran piezas gigantes del tetris —cuadrados, zigzags y piezas en forma de T o L— los vehículos de la avenida Amsterdam que bajaban por la calle a medida que se hacía de noche.
Todo consiste en saber adaptarse, pensó Simon. Da igual a qué juegue uno, siempre hay que estar dispuesto a modificar la estrategia. Era lo que había ocurrido con Hans Kleinman esa misma noche. Al principio el trabajo parecía sencillo, pero la mente de Kleinman se reblandeció antes de que Simon pudiera obtener nada útil. Encima, para empeorar las cosas, un par de coches de policía se detuvieron delante del apartamento del profesor. A Simon le sorprendió, pero mantuvo la calma; se limitó a modificar su estrategia. Primero eludió a la policía subiendo por la salida de incendios hasta el tejado, y de ahí saltando al almacén contiguo. Luego había seguido con su Mercedes a la ambulancia que había llevado a Kleinman al Saint Luke. Tenía un nuevo plan: esperar a que los agentes de policía abandonaran la sala de urgencias, y entonces —si Kleinman todavía estaba vivo— volver a intentar sacarle la
Einheitliche Feldtheorie
.
De hecho, Simon admiraba al profesor. Ese cabrón era un tío duro. Le recordó a su antiguo superior en la
Spetsnaz
[4]
, el coronel Alexi Latypov. Alexi había sido oficial de las fuerzas especiales rusas durante casi tres décadas. Rápido, inteligente y despiadado, dirigió la unidad de Simon durante los peores años de la guerra de Chechenia, enseñando a sus hombres cómo burlar y derrotar a los insurgentes, hasta que un día, durante una incursión en uno de los campos chechenos, un francotirador le voló la cabeza. Un hecho terrible, pero no inesperado. Simon recordó algo que su superior había dicho en una ocasión: la vida no es más que una mierda, y lo que venga después probablemente será peor.
Las piezas del tetris se apilaban en la parte inferior de la pantalla del móvil, formando una montaña escarpada con un profundo agujero en el extremo izquierdo. Entonces empezó a descender una barra. Simon la dirigió a la izquierda y cuatro filas desaparecieron con un suspiro generado electrónicamente. Altamente satisfactorio. Como clavarle suavemente un cuchillo a alguien.
Un momento después Simon vio que un Chevrolet Suburban negro con los cristales tintados bajaba por la avenida Amsterdam. El coche fue aminorando la marcha a medida que se acercaba al hospital y finalmente aparcó en la zona de carga. Tres corpulentos hombres vestidos con el mismo traje gris salieron del coche y marcharon en formación hasta la entrada de servicios del hospital, donde mostraron sus placas a los desconcertados guardias de seguridad. A pesar de que se encontraban a casi treinta metros de distancia, Simon reconoció a los hombres por su forma de andar: ex marines y ex rangers asignados a labores de oficina, probablemente con el FBI. Al parecer, la inteligencia norteamericana también estaba interesada en el profesor Kleinman. Eso explicaría por qué la policía había llegado con tal rapidez a su apartamento. Los agentes federales debían de tener micrófonos ocultos en las paredes del apartamento de Kleinman y habrían oído la conversación de Simon con el profesor.
Los agentes entraron en el hospital, presumiblemente para hablar con Kleinman antes de que el anciano falleciera. A Simon no le agradaba especialmente este desarrollo de los acontecimientos, pero tampoco le perturbaba demasiado. Aunque sentía un sano respeto por los agentes norteamericanos —estaban bien entrenados y eran disciplinados—, sabía que podía eliminarlos a los tres sin demasiados problemas. Simon tenía una ventaja: como trabajaba solo, sus instintos eran más agudos. Ésa era una de las dos grandes ventajas de ser autónomo.
La otra era el dinero. Desde que dejó la
Spetsnaz
, Simon podía ganar más dinero en un día que todo un pelotón de paramilitares rusos en un año. El truco era encontrar clientes que fueran ricos y estuvieran desesperados. Una cantidad sorprendentemente elevada de personas, corporaciones y gobiernos entraban en esta categoría. Algunos estaban desesperados por conseguir poder; otros, respeto. Algunos querían misiles; otros, plutonio. A Simon le daba igual en qué consistía la misión, jamás ponía reparos. Para él todo era lo mismo.
Mientras esperaba que salieran los agentes del FBI, Simon pensó en ponerse en contacto con su cliente actual. La misión se había desviado un tanto del plan original, y a sus clientes normalmente les gustaba estar informados de estos cambios. Al final, sin embargo, decidió que no era necesario. Este cliente estaba quizá más desesperado que ningún otro con el que hubiera trabajado antes. La primera vez que lo llamó, Simon pensó que se trataba de una broma; le parecía ridículo pagar esa cantidad de dinero por una teoría científica. Pero cuando supo más acerca de la misión, Simon empezó a ver las posibles aplicaciones de esta teoría, militares o de otro tipo. Y cayó en la cuenta de que este trabajo le podía proporcionar algo infinitamente mejor que el dinero.
Antes de lo esperado, los tres agentes salieron por una de las salidas de emergencia del hospital. Llevaban un prisionero con ellos. Era un poco más bajo que los hombres del FBI, pero aun así esbelto y atlético. Llevaba zapatillas deportivas, vaqueros y una de esas camisetas de equipos de béisbol que a los norteamericanos tanto les gustan. Tenía las manos esposadas a la espalda, y volvía la cabeza de un lado a otro, como un pájaro asustado, mientras dos de los agentes lo llevaban hacia el Suburban. El tercer agente llevaba una escopeta de juguete de colores vivos. Simon se rió entre dientes, ¿acaso ahora el FBI se dedicaba a probar escopetas de agua? Toda esta escena le parecía un poco extraña, y por un momento se preguntó si este arresto estaba relacionado con Kleinman. Quizá este prisionero no era más que un excéntrico neoyorquino que había amenazado a los médicos con su
Super Soaker
. Pero justo antes de que los agentes metieran al prisionero en el coche, le taparon la cabeza con un capuchón negro que le ajustaron bajo la barbilla. Muy bien, pensó Simon. No se trata de un loco cualquiera. Es alguien a quien los agentes quieren interrogar.