David fue incapaz de seguir todos los pasos de su argumentación; a esas alturas de su carrera universitaria ya se había dado cuenta de cuáles eran los límites de su capacidad matemática, y solía sentir una insoportable frustración no exenta de celos cuando era testigo del talento de un genio como Monique. Sin embargo, al verla desplegar su magia sobre la pizarra y contestar tranquilamente las preguntas de sus colegas, David no sintió ningún tipo de amargura. Se rindió a su poder sin ofrecer la más mínima resistencia. En cuanto terminó la presentación, David salió disparado de su asiento y se abrió camino hasta al escenario para poder presentarse.
Monique enarcó las cejas cuando David mencionó su nombre. Una expresión de sorpresa y agrado cruzó su cara.
—¡Yo te conozco! —exclamó ella—. Hace poco leí el artículo que escribiste con Hans Kleinman. «La relatividad en un espacio-tiempo dos-más-uno», ¿no? No estaba nada mal.
Monique le estrechó con fuerza la mano. David se había quedado atónito; no podía creer que ella hubiera leído su artículo.
—Bueno, tampoco es para tanto, la verdad —contestó él—. No si lo comparamos con tu trabajo, quiero decir. Tu presentación ha sido absolutamente impresionante. —Intentó pensar en algún otro comentario inteligente, pero no se le ocurrió ninguno—. Me he quedado anonadado. De verdad.
—¡Oh, por favor, déjalo ya! —dijo ella, y dejó escapar una carcajada, una maravillosa y sonora risotada—. ¡Harás que me sienta como una estrella de cine! —Y entonces se acercó un poco más a él mientras dejaba descansar una mano sobre su antebrazo, como si fueran viejos amigos—. Así que estás en Columbia, ¿no? ¿Qué tal es el departamento de allí?
La conversación duró varias horas. Se trasladaron primero al salón de la facultad, donde David conoció a algunos de los otros estudiantes del Departamento de Física de Princeton, y luego a un restaurante local llamado
Rusty Scupper
, donde el pequeño grupo de físicos en ciernes pidió margaritas y debatió los pros y los contras de las teorías de cuerdas quirales y no quirales. Después de unas cuantas copas, David le reconoció a Monique que no había entendido algunas partes de su presentación. Ella no tuvo inconveniente alguno en aclarar sus dudas y le explicó pacientemente cada procedimiento matemático. Después de unas copas más él le preguntó cómo había empezado a interesarse por la física, y ella le contó que la culpa la tuvo su padre, un hombre que nunca llegó a pasar de noveno, pero que siempre estaba elaborando interesantes teorías sobre el mundo. A medianoche David y Monique eran los últimos clientes que quedaban en el restaurante, y una hora más tarde se estaban manoseando el uno al otro en el sofá del pequeño apartamento de Monique.
Para David esta secuencia de acontecimientos era bastante habitual. Se encontraba en mitad de la juerga de seis meses que nubló su segundo año en la universidad, y cuando bebía con una mujer solía intentar llevársela a la cama. Monique era más inteligente y hermosa que la mayoría de las mujeres con las que se había acostado, pero bastante típica en otros aspectos: era impulsiva, solitaria y parecía ocultar cierta infelicidad. Todo avanzaba según los parámetros habituales, pues. Sin embargo, cuando Monique se levantó del sofá y se bajó la cremallera del vestido de Kente, que al caer formó un colorido y arrugado rebujo alrededor de sus tobillos, algo empezó a ir mal. En cuanto David la vio desnuda comenzó a llorar. Era todo tan repentino e inexplicable que al principio David pensó que le ocurría a Monique, no a él. ¿Por qué se pone a llorar? ¿He hecho algo mal?, pensó. Pero no era ella quien lloraba. Los sollozos provenían de su propia garganta, y las lágrimas caían de sus mejillas. Rápidamente se puso en pie y, humillado, se dio la vuelta. Dios, pensó, ¿qué diablos me ocurre?
Unos segundos más tarde sintió la mano de Monique sobre el hombro.
—¿David? —susurró—. ¿Te encuentras bien?
Él negó con la cabeza, intentando desesperadamente ocultar la cara.
—Lo siento —balbuceó él, apartándose—. Será mejor que me vaya.
Pero Monique no lo dejó marchar. Puso los brazos alrededor de su cintura y lo acercó a sí.
—¿Qué ocurre, cariño? Me lo puedes contar.
Su piel era suave y fría. Él sintió que algo cedía en su interior y de repente supo por qué estaba llorando. En comparación con Monique Reynolds se sentía inútil. Una semana antes había suspendido los exámenes finales, lo cual significaba que pronto el Departamento de Física de Columbia le iba a pedir que dejara el programa de posgrado. Sin duda la bebida había contribuido a su fracaso —resulta prácticamente imposible comprender la teoría cuántica de campos cuando tu resaca es crónica—, pero, aunque hubiera estado absolutamente sobrio durante el semestre, estaba seguro de que el resultado habría sido el mismo. Lo peor era que su padre había predicho que esto pasaría. Cuando visitó al viejo dos años antes, en la sórdida habitación que John Swift ocupaba desde su salida de prisión, éste se rió cuando David le comentó sus planes de convertirse en físico.
—Tú nunca serás un científico —le advirtió su padre—. Ya verás como la cagas.
David no podía contarle todo esto a Monique. Lo que hizo fue quitar las manos de Monique de su cintura.
—Lo siento —dijo otra vez—. Me tengo que ir.
Siguió llorando mientras se alejaba del apartamento de Monique y atravesaba el campus de Princeton. Eres un idiota, mascullaba, un completo idiota. Es todo culpa de la bebida, la maldita bebida. Ya no puedes pensar con claridad. Se detuvo al lado de uno de los dormitorios para estudiantes de la facultad y se apoyó un momento en el gótico edificio de piedra para aclararse la cabeza. Se terminó la bebida, se dijo. Hoy has tomado tu última copa.
Sin embargo, cuando al día siguiente regresó a Nueva York, lo primero que hizo fue ir a la
West End Tavern
, en Broadway, y tomarse un chupito de
Jack Daniels
. Todavía no había tocado fondo. No sería hasta dos meses más tarde, después de ser oficialmente expulsado del Programa de Física de Columbia, que David descendió a un nivel de degradación tan lamentable que dejaría de beber para siempre.
Durante los años siguientes, mientras ponía en orden su vida y obtenía su doctorado en historia, alguna que otra vez pensó en ponerse en contacto con Monique para explicarle lo que había ocurrido. Nunca llegó a hacerlo. En 2001 vio por casualidad un artículo suyo en
Scientific American
. Todavía estaba en Princeton, y todavía se dedicaba a la teoría de cuerdas, que había avanzado considerablemente desde la década de los ochenta pero seguía siendo tan indefinida, incompleta y rígida como siempre. Ahora Monique estaba explorando la posibilidad de que las dimensiones adicionales predichas por la teoría de cuerdas no formaran infinitesimales variedades en espiral sino que se encontraban detrás de una barrera cósmica que evitaba que las pudiéramos ver. A David, sin embargo, no le interesaban tanto las cuestiones relativas a la física como los datos biográficos de los últimos párrafos del artículo. Al parecer, Monique se había criado en Anacostia, el barrio más pobre de Washington, D.C. Su madre había sido adicta a la heroína y su padre murió de un disparo durante un robo cuando ella apenas tenía dos meses. David sintió una punzada en el centro del pecho al leer esto. Ella le había dicho que había sido su padre quien la había animado a dedicarse a la física, pero resulta que en realidad nunca había llegado a conocerlo.
David volvió a pensar en Monique cuando su matrimonio se fue a pique, y alguna vez estuvo a punto de llamarla. Pero al final optaba por colgar el teléfono y buscarla en Google; tecleaba su nombre en el buscador y visitaba las páginas web que la mencionaban. Así descubrió que ahora era profesora de física, que había participado en un
chat
en internet sobre historia africana, y que había completado el maratón de Nueva York en tres horas y cincuenta y dos minutos, un tiempo más que aceptable para una mujer de cuarenta y tres años. El descubrimiento más importante, sin embargo, fue encontrar una fotografía suya en la versión on line del
Princeton Alumni Weekly
. En ella aparecía de pie delante de una modesta casa de dos pisos y con un amplio porche delantero. David reconoció el lugar de inmediato: era el 112 de la calle Mercer, la casa en la que Albert Einstein había vivido durante los últimos veinte años de su vida. En su testamento, Einstein había insistido en que la casa no se convirtiera en un museo, de modo que siguió siendo una residencia privada para los profesores vinculados al Instituto de Estudios Avanzados de Princeton. Según el pie de foto, la profesora Reynolds se había mudado recientemente a la casa, donde reemplazó a un miembro docente ya jubilado.
Ahí era adonde se dirigía David tras bajar del tren en la estación de Princeton. De nuevo volvió a cruzar el campus a oscuras, ahora totalmente sobrio, pero todavía desesperado, y con la duda de si Monique se alegraría de verlo.
Lucille estaba hablando por teléfono con sus agentes de Trenton cuando el secretario de Defensa irrumpió en la sala de conferencias. Su sorpresa fue tal que casi se le cae el teléfono. Sólo había visto al secretario en una ocasión, durante una ceremonia en la Casa Blanca en la que se presentó una nueva iniciativa contra el terrorismo, y apenas intercambiaron un apretón de manos y unas cuantas cortesías. Ahora el tipo aparecía inesperadamente delante de ella. Su cabeza, cuadrada y desafiante, proyectaba una cierta beligerancia; sus ojos, pequeños y entornados, miraban con desaprobación por detrás de las gafas sin montura. Aunque eran las tres de la mañana, llevaba el fino pelo gris cuidadosamente peinado y la corbata caía recta de un impecable nudo Windsor. Un general de División de las Fuerzas Aéreas iba detrás con el maletín del secretario.
—Esto… Ahora vuelvo a llamar—dijo Lucille a su interlocutor. Colgó y, diligente, se puso en pie—. Señor secretario, yo…
—Siéntese, Lucy, siéntese —le dijo, haciéndole una señal con la mano para que se volviera a sentar—. Dejémonos de formalidades. Sólo quiero ver por mí mismo cómo se está desarrollando la operación. Y las Fuerzas Armadas han sido tan amables de traerme hasta Nueva York.
Fantástico, pensó Lucille. Ya me podría haber avisado alguien.
—Bueno, señor, creemos que tenemos localizado al detenido. Según nuestras informaciones, ahora se encuentra en Nueva Jersey y estamos…
—¿Qué? —el secretario se inclinó hacia delante, volviendo la cabeza a un lado, como intentando compensar cierta sordera en un oído—. Creía que lo tenían acorralado en Manhattan. ¿Qué ha pasado con los controles en puentes y túneles?
Lucille se revolvió incómoda en su asiento.
—Lamentablemente se produjo un retraso en la entrega de la fotografía de David Swift a la policía. En cuanto distribuimos los folletos, un agente asignado en la estación Penn reconoció al sospechoso. Dijo que Swift había subido a un tren con dirección a Nueva Jersey sobre la una y media.
—¿Y cómo consiguió subir al tren? ¿Llevaba documentación falsa?
—No. Al parecer el sospechoso se unió a un grupo de gente que tenía prisa por subir al tren. Una pandilla de palurdos borrachos, básicamente. En la confusión del momento, el agente no llegó a ver su documentación.
El secretario frunció el ceño y torció la comisura izquierda de la boca hacia abajo, formando una especie de anzuelo.
—Esto es imperdonable. Si esto fuera un ejército, ese agente sería ejecutado al amanecer por los miembros de su propia unidad.
Lucille no estaba segura de cómo contestar a eso. Decidió ignorar el extraño comentario.
—Acabo de hablar con nuestros agentes de Nueva Jersey. Subieron al tren en Trenton, pero no encontraron al sospechoso. Ahora estamos contemplando la posibilidad de que Swift se bajara del tren con los borrachos. El agente de la estación Penn dice que eran de Metuchen.
—Eso no suena demasiado esperanzados ¿Qué otras pistas tiene?
—Tenemos emplazados equipos de vigilancia en las residencias de los colegas de Swift del Departamento de Historia de Columbia. Algunos de ellos viven en Nueva Jersey, de modo que es bastante probable que pida ayuda a alguno de ellos. Y hemos traído a la ex esposa de Swift aquí para interrogarla. Está en el piso de abajo con su hijo y su novio, un tipo mayor llamado Amory Van Cleve. Vamos a…
—Un momento, ¿cómo ha dicho que se llama el tipo?
—Amory Van Cleve. Es un abogado, socio administrador de Morton Mclntyre &…
—¡Dios mío! —el secretario se llevó la mano a la frente—. ¿Pero es que acaso no sabe quién es? ¡Por el amor de Dios! ¡Van Cleve fue uno de los principales donantes en las pasadas elecciones! ¡Recaudó veinte millones de dólares para la campaña presidencial!
Lucille se puso tensa. No le gustaba cómo sonaba eso.
—Me limito a seguir órdenes del director del Bureau, señor. Me dijo que actuara con todo el vigor necesario, y eso es lo que estoy haciendo.
Haciendo una mueca, el secretario se quitó las gafas y se pellizcó el puente de la nariz.
—Créame, Lucy, quiero que sea agresiva. Quiero que eche el resto en este caso. Este proyecto es una de las mayores prioridades del Pentágono. Si la información cayera en manos de los iraquíes, de los norcoreanos o de los chinos, las consecuencias serían catastróficas. —Se volvió a poner las gafas y la miró con los ojos entornados. Parecían dos francotiradores—. Pero no puede utilizar las técnicas habituales de interrogación con alguien como Amory Van Cleve. Es uno de los más importantes recaudadores de fondos del partido republicano de todo el país.
—¡Pero si cuando el presidente vino a Nueva York la pasada primavera jugaron juntos al golf!
—Bueno, ¿entonces qué sugiere, señor?
El secretario miró por encima del hombro al general de las Fuerzas Aéreas. Sin decir una palabra, éste abrió el maletín, sacó una carpeta y se la dio al secretario, que se puso a buscar entre las páginas que contenía.
—A ver. Aquí dice que este tipo, Swift, tiene un historial de drogadicción.
—De joven tuvo problemas con la bebida —precisó Lucille.
El secretario se encogió de hombros.
—Borracho una vez, borracho siempre. Podemos decir que ahora el tipo le daba a la cocaína. El Bureau estaba a punto de arrestarlo en su guarida de Harlem, pero él y sus amigos sorprendieron a los agentes y mataron a media docena. ¿Qué le parece esta historia?