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Authors: Mark Alpert

Tags: #Ciencia, Intriga, Policíaco

La clave de Einstein (6 page)

BOOK: La clave de Einstein
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—De los grandes —respondió éste.

Lucille sostenía el cigarrillo en la comisura de los labios.

—Míralo. Seguro que tampoco aprueba el tabaco. Seguro que piensa que deberíamos salir fuera para fumar —con un golpe de muñeca abrió el Zippo y encendió el cigarrillo, echando la primera bocanada de humo a la cara de David—. Bueno, tengo noticias para usted, Swift. Podemos hacer lo que nos dé la puta gana. —Cerró el Zippo y lo volvió a meter dentro de la chaqueta—. ¿Lo entiende?

Mientras David se preguntaba qué responder, Lucille miró a Hawley y asintió. Un segundo más tarde éste golpeó a David en la cabeza.

—¿Es que está sordo? —gritó—. La agente Parker le ha hecho una pregunta.

David apretó los dientes. El golpe había sido fuerte y le había dolido, pero en este caso el insulto fue peor que la herida. Sintió una punzada de indignación en el estómago al levantar la mirada hacia Hawley. Sólo la presencia de las semiautomáticas en las cartucheras de los agentes hizo que permaneciera sentado.

Lucille sonrió.

—Tengo más noticias para usted. ¿Recuerda la enfermera que estaba en la habitación de Kleinman? Bueno, pues uno de nuestros agentes ha hablado con ella. —Dio una larga calada al cigarrillo y soltó otra bocanada de humo—. Y dice que Kleinman le ha susurrado al oído unos números.

Mierda, pensó David. La enfermera.

—Una larga serie de números, ha dicho. Ella no los recuerda, claro está. Pero estoy segura de que usted sí.

David repasó mentalmente la secuencia. Así era como recordaba largas series de números o ecuaciones complejas, casi como si estuvieran flotando en el aire, delante de él. Los dígitos cruzaron su campo de visión en el mismo orden en el que el doctor Kleinman los había mascullado.

—Nos va a decir esos números ahora mismo —dijo Lucille, subiéndose la manga izquierda de la blusa y dejando a la vista un reloj antiguo con correa de plata—. Tiene treinta segundos.

Mientras Lucille se recostaba en la silla, el agente Hawley se sacó el capuchón negro del bolsillo. David sintió un nudo en la garganta al verlo. Dios mío, pensó, ¿pero qué diablos está pasando? Estos agentes parecían estar convencidos de que tenían todo el derecho a ponerle un capuchón en la cabeza y darle una paliza. La única opción sensata que le quedaba era olvidar las advertencias del doctor Kleinman y decirles los números. De todos modos, puede que la secuencia no tuviera sentido alguno. E incluso si los números no eran aleatorios, incluso si eran la clave de algo terrible, ¿por qué diablos tenía que ser él responsable de guardar el secreto? No lo había pedido. Lo único que había hecho era escribir un artículo de investigación sobre la relatividad.

Se asió al borde de la mesa e intentó calmarse. Le quedaban cinco, quizá diez segundos. Lucille tenía la mirada clavada en su reloj y Hawley seguía alisando el capuchón negro. Al observarlos con atención David se dio cuenta de que, aunque les revelara los números, los agentes no lo dejarían ir. Mientras tuviera esos números en la cabeza, supondría un riesgo. Su única esperanza era hacer un trato, preferiblemente con alguien que estuviera por encima de los agentes Parker y Hawley en la cadena de mando.

—Antes de decir nada, necesito ciertas garantías —dijo—. Quiero hablar con un superior.

Lucille frunció el ceño.

—¿Pero qué se ha creído que es esto? ¿Un centro comercial? ¿Piensa que se puede quejar al encargado si no está contento con el trato recibido?

—Necesito saber para qué quieren los números. Si ustedes no me pueden decir la razón, llévenme a alguien que sí pueda.

Lucille dejó escapar un largo suspiro. Se quitó el cigarrillo de la boca y lo ahogó en uno de los vasos de papel. Luego se puso en pie empujando la silla hacia atrás, e hizo una leve mueca de dolor al estirar las piernas.

—Muy bien, señor Swift, tendrá lo que pide. Lo vamos a llevar a un sitio donde podrá charlar con mucha gente.

—¿Adónde? ¿A Washington?

Lucille se rió entre dientes.

—No, el sitio del que le hablo está un poco más al sur. Se trata de un lugar encantador llamado Guantánamo.

David sintió que la adrenalina inundaba su cuerpo.

—¡Espere un segundo! ¡Soy un ciudadano! Usted no puede…

—En uso de las atribuciones que me confiere la Ley Patriota, le declaro combatiente enemigo —dijo, y se volvió hacia Hawley—. Vuelve a ponerle las esposas. Los grilletes ya se los pondremos en el coche.

Hawley lo cogió del brazo y gritó:

—¡Levántese!

David, sin embargo, se quedó quieto en la silla. El corazón le latía con fuerza y las piernas le temblaban. Hawley levantó todavía más la voz:

—¡He dicho que SE LEVANTE! —Y estaba a punto de tirar de David y arrastrarlo cuando otro de los agentes le llamó la atención con unos golpecitos en el hombro. Era el tipo que debía llamar a Logística por radio. Estaba pálido.

—Esto… ¿señor? —susurró—. Creo que tenemos un problema.

Lucille no pudo evitar oírlo. Se interpuso entre Hawley y su colega.

—¿Qué ocurre? ¿Cuál es el problema?

El agente, todavía pálido, estaba tan nervioso que durante un par de segundos no le salió la voz.

—No puedo ponerme en contacto con Logística. He probado todas las frecuencias, sin éxito. No hay más que estática en todos los canales.

Lucille lo miró con escepticismo.

—La radio debe de estar estropeada. —Cogió el micrófono sujeto al cuello de su blusa y apretó el botón de llamada—. Negro Uno a Logística. ¿Me copia, Logística?

Pero antes de obtener respuesta alguna, un tremendo estruendo hizo temblar las paredes.

Mientras caminaba hacia el garaje en el que estaba aparcado el Suburban negro, a Simon se le ocurrió que si alguna vez quisiera cambiar de carrera siempre podría trabajar como asesor de seguridad. Después de todo, ¿quién mejor para aconsejar sobre la defensa de instalaciones gubernamentales o privadas que alguien con experiencia en entrar por la fuerza en ellas?

Desde luego, él podía darle algunos consejos al FBI. En la caseta del guarda que había en la entrada del garaje sólo había un agente, un tipo joven, bajo y fornido que llevaba una cazadora naranja y una gorra de los
Yankees
de Nueva York: éste era su poco convincente intento de parecer un guarda de aparcamiento corriente. Destinar un solo agente en la cabina en vez de dos era un error, pensó Simon. Uno nunca debe quedarse corto en recursos defensivos, y menos todavía en el turno de noche.

Simon se había cambiado y ahora llevaba un elegante traje y un maletín de piel. Cuando llamó al cristal a prueba de balas de la cabina, el agente lo examinó y luego entreabrió la puerta.

—¿Qué quiere? —le preguntó.

—Lamento molestarlo —dijo Simon—, quería información sobre los precios mensuales del aparcamiento.

—Aquí no…

Simon abrió de golpe la puerta y se abalanzó sobre el agente, derribándolo con un golpe de hombro en la barriga. En la cabina sólo había una cámara de vigilancia y no cubría el suelo. Otro error. Echado encima del agente, Simon le clavó un cuchillo de combate en el corazón y lo mantuvo sujeto contra el suelo hasta que dejó de moverse. No era culpa suya, pensó Simon. Había sido un fallo institucional.

Antes de enderezarse, Simon se puso la cazadora y la gorra de los
Yankees
. También cogió una Uzi y munición de su maletín.

Ahora varias cámaras de vídeo lo enfocaban, de modo que avanzó con la cabeza gacha. Giró al llegar a una esquina y vio media docena de Suburbans aparcados cerca de una puerta de acero. Cuando se encontraba a unos diez metros, la puerta se abrió y apareció un exaltado hombre vestido con un traje gris.

—¡Anderson! —gritó—. ¡Qué diablos está…!

Simon levantó la mirada y disparó la Uzi al mismo tiempo. El agente cayó y su cuerpo postrado impidió que la puerta se cerrara. Simon se dirigió a toda prisa hacia la puerta, llegando justo a tiempo de reducir a un tercer agente que rápidamente había acudido en ayuda de su colega. Esto es lamentable, pensó Simon. Me lo están poniendo demasiado fácil.

Nada más cruzar la puerta estaba la sala de comando en la que los desafortunados agentes habían sido emplazados. Primero inutilizó la radio, luego examinó el panel de monitores de vídeo. Encontró su objetivo en la pantalla con el rótulo SUB-3A, en la que aparecía una de las salas de interrogatorio del subsótano. Simon conocía bien la distribución del complejo; a lo largo de los años había conseguido, a través de diversas fuentes de la inteligencia norteamericana y por un módico precio, gran cantidad de información acerca del funcionamiento de sus agencias.

Sólo quedaba una barrera más, una segunda puerta de acero al fondo de la sala. Esta puerta tenía un teclado alfanumérico que controlaba la cerradura. Por un momento, Simon lamentó haber asesinado a los agentes: debería haber dejado por lo menos a uno con vida para sonsacarle el código de entrada. Afortunadamente, el FBI había cometido otro estúpido error al instalar una cerradura con pestillo único en vez de un mecanismo más resistente.

Simon sacó medio kilo de C-4 de su bolsa de municiones. Le llevó 83 segundos colocar el explosivo alrededor de la cerradura, insertar los detonadores y desplegar el cordel detonador hasta el otro lado de la sala de mando. Agazapado detrás de una columna, Simon gritó «Na zdorovya!», un brindis, el equivalente ruso de «¡Salud!», y luego detonó la carga.

En cuanto oyeron la explosión, Lucille y Hawley y los otros dos agentes sacaron sus Glock. No había ningún enemigo a la vista, pero aun así todos apuntaron su semiautomática hacia la puerta cerrada de la sala de interrogatorio. Por primera vez en su vida, David deseó tener una arma.

—¡Hostia puta! —gritó Hawley—. ¿Qué cojones ha sido eso?

Lucille parecía estar un poco más calmada. Hizo una seña con la mano a los agentes, levantando índice y corazón. Lentamente, los tres hombres se acercaron a la puerta. Entonces Hawley agarró el pomo y abrió la puerta de golpe. Sus dos colegas se precipitaron hacia el pasillo. Un segundo más tarde ambos gritaron: —¡Despejado!

Lucille soltó un resoplido de alivio.

—Muy bien, escuchad. Hawley se queda aquí para proteger al detenido. Los demás vienen conmigo para identificar la amenaza y restablecer las comunicaciones.

Cogió las carpetas que estaban sobre la mesa y se las metió debajo del brazo. Luego se volvió hacia David.

—Usted, señor Swift, siéntese en esa silla y estese calladito. El agente Hawley estará al otro lado de la puerta, vigilando. Como haga usted el más mínimo ruido, volverá a entrar y le meterá una bala por el culo. ¿Lo ha entendido?

No esperó la respuesta, pero tanto daba: David estaba demasiado aterrado para decir nada. En vez de eso salió disparada hacia el pasillo, pasando junto a Hawley, que todavía sostenía el pomo de la puerta.

—Esto… ¿señora? —preguntó—. ¿Cuál es el plan alternativo? ¿Qué ocurre si no puedo mantener la posición?

—Si eso ocurre, tiene autorización para tomar las medidas necesarias.

Hawley salió al pasillo y cerró la puerta tras de sí. David oyó como el pestillo se cerraba. El silencio que se hizo en la sala fue tal que podía oír el zumbido de las luces fluorescentes del techo.

Las medidas necesarias. El significado de esa frase se le hizo evidente mientras permanecía sentado ahí dentro. David poseía una información que el FBI, por la razón que fuera, consideraba valiosa. Tanto, de hecho, que el Bureau haría lo posible para asegurarse de que no caía en las manos equivocadas. Con toda seguridad, destruirían la información antes de dejar que nadie la obtuviera. Incluso si eso significaba destruirlo a él. Visualizó mentalmente al agente Hawley entrando de nuevo en la sala, apuntándole con su pistola.

David se incorporó de golpe. ¡No podía quedarse aquí, tenía que escaparse! Miró a su alrededor, buscando desesperadamente alguna forma de escapar, quizá un panel suelto del techo que levantar, un conducto de aire por el que reptar. Sin embargo tanto el techo como las paredes eran de hormigón macizo, lisos, sin nada. En la sala sólo había las sillas y la mesa gris, sobre la que estaba la jarra de agua, los vasos de papel, y la
Super Soaker
que tan concienzudamente habían examinado.

Entonces se dio cuenta de otra cosa. Con las prisas, Lucille se había dejado su chaqueta roja brillante en el respaldo de la silla. En sus bolsillos había un encendedor Zippo y una petaca con alcohol. David recordó lo que había dicho su ex esposa del peligro de las
Super Soakers
.

Simon tenía algo bueno que decir sobre la seguridad del complejo del FBI: por lo menos no habían puesto el interruptor diferencial en un lugar obvio, como la sala de comando. Tuvo que seguir los giros y vueltas de los cables hasta encontrar el cuarto de mantenimiento. Pero esta opinión favorable sobre la agencia se vino abajo cuando comprobó que el cuarto no estaba cerrado con llave. Negando con la cabeza, entró en el pequeño cuarto y localizó el panel eléctrico. Es increíble, pensó. Si pagara impuestos, estaría escandalizado.

Con sólo apagar el interruptor, el complejo se quedó a oscuras. Entonces Simon metió la mano en el bolsillo y sacó su nuevo juguete, unas gafas térmicas de rayos infrarrojos. Encendió el artefacto y reguló la correa para que las lentes binoculares se le ajustaran bien a los ojos. Su tecnología era muy superior a la de las gafas de visión nocturna del ejército de Estados Unidos, que funcionaban intensificando la luz que apenas era visible; las gafas térmicas, en cambio, mostraban calor, no luz, de modo que podían funcionar en total oscuridad. En la pantalla del visor los monitores de los ordenadores, todavía calientes, brillaban con intensidad mientras que el frío acero de la puerta se veía negro azabache. Si seguía las luces fluorescentes, recién apagadas y que todavía estaban enfriándose, llegaría fácilmente a las escaleras. Simon sonrió en la oscuridad. Adoraba las nuevas tecnologías. Ahora estaba listo para dar caza a su presa, ese esbelto y atlético prisionero que le recordaba a un pajarillo asustado.

Tras bajar dos tramos de escaleras oyó pasos. Sin hacer ruido, retrocedió un tramo hasta el rellano y apuntó la Uzi a la entrada de la escalera. Unos segundos más tarde pudo ver tres haces de luz alumbrando el pasillo. Esto no se podía considerar exactamente un fallo de los agentes; teniendo en cuenta las circunstancias, no tenían otra opción que utilizar sus linternas. El resultado, sin embargo, era el mismo. En el visor infrarrojo Simon pudo ver una mano agarrada a un cilindro brillante y una cara espectral que parecía haber sido untada con pintura brillante. Antes de que el agente alumbrara a Simon con la linterna éste disparó dos balas a la resplandeciente cabeza.

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